Lucila Escudero no se daba por enterada de sus años. Ella andaba tan campante por los tres patios de su casa y por las calles del vecindario, sorda a las penas y a los achaques y a las tristes voces del tiempo, y con ojos de recién llegada miraba al mundo desde el balcón.
Lucila creía en el cielo, y sabía que lo merecía, pero se sentía mucho mejor en casa. Para despistar a la muerte, dormía cada noche en un lugar diferente. Nunca le faltaba algún tataranieto para ayudar a correr la cama, y de oreja a oreja sonreía pensando en el chasco que se llevaría la muerte cuando viniera a buscarla. Antes de dormir, encendía el último cigarrillo del día, en su larga boquilla labrada, y se echaba la última copa de buen vino tinto. Entraba en la noche bebiendo el vino da a sorbitos, un buche por cada amén, mientras rezaba los padrenuestros y las avemarías.
Había nacido en 1885. Murió a los 110 años de su edad, en Santiago de Chile, cuando ya había enterrado a siete hijos y estaba un poquito aburrida de vivir.