Hermann Bellinghausen
El grito

I'm gonna keep
Catching the butterfly
In that dream of mine
The Verve

Dicen que Napoleón, haciendo gala de su oído de artillero, afirmaba que la música es el menos desagradable de los ruidos (Y mientras tanto Beethoven se quedaba sordo, para que se vea lo mal repartidas que están las cosas).

Ha de ser porque esa tarde el aire se había llenado de música nerviosa, como nacida del fragor callejero, pero en armónica exasperación, y en su estruendo, mejor música que la ofrecida como tal en los establecimientos especializados y los aparatos encendidos.

Aquí no había manera de discernir las músicas de otros ruidos, así que reconocer el menos desagradable de ellos resultaba imposible, y sobre todo, inútil. Una sonoridad venida como de varios países de la galaxia llenaba el humo que todos respiramos con una repetición canónica de pájaros, pregones, teléfonos suene y suene, televisiones prendidas a la desolación y el sueño ajeno cual ventanas asomadas al vacío, voces amistosas, distorsionadas, radiofónicas o perdidas. Cláxones, sirenas histéricas, taconazos de a deveras, silbidos, susurros, líquidos, pedorreos, diabitos chocando rodillas que no se quebran, al son de golpe avisa.

¿Quién dice que en el seno de una multitud caliente no puede helarse el individuo?

De esas veces que la ciudad era un bosque en llamas, o parecía, y me sentía gato mojado en un costal, esperando ahogarme. Los toldos de las puestos ponían la sombra de colores, y la penetrante suma de aromas absolutos destilaba el seso, el buche, el chorizo y otros aceites comestibles o combustibles, arrancones, enfrenones, el desconcierto que provoca al descomponerse los semáforos en los cruceros, y el penetrante olor de humanos, seres sumando pérdidas, vehículos y vientres que de milagro no chocan y explotan.

Y en medio del tamborileante protoplasma de las cosas reales y, si se quiere, brutales, pesqué al detalle, por increíble que suene, el estremecimiento de un ala de mariposa.

Allí, prácticamente a mitad del Eje y con el mundo encima.

¿Quién puede saber del peso real de lo que substancian los exteriores sobre cada cuerpo? Por ejemplo, no necesariamente el más grande es el más fuerte. ¿Existe algo más pesado y torpe que el cansancio y la caída de un gigante?

Me cogí con el puño el pecho, en un arrebato de mariachi pendenciero, eché atrás el tronco flexionando la pierna izquierda a manera de resorte, y en el reducido espacio vital que dejaba la muchedumbre por el Centro, catapulté al frente, y como gallo de rancho arrojé un indescifrable ayayay de serenata al barril sin fondo de la indiferencia universal.

Un silencio fue lo que salió, un no-grito, un trueno más fuerte que todos los sonidos.

La mariposa, posada en la barra de hierro de un puesto de piedras no precisamente preciosas, frotó de nuevo sus obstinadas alas negras. Me sorprendió que ese parpadeo tan fuerte no los callara a todos, que no les bajaran a sus radios y caseteras ni apagaran los motores, que el vendedor de navajas no dejara de vociferar, que los transeúntes hechos la bala no se detuvieran también a gritar y a agrietar estos muros de entonces, aunque fuera sin la u de los lobos, ni la i de los gallos, ni la o de los tíos gordos.

Por último, la mariposa voló entre los toldos asalmonados, amarillos y azules, los cables grises, las luces rojas, los pastos verdes y los dichosos árboles. Una hermosa exhalación.

Ni quien se enterara de nada en esa jaula abierta a los pájaros del caos, a esa gota fría del sudor de existir liberado entre pilas de pilas, casets, lapiceros, cochecitos indonesios y paños de ocasión, y yo, admirando un tendido de relojes de distintas marcas, más de 100, y topando un Omega, pensé que la omega siempre me ha parecido una letra demasiado larga, se cree palabra, la pobrecita. Tiene más sílabas que decir tan-tán, fin, o zeta, y nada más es una simple letra, y para colmo, descontinuada, de lengua muerta.