Riqueza de las pocas cosas, las pequeñas, que atisban desde el espacio de esos pueblos de los que se habla hoy en todas partes, no siempre con la intención de saber de qué se habla, en los que el México moderno no tenía la costumbre de pensar y ahora piensa, legisla, idea cómo funcionalizarlos, asimilarlos, redimirlos o exterminarlos, porque se le impusieron y ya son inevitables.
México ya no es lo que era; lo que lo cambió fueron sus indios. Quién lo hubiera esperado hace unos años. Pocos.
Eran una veta, un tema, un rubro con prestigios intelectuales (aunque en decadencia) y académicos, políticamente correcto y humanamente decente. Había una literatura sobre indígenas, un pensamiento y una administración indigenistas, una fotografía también indigenista.
Conquistar el derecho a la praxis
La dolorosa primavera política y social de los pueblos indígenas, que estalló esta última década del siglo, no sólo los renovó como tema para la sociedad mayoritaria (obligada a una modestia intelectual y artística que no le hacía falta en otras épocas de redentorismo sin sonrojo).
Y lo principal: el surgimiento de los pueblos y su conciencia los hizo tema de sí mismos, los llevó a autodescubrirse. De sus forma políticas y sociales tradicionales, recluidas en un ámbito rural arrinconado, casi inmutable, extrajeron la lección política de participación que de Chiapas hacia el norte ha recorrido los pueblos indios, cuyo hervor venía creciendo desde los años setenta. Hoy son ellos quienes arrinconan a los partidos políticos y las instituciones de cara a una candente reforma constitucional que cuestionan algunos de los cimientos del Estado mexicano. El salto de la comunidad indígena como alternativa real en la hora de la globalidad y sus fragmentaciones inauditas por todo el planeta, marca un hito en nuestro devenir como nación.
De los sistemas de creencias y sus capacidades de creación y fabulación, los distintos (y entre sí distantes) pueblos mexicanos ponen hoy un deslumbrante cuarto de espadas que apela poderosamente a la Cultura Nacional, tan segura en sus nichos, sus capillas funerarias, sus museos y su complejo sistema de becas, premios y prestigios.
Así como han conquistado la investigación etnológica y los procesos educativos para sí mismos, los pueblos indígenas, o indios, de México, han conquistado el espacio para sus artistas.
Los artesanos y las artesanas ya también pueden ser Artistas Plásticos. Los cuenteros ya son reconocidos como Narradores y, sobre todo, algunos cantadores y rezadores jóvenes ya son auténticos Poetas en sus lenguas.
Hay un nuevo arte dramático indígena, desprendido del confinamiento festivo y folclórico, ya no sólo religioso, ya no sólo ingenuo, ya no sólo exorcístico o propiciatorio.
Hoy ya se habla de Medicina Indígena sin las absolutas reservas que le endilgó siempre el pensamiento científico ``universal''. Hoy ya es pensable que se puede pensar y razonar en ñanhu, tzeltal, mixteco. Se legisla en lengua mixe, zapoteca y wixaritari. Se escriben cantos y versos libres en mazateco y maya peninsular.
Ya no son los herederos residuales de un pasado mítico, místico o museográficamente digerido, sobrevivientes de los aztecas, mayas o zapotecas de la antigüedad.
Son lo que son: una red de comunidades que se pusieron en movimiento, desafían a la cultura, el poder y la conciencia nacionales, y conquistan el derecho a la praxis por sí y para todos.
Génesis de una nueva mirada
La derrota del racismo tomará tiempo, pero ahora que rebrota es porque se encuentra condenado definitivamente. Pasó con los negros en Estados Unidos y Sudáfrica, ocurre con los palestinos y los kurdos en el Medio Oriente y en el corazón de Europa. Los cambios de mentalidades son siempre revolucionarios y difíciles.
Toda esta prolija consideración alude a Maruch Sántiz, actriz, escritora, tejedora y fotógrafa. Una joven campesina que ha participado en la fundación de cooperativas artísticas, en publicaciones, en trashumantes grupos teatrales que recuerdan La Barraca de Federico García Lorca; en fin, en proyectos fotográficos.
Maruch, o Marucha, como le dicen sus amigos de San Cristóbal de las Casas, nació y vive en el pueblo chamula. Entre los vecinos pueblos de Cruztón (donde nació) y Romerillo (donde vive ahora de casada) transcurre su vida, en los Altos tzotziles de Chiapas, ese ojo del huracán mexicano.
En sus fotografías asistimos al nacimiento y confirmación de una nueva mirada. Una apropiación tecnológica (como la computación para la escritura en lenguas) relativamente sencilla que funda y constituye una forma nueva de mirar y retratar la vida de las cosas.
La indagación visual de Marucha pasa por la cosa-cosa.
Del breve espacio doméstico, lo sabían los pintores flamencos, se puede extraer la totalidad de un universo. Nada resulta demasiado pequeño para no reflejar, en un chispazo de revelación, la voz del mundo.
(Secreto para saber por qué las fotos de Maruch Sántiz suceden todas en el patio de su casa: porque en el pueblo chamula tradicional está prohibido tomar fotos, a menos que se pague una cuota por hacer uso de ellas --como sabe cualquier turista. Para evitarse problemas con las creencias de su pueblo, no hace fotos en la calle ni en la plaza. Las cosas y las caras son de su familia. Los animalitos también. Alguien comenta que le faltó tomar esa creencia que prohíbe las fotos. Para que nadie idealice de más, tampoco, las cosas, se señala aquí esa ausencia.)
Cosa que te quiero cosa
¿Con qué ojo pineal sentir la vida a ras del suelo y delinear el trazo de la cosa-cosa, la cosa tal cual es, espesa de significados?
En el espacio doméstico de los campesinos, los objetos pesan más que ningún símbolo. Son pocos (¿qué es mucho?, ¿qué es poco?), en su mayoría necesarios, y de uso continuo. Existen siempre algunos arrumbados, o en el tapanco, vestidos por el tizne, el polvo y restos de viejas telarañas. Su única utilidad es demostrar que sólo sobre lo inútil se acumulan los desechos del paso del tiempo.
Pero la olla, el costal, el machete, el lazo de todos los nudos, están allí, al alcance, materia del ojo, materia de la mano, representación de lo concreto. Su empleo las lleva y las trae, las gasta.
Lotería de las cosas y su espacio, el quicio, el pozo, la parrilla, la cerca, la taza, la gubia, la cuña, el azadón, el hacha, la batea, el guaje para el pozol.
Los animales, más hermanitos que nosotros de las cosas, se limitan a acompañarlas, sin enseñarse a usarlas.
La cosa vale por lo que sirve, no es una inversión a plazo, sino una prueba a la duración. La cosa de la casa no es negocio, no se renta, a lo más se presta. Pero prosaica, estrecha, afilada o hueca, la cosa anuncia el mundo de lo real y traduce a sus humildes y reiteradas formas la intuición divina, la extra-mano de la magia, donde todo lo que no es concreto reside de tan evidente manera que un tremor helado recorre el espinazo cada que la cosa se revela y significa.
La cosa sigue ahí cuando en la casa todos van al sueño. Vigila la noche a ciegas, la habita en nuestro lugar, brida, aguja, telar y taburete, jícara, molino, candela y grano para las gallinas. Lo visible que nadie mira, en una órbita tan circular como la tortilla.
¿Cómo no tenerle entonces a la cosa-cosa la suficiente confianza como para dejarla expresar la creencia, lo ilimitadamente sagrado, y que sea puente entre el mundo y el no-mundo, representación y amuleto, producto de y para las manos que, más allá del uso y la apariencia, traduce el lenguaje llano de los dioses, grotesco como una inane pata de pollo, rotundo como una silla, palpable como cualquier cosa.