La renuncia de Suharto, ocurrida anteayer en Indonesia luego de una semana de violentas manifestaciones populares y represión gubernamental, marca el fin de la más antigua de las dictaduras asiáticas y debe ser, por ello, saludada como un triunfo de la modernidad y los afanes democratizadores que recorren el mundo. Por su forma corrupta, totalitaria, patrimonialista y nepotista de manejo del poder público, el ex tirano indonesio se colocó entre ese deplorable grupo de gobernantes claramente ejemplificados por Ferdinand Marcos, Anastasio Somoza o Mobutu Sese Seko. Pero Suharto se distinguió de esos prototipos de dictador tercermundista no sólo por la fachada de democracia formal que ideó para su régimen sino también por haber insertado a su país, con éxito, en la economía global contemporánea.
En efecto, Suharto convirtió a Indonesia en un importante centro exportador, comercial y financiero del Pacífico, al grado de que el archipiélago fue considerado uno de los nuevos tigres asiáticos. El empeño en la modernización económica y la apertura del mercado interno, el énfasis en la producción maquiladora y el afán por convertir a Indonesia en un destino de primera importancia para los capitales internacionales, entre otras actitudes típicas del credo neoliberal, produjeron, en efecto, un impresionante crecimiento económico que, por otra parte, dejó al país a merced de los vaivenes de los factores externos y preservó las grandes desigualdades que caracterizan desde siempre a la sociedad indonesia.
En ese precario escenario nacional, el grave quebranto financiero y cambiario que estremeció el Pacífico asiático hace unos meses adquirió dimensiones de desastre: la rupia indonesia se devaluó en menos de un año más de 600 por ciento y el poder de consumo de la población cayó en una brusca picada. A ello se sumó, como agravante, la aplicación del drástico plan de choque ordenado por el Fondo Monetario Internacional como condición para otorgarle al gobierno indonesio un crédito por 43 mil millones de dólares que le permitiera sacar a flote la maltrecha economía. De hecho, el detonante de las cruentas manifestaciones de la semana pasada fue el incremento en los precios de la gasolina, la electricidad y el transporte público, demandado por el organismo financiero supranacional.
Tras la caída del dictador, y una vez que pasen las manifestaciones de júbilo de la población, es claro que las prioridades nacionales deben ser la reforma democrática profunda del poder público y la reorientación de una política económica que, a la postre, como ocurre con las propuestas neoliberales, resultó tener mucho de espejismo. Asimismo, cabe esperar que la nueva circunstancia permita poner a debate la descolonización de Timor Oriental y emprender acciones firmes para revertir la ignominiosa e indignante anexión que padece su población.
En el ámbito internacional, finalmente, la caída de Suharto debiera ser aleccionadora para los proyectos políticos que pretenden conciliar los programas de modernización económica privatizadora con la persistencia de estructuras antidemocráticas.