MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
La maestra Aurora
A Mercedes, Isaura, Melisa, Julieta y Miguel
Paso con frecuencia por la calle de Otoño. Ha cambiado muchísimo desde la época en que era el eje de mi vida: allí estaban, pared de por medio, mi casa y mi escuela. Esa proximidad me impedía sustraerme a la vigilancia de mi familia y, peor aún, compartir las aventuras vividas por mis compañeros en el tránsito de la escuela ``Héroes del 47'' a sus domicilios.
La contrariedad acumulada disminuyó mi interés por las clases. En contraste con lo ocurrido en años anteriores, aprobé de milagro el quinto. Esto motivó una incomodísima reunión de familia: mis padres hablaron de los cambios que ocurren a cierta edad. Temblé imaginando que, pese a todos mis esfuerzos, habían descubierto las sensaciones que de tiempo atrás alteraban mi vigilia y mi sueño.
Recobré la serenidad cuando mi mamá comentó: ``Ibas muy bien. Explícanos qué pasa: ¿no estás a gusto en la escuela?'' Fui sincero: dije que no porque me chocaba su cercanía de la casa. Mi padre consideró mi argumento simple capricho, amenazó con meterme a una academia militarizada y pronunció un ultimátum: ``Seguirás en la `Héroes del 47' y punto''. Mi madre lo apoyó: ``Sergio, no te quejes: allí siempre has tenido muy buenos profesores''. Me sentí traicionado.
La frustración envenenó mis vacaciones y después mi retorno a clases. Los antiguos compañeros me resultaron antipáticos y la escuela me pareció vieja, grande, inhóspita; hasta me chocaron los viejos fresnos y la neblina que nos envolvía durante el invierno y también, aunque más leve, en la época de lluvias.
Mi malestar disminuyó cuando supe que faltaba maestro para el grupo. Creí que podría convencer a mis padres de que me cambiaran de escuela cuando les dijera que hasta que llegara la nueva mis únicas obligaciones consistirían en respetar el horario y mantenerme dentro del salón. ``Pura pérdida de tiempo'', concluí. Mi energía se convirtió en desánimo en cuanto mamá dijo: ``Te aseguro que la situación pasará pronto. Vale la pena esperar''.
Tal vez mi madre habría cambiado de opinión si le hubiera contado lo que pasaba en sexto ``C''. Como en la escuela nadie nos prestaba atención, éramos como fantasmas; nuestro tiempo transcurría entre bromas desagradables y más obscenas conforme fue pasando el tiempo. Quién sabe qué habría sucedido si a principios de marzo no hubiera llegado la maestra Aurora.
Una mañana se abrió la puerta del salón y entró la directora: ``Sentados. Dije sen-ta-dos''. Cuando estuvimos en silencio apareció la maestra Aurora: su blusa blanca y su falda azul le daban aspecto infantil, contrastante con la corpulencia y vigor de la directora que, en brevísima ceremonia, presentó a la recién llegada.
Después de varias semanas de libertad, la presencia de aquella mujercita nos devolvía a nuestras obligaciones. La maestra adivinó nuestros pensamientos y para tranquilizarnos dijo una frase que provocó risitas: ``Primero lo primero: conocernos''. No hubo tiempo de hacerlo porque el cielo se oscureció, oímos truenos y la lluvia se convirtió en granizo.
Las esferas de hielo golpeaban nuestras ventanas con furia. Nos intranquilizamos. La maestra Aurora también lo advirtió y para distraernos se puso a hablarnos de su tierra, siempre bañada por la lluvia o envuelta en la neblina: ``Es tan densa que no es posible ver a las personas que andan en la casa o por la calle. Nos reconocemos sólo por el tono de voz''.
Poco a poco nos fuimos involucrando con aquel relato y al fin quedamos hechizados por la maestra Aurora. Siguió contándonos cómo, al levantar la niebla, durante unos minutos tan sólo, se hacían visibles las calles, las casas, las personas, las flores. Después de esa breve recuperación la capa de neblina lo borraba todo, el pueblo parecía esfumarse y la única prueba de su existencia era la voz de las campanas.
Hubiera deseado que la lluvia se prolongara eternamente sólo para seguir escuchando aquella descripción, pero le puso punto final un sol demasiado brillante, bochornoso, inoportuno.
Como todas las tardes, en cuanto saludé a mi madre, ella me interrogó: ``¿Qué pasó, ya tienen maestra?'' Le dije que sí. Durante la comida me reprochó que hubiera querido salirme de la escuela sólo por su cercanía con nuestra casa: ``Esa es una gran ventaja, pero claro, como la tienes, no sabes apreciarla''. No dije más, corrí a ordenar mis libros y luego a mi refugio: la azotea.
Siempre me había gustado mirar desde allí los edificios y el patio de la escuela. Adivinarlo silencioso, verlo desierto, me provocaba una sensación de extraña melancolía. Aquella tarde, para mi sorpresa, descubrí en el traspatio a la maestra Aurora, con el cabello suelto sobre los hombros, colgaba su ropa en un lazo. Mientras la miraba tuve la impresión de oír su voz. El encanto se rompió cuando escuché la orden de mi madre: ``Sergio, ve a traer el pan porque ya no tarda tu papá''. Por la noche, en mi cama, acaricié la idea de que era poseedor de un secreto y me dispuse a protegerlo.
A la mañana siguiente, antes de comenzar la clase, la maestra nos explicó que la directora la había autorizado para instalarse en la casita antes ocupada por la conserje y ése iba a ser su domicilio hasta que pudiera encontrar algo mejor. Me sentí despojado, pero recuperé mi privilegio cuando me di cuenta de que ninguno de mis compañeros podría vivir, en el trayecto de la escuela a su casa, una aventura como la mía; contemplar a la maestra Aurora sin ser visto. Lo único que amenazaba mi certeza era la posibilidad de que mi madre me sorprendiera fisgando. El riesgo era remoto, pero de todas formas decidí protegerme con una cortina de humo.
Siempre que volvía de la escuela y mi madre me interrogaba acerca de la nueva profesora mi respuesta era vaga --``más o menos'', ``es buena gente''-- y jamás correspondió a las expectativas de mi madre; es decir, nunca pronuncié la frase anhelada: ``Tú tenías razón. Es una maestra buenísima, maravillosa''. Supongo que para darle más validez a mis palabras las acompañaba con un gesto desganado que alarmó a mi madre.
Un miércoles, al salir de la escuela, nos tropezamos en el patio. Cuando le pregunté qué estaba haciendo allí me confesó que se había entrevistado con la directora para solicitarle un cambio de maestra. ``¿Pero por qué?'' Mi madre no perdió la calma: ``Porque no es buena''. Me detuve a medio camino: ``Pero ¿cómo lo sabes?'' Su respuesta fue mi peor castigo: ``Porque lo siento. No te veo entusiasmado''.
Durante el breve trayecto a la casa intenté convencerla de que volviéramos ante la directora y se retractara. Inútil. En cuando pude escapé a mi refugio. Me sentí culpable de saber lo que la maestra ignoraba; quise gritarle lo que pronto sucedería, pero no tuve el valor de hacerlo.
Las dos semanas siguientes llegué a la escuela sobresaltado, temeroso de no ver a la maestra Aurora esperándonos en el patio de formaciones. Al verla experimentaba una sensación como las que ella había tenido cuando niña, en los minutos en que el alejamiento de la neblina le permitía recuperar el mundo.
Un lunes, en el lugar de la maestra Aurora, vi a una mujer de pelo corto y complexión atlética. La ceremonia de presentación fue breve. En cambio, me parecieron larguísimas las horas de clase. Cuando la chicharra les puso fin, salí corriendo. Entré en mi casa, subí a la azotea y me quedé mirando. La maestra Aurora no apareció pero al anochecer volvió la niebla a deslizarse entre los fresnos. Ellos son los únicos sobrevivientes de aquella escuela, ellos siempre me hablan de la maestra Aurora.