La obra del escritor catalán Josep Pla ha reaparecido en las librerías, quizá porque se cumplen cien años de su nacimiento. Así, se han producido reediciones, biografías, artículos periodísticos y una investigación francamente policiaca que reveló uno de los amores más apasionados del siglo.
Sobre Pla, la biografía más difundida es Biografía del solitario escrita por Cristina Badosa, una investigadora que trató de convertir, sin ninguna fortuna, su tesis universitaria en la historia oficial del escritor; además la mayor parte de la obra de Pla son diarios, dietarios, memorias y anotaciones autobiográficas, y no había necesidad de constreñir todas estas autobiografías en una biografía.
Con el ánimo de establecer algunas coordenadas de la personalidad de este maestro tosco, bebedor, grosero, impulsivo y gritón, entresacamos unas líneas de El cuaderno gris, libro que nunca falta en la cabecera de sus fanáticos: ``A mi entender, la forma más concreta y agradable de la independencia es poder vivir sin necesidad de escuchar a nadie''. ``Los banqueros son unos señores que os dejan el paraguas cuando hace sol; cuando llueve es un poco más difícil''. ``El alcohol excita los reflejos mentales del cinismo''. ``Lo interesante de las mujeres no está ni en su belleza, ni en su manera de vestir o de hablar, ni en las cualidades del cuerpo o del espíritu que su presencia pueda sugerir, sino que depende, en definitiva, en cada momento, de la adecuación al paisaje sobre el cual la mujer se mueve''.
En los años sesenta, cuando Pla andaba por los 70 años escribió, en varios cuadernos negros, su parte autobiográfica más desgarradora; una historia de amor a pedazos que gira obsesivamente alrededor de una inicial que esconde un nombre: A.
Esta mujer de una sola letra había sido su amante y 20 años después resurgía en las líneas de sus cuadernos negros con un vigor insólito, aderezado con detalles eróticos y masturbatorios que su editor suprimió, sin ningún respeto para el escritor y sus lectores.
A. era la mujer de un militar que desaparecía por temporadas para pelear en la guerra, hasta que un día no regresó más. En uno de esos ires y venires el militar había llegado rapado al cero, era el escarmiento que le habían dado sus superiores por no cumplir con una orden. Al día siguiente A., en solidaridad con el hombre que amaba, había salido a las calles de Barcelona con la cabeza rasurada. A. Tuvo que meterse a trabajar en un burdel, cosa que por cierto no le molestaba, y ahí, durante una noche de alquiler, estableció un pacto con Josep Pla: ella se dejaba amar y Pla le pagaba con dinero hasta el último minuto de ese amor.
Con el tiempo A. empezó a asistir a las tertulias literarias con el cliente de su corazón y poco a poco fue convirtiéndose en su pareja, cobrando siempre su tarifa. Un mal día, A. se caso con un viejo rico que se la llevó a Buenos Aires para cumplirle el sueño de su vida: ser la regenta de su propio burdel. Pla, que tenía el corazón un poco blindado, resintió esta paliza sentimental 20 años después y se dio a la tarea de registrarla en sus cuadernos negros. Cuando la nostalgia por A. fue insoportable, Pla, viejo y medio enfermo, se embarcó durante semanas, cruzó el mar, llegó a Buenos Aires y de ahí se desplazó a Ramos Mejías, la población donde estaba la mujer con nombre de una sola letra que lo obsesionaba.
Don Pedro, el marido de A., instaló a Pla en una de las habitaciones del burdel que tenía, además de las doncellas expertas en faenas sexuales, una colección de bestias que empezaba con 30 gatos y terminaba con seis gallinas que insistían en cagarse sobre los cuadernos negros del escritor. El vigor erótico de Pla encontraba su cauce cuando don Pedro salía de compras y A. le proporcionaba aquello que había echado de menos durante 20 años. Pero el bestiario que circulaba por el burdel pudo más que las maravillas eróticas de A. y el escritor se subió a un barco y regresó a Palafrugell, su tierra, nada más para advertir de que no podía vivir sin esa mujer y embarcarse de regreso a Ramos Mejías. En esa segunda estancia, de pocos días, agotó su ilusión por A. y la situó en su dimensión real, que era la de personaje literario.
Dos años después A. murió. Pla situó toda su agonía por carta y escribió esta línea cuando se enteró del final: ``Mientras A., moría, salía un sol radiante''.
La investigación policiaca reveló recientemente algunos misterios, entre ellos una fotografía de la mujer y el dato de que A. es la inicial de Aurora; cosas, desde luego, poco importantes.