Germán List Arzubide
Augusto César Sandino y yo
Aunque nunca nos vimos personalmente (el plan lo había, pero a él lo asesinaron arteramente), en unas semanas de nuestras vidas, el general Augusto César Sandino y yo estuvimos eléctricamente conectados. No era para menos; estaba yo cumpliendo una misión encomendada por él, misión tan importante como la guerra. Sandino, sin duda, siguió paso a paso mi actuación, probablemente hasta con los dedos cruzados. De mi éxito dependía, en gran parte, la justificación de su esfuerzo guerrillero.
Sabiendo que Nicaragua estaba intervenida por los gringos, en un cínico apoyo a los Somoza que les entregaban el país en bandeja, los izquierdistas mexicanos habíamos, de hecho, establecido una base de apoyo para los combatientes quienes, de una manera desigual pero aprovechando las ventajas de la táctica guerrillera, defendían a su invadida patria. Desde aquí les hacíamos llegar medicinas y dinero y, sobre todo, denunciábamos abiertamente la intervención que los gringos descaradamente negaban. La policía, siempre obediente y mirando al Norte, de cuando en cuando nos recogía de los mítines que generalmente organizábamos en lo que ahora es el Claustro de Sor Juana.
En una de esas batallas, la de El Chipote, Sandino logró propinar una sonora derrota a los gringos haciéndolos correr de una manera tan vergonzosa y apresurada que hasta, patrióticamente, dejaron tirada su gran bandera. Sandino entonces la recogió y, de su puño y letra escribió sobre ella la historia de ese triunfo guerrillero y la firmó, fechándola.
Nuestro grupo ``Manos Fuera de Nicaragua'' tenía muy bien organizada una ruta que, atravesando las selvas de Guatemala, Honduras y Costa Rica, alcanzaba hasta el mismo campamento de Sandino en Nicaragua, y por esta misma ruta nos llegó la bandera y las instrucciones de lo que había que hacer con ella: usarla como prueba de que EU estaba abusivamente interviniendo en Nicaragua, y denunciarlo ante el Congreso Mundial Antiimperialista, que pronto se efectuaría en Frankfurt, Alemania.
Como jefe del Partido Comunista, a Hernán Laborde le tocó recibirla, y, entonces diputado, tuvo la peregrina idea de empezar exhibiéndola en plena Cámara de Diputados. ¡Gran escándalo!, los gringos de inmediato protestaron y le exigieron al gobierno de México la devolución de su bandera, y la policía, obediente, se echó a la búsqueda de nosotros. Laborde, por supuesto, fue desaforado.
La técnica policiaca fue impecable: agarrar a todos los comunistas, entonces proscritos, y mandarlos a las Islas Marías, especialmente al orador principal, Germán List Arzubide, y así lo hicieron. Gómez Lorenzo, el Ratón Velasco y muchos otros estuvieron más de un año en ese paraíso tropical, aunque yo en realidad me salvé gracias a la intervención de Narciso Bassols, ministro entonces, quien me sacó de la cuerda para que cumpliera una misión para la que había yo sido escogido: llevar la bandera.
El plan era muy sencillo: reunir el dinero para poder partir en un vapor desde Veracruz, y mantenernos mientras escondidos para no perder ridículamente, a manos de la policía, la bandera que tan bravíamente Sandino había ganado combatiendo. Partir de Veracruz, aunque tardado era seguro, porque la otra opción, irse hasta Nueva York primero para ahí embarcarse, era más rápida pero arriesgada, porque la bandera era buscada y, de ser capturado, el portador podría enfrentar inclusive el escarmiento de la pena de muerte, por el delito de desacralización de bandera.
Odisea con la bandera de EU
El caso es que en la búsqueda de fondos se nos fue el tiempo y la fecha del congreso se acercaba y, no habiendo otra opción, se decidió mandar por tierra, a través de Estados Unidos, a Germán List Arzubide.
Con la bandera envuelta en el cuerpo me presenté en la frontera emulando a las piñatas, pues ésta era de lana y enorme, y grande fue mi temor cuando el guardia fronterizo me ordenó quitarme el abrigo. ¡Descúbrase el brazo!, me gritó, ``quiero ver sus vacunas''... Haciéndome el enfermo de catarro logré sortear las vicisitudes, y llegar a Nueva York donde me esperaba el chileno Armando Segrí. En su casa y mientras anunciaban la salida de mi barco, me tocó, curiosamente, el 4 de julio, fecha que me permitió desplegar mi bandera, orgulloso, por la ventana del apartamento.
En Frankfurt, me recibieron los organizadores del congreso, quienes se alucinaron cuando les conté mi cometido y les enseñé la bandera. En ese congreso, justamente, se discutiría la situación de todos los países que en el mundo estaban ocupados por potencias invasoras, y lo de Nicaragua les venía como anillo al dedo. Obvio, me programaron para la sesión principal.
En el presidium ya me esperaba una pléyade de celebridades: Nehru de la India, entonces ocupada por los ingleses; Henri Barbusse, novelista en la cima de la fama, quien presidía el congreso y había hecho el discurso inaugural; madame Sunt Yat Sen, esposa del fundador de la nueva República China y quien recientemente había muerto; Sam Katayama, comunista que luchaba por Japón y que había estado en México; Abdel Karim, que defendía al desierto africano, etcétera. El presentador, emocionado, hizo la reseña de toda la odisea de Sandino y de cómo la bandera había conseguido llegar hasta ahí. Habló de los mexicanos y de la perfidia de los estadunidenses que en ese momento iba a ser exhibida. Dijo que la bandera era legal y autentificada, como se hace en el ejército con esas banderas, y describió luego la leyenda que, de su puño y letra, había inscrito en ella el héroe de Nicaragua. Entonces avancé yo y desplegué la bandera sobre la mesa del presidium.
Si tuviera que escoger un momento de mi vida como el cenital, sin duda pensaría en ése cuando emocionadas, cientos de gargantas de todos los países de repente estallaron cantando La Internacional. La ovación que me propinaron fue, de veras, inmensa e interminable y, por qué no, justificada y, por aclamación, pasé al presidium justo en medio de Nehru y Barbusse.
Lucha desigual y lección al imperio
Informado por el partido de que no debía regresar a México pues enfrentaría la furia policiaca, acepté la invitación de los sindicatos obreros rusos para asilarme en la Unión Soviética.
Claro que Sandino estuvo agradecido. Allá en las selvas había logrado un triunfo resonante y, de inmediato, firmó un decreto nombrándome ``Capitán de su Guardia'', documento que entregó, para su transportación, a Farabundo Martí. Pero pronto habrían de entronizarse acontecimientos amargos: Sandino fue asesinado arteramente, a traición, cuando imprudentemente confió en la honorabilidad de los Somoza, y Farabundo Martí, cuyo nombre hoy llevan las guerrillas salvadoreñas, también sufrió la misma trágica suerte; y así me quedé sin nombramiento.
Fue muchos años después, cuando Daniel Ortega llegó al poder, que recibí una invitación para visitar Nicaragua. ¿El objetivo?: dar cumplimiento a las órdenes del general Sandino. Así, un día, todo el ejército sandinista nicaragüense, con tanquetas y toda la cosa (Luis Suárez estaba ahí, por cierto), desfiló sólo para mí y ahí se me impuso la Medalla de Oro Sandino.
Los gringos jamás me lo perdonaron. También hicieron su decreto pero para impedirme, ``de por vida y a perpetuidad'', volver a entrar a Estados Unidos. Las veces que, de paso para Europa, el avión se detuvo en algún aeropuerto de EU, un cherife estuvo ahí para advertirme que no podía pisar esa tierra. Tengo, pues, como 70 años que no vuelvo a gringolandia y no pude, desde luego, volver a saludar a todos los amigos y parientes que allá tengo. (¿Creerían ustedes que no conozco Dineylandia?). Pero valió la pena, porque esa vez un grupo de soñadores dio una enorme lección al poderoso imperio: Sandino y su pequeño ``ejército loco'', como les decían, humillándolos como un fantasma inasible entre las selvas, y un puñado de muchachos mexicanos dispuestos a apoyar, conmovidos, la desigual pelea de Sandino en Nicaragua.