Jordi Soler
La intérprete

Dos individuos observan a un tercero que ocupa la parte central de lienzo y ejecuta una actividad de significados múltiples. Con la mano derecha sostiene, cerca de su boca, un tubito blanco que necesita un soplido para encender, ¿una vela?, ¿un cigarro? La cara de este individuo fanático de la combustión es blanquísima, ¿mimo?, ¿payaso?, ¿pálido? Del lado izquierdo la maniobra es contemplada, muy de cerca, por un tipo de barba y sombrero rojo, que espera ansioso el resultado de la combustión. El otro extremo, el derecho, está ocupado por el más ansioso de los tres: un chango.

Esta escena, en textura de close-up, aparece en un cuadro de El Greco, titulado Fábula, y que está colgado en el Museo del Prado, en Madrid. Una maestra de escuela, especialista no sólo en teoría de la pintura, también en las pulsiones más íntimas del pintor, explicaba frente a Fábula, rodeada de sus alumnas, que se trataba de una escena circense; un mimo, un chango y su ayudante tratando de encender una vela, probablemente adentro de un camerino. Esa explicación que apuntaban las alumnas en sus libretas era demasiado conveniente. Una de ellas, la de menos edad por cierto, ensayó una versión más convincente del cuadro. Dijo que el tubito blanco que sostenía el pálido no era una vela, sino un ``porro'' y que dos de los extremos esperaban ansiosos el momento de la combustión para darse ``un jalón, una calada, un toque, vamos''.

Sus compañeras dejaron de apuntar. La maestra no se decidía a interrumpir la interpretación. La niña, crecida por el público que la observaba, que ya contaba también con turistas y mirones, justificó la idea con el final de su explicación. Dijo con una vocecita aguda que revoloteó por toda la sala: ``y el simio que ven ahí, es la representación clarísima del estado de ansiedad por falta de drogas, mejor conocido como mono''. La maestra ordenó que se callara y le dijo que su interpretación era una burrada. Los que formábamos parte del público de la niña, alumnas, turistas y mirones, coincidimos en un punto: que esa alumna duraría poco en la escuela.

Un buen porcentaje de bares y restaurantes de Madrid cuentan con una pared donde el dueño pone sus trofeos fotográficos. Por ejemplo: dueño abrazando al cantante Raphael, dueño saludando de mano y de media caravana al príncipe de Asturias, dueño abrazando a un ilustre desconocido con pinta y sonrisa de conductor de programa de televisión.

La verdad es que este tipo de galerías abunda en todo el mundo y además funcionan muy bien, a partir de un principio de lógica digestiva: ``si el príncipe de Asturias comió aquí, y sigue vivo, entonces puedo comerme este camarón sin miedo a morir intoxicado''. Lo que no abunda en el resto del mundo es la imagen de una combinación que no falta en ningún restaurante o bar madrileño con galería fotográfica: dueño con Hugo Sánchez. Al parecer el futbolista mexicano, durante su estancia en Madrid, comió y bebió más que nadie. Se le puede ver en un bar de sidra sirviéndose un vaso a la asturiana, ante la mirada más que complaciente de su anfitrión; o en un restaurante de carnes degustando junto al dueño un rabo de toro, o en otro restaurante aplicándole al anfitrión un clásico medio abrazo futbolístico. Hugo Sánchez es parte fundamental de la gastronomía madrileña.

La niña experta en interpretar cuadros llegó a la cafetería del Museo del Prado. La cauda de curiosos que la seguíamos, la vimos desistir frente a una imagen que formaba parte de la galería fotográfica del anfitrión, que era un gordo ideal para cocinar pasta italiana, aunque su giro eran los cafés y los pastelillos. La niña se separó del grupo de alumnas para contemplar una fotografía donde aparecen dos individuos observando al futbolista mexicano que ocupa la parte central de lienzo y ejecuta una actividad indescifrable. En la mano derecha sostiene, cerca de su boca, un balón que necesita un soplido, o un beso, o un consejo. Del lado izquierdo la maniobra es contemplada, muy de cerca, por el gordo de la cafetería, que trae barba y sombrero rojo, y espera ansioso el resultado de esa actividad indescifrable. El otro extremo, el derecho, esta ocupado por el más ansioso de los tres individuos que componen la fotografía: un chango.

Mil hipótesis cruzaron por la cabeza de la niña. No dijo ninguna. Sonrió y se integró al grupo de alumnas, en silencio.

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