Hermann Bellinghausen
Salvar al vándalo

Lo raro no fue que dejaran botellas tras ellos, sino que todavía les quedara licor cuando llegaron los primeros de la brigada. Para variar, los niños, porque ellos pasan las barricadas por los entresijos, no las trepan, así que pierden menos tiempo que los grandes.

Las calles estaban desiertas, como siempre que hay operativo. Las fachadas desportilladas y los comercios destrozados delataban la juerga de los vándalos, que nadie controla y la policía teme, y también solapa y alienta para que le ayuden a quebrar con sus ataques la resistencia de los colonos, tan resistentes.

A la brigada le avisaron esa tarde desde un teléfono público. Todavía sonaban los balazos. Una llamada anónima pero de alguien conocido, como siempre.

El negro Jack salió al mando, y tras su mata de dreadlocks el resto del grupo; treparon las camionetas y se lanzaron a la colonia antes de que el toque de queda paralizara la ciudad hasta mañana. Sus segundos, Felipe el gallego y Odún, se pasan los trayectos enfrascados en un diálogo imposible, aferrados a sus respectivas lenguas maternas, un castellano y un árabe igualmente inútiles en dos slums donde domina la lengua franca del imperio. Han aprendido a jugar a Babel sin pelearse. A veces le rompen los nervios al negro Jack. Así esa vez, que les ordenó callar.

La policía y los granaderos tenían rodeada la colonia, y golpeaban y bañaban con potentes mangueras por igual a legales e ilegales, al grito de ``papeles, papeles'', sin esperar de nadie un papel. Como de costumbre, mandaron por delante a los vándalos ``a pasear'' sus desagradables cabezas rapadas o podadas al estilo mohicano o mechones detenidos en laca, escupiendo cerveza, brandy y unos balbuceos en un inglés definitivamente roto.

Samir, que a sus 10 años ha vivido 40, sin padres ni familia, curtido en la calle, oyó los quejidos. En su mundo suburbano, de concreto y cristales pulverizados, Samir no sabe gran cosa de animales, como no sean ratas y perros, pero, será la información de la tele, identificó esos ruidos con los de un cerdo. Su mentalidad no le da connotaciones metafóricas, pero ciertamente el ruido de los cerdos es ridículo.

Cogió una roca al pie del muro semiderruido y se aproximó a donde nacían los quejidos. En la media luz reconoció a uno de los vándalos encadenado, rojo de sangre y congestiones, presa de un humillante dolor.

Mientras los otros niños vaciaban las botellas, no sin darles un trago, y las estrellaban contra las paredes o en la banqueta en un juego parecido a la ira, Samir soltó la roca y se acuclilló junto al vándalo, desnudo, hecho una lástima.

El balbuceo de aquella mole humana armaba un intento de blasfemia que terminó en las únicas palabras comprensibles de su discurso.

``They fucked me'' repetía a intervalos, como si no lo pudiera creer. Decía they, they, y luego me con un largo miií de impotencia.

Las cadenas tenían nudo, no candado. Samir lo liberó, y le pudo ver el trasero desgarrado, lleno de cardenales y suciedad de hombres en lo que le quedaba de culo. Además, se había cagado.

Samir es un niño duro, pero el sufrimiento para él es siempre sufrimiento y lo respeta como a una fuerza divina. Lo ha visto en su madre, moribunda, en los niños que ya no están, en los mutilados, en los hombres cuando regresan de la comandancia de policía, en las víctimas de los vándalos blancos.

Este ser se encontraba muy por debajo de Samir, pero su mirada era triste, humana. En la juerga, quizás por alguna venganza, los vándalos lo vejaron como Samir sabe que son capaces.

En lugar del vándalo, vio a la víctima.

Si llegaban los hombres de la brigada, después de encontrar los destrozos en la colonia seguramente acabarían de desgraciar al vándalo. El negro Jack echaba espuma por la boca allá en la calle, ante el cadáver destripado del lebrel de su hermana, en la puerta de una casa.

Samir ayudó a incorporarse al vándalo herido, y lo condujo de la mano hasta la zotehuela para que huyera por atrás. El hombre, rengueante, se alejó. Todavía Samir le dio alcance con una cortina y lo cubrió por la espalda, y luego lo miró perderse entre los escombros y los tendederos.

En el momento que el negro Jack hacía su entrada, Samir regresaba al cuarto. Agarró del suelo una botella y la arrojó contra la pared, como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida que romper las botellas del enemigo.