Hay un montón de árboles que se queman allá afuera. Medio hemisferio --valga decir, un cuarto de planeta-- huele a chamusquina rural y sus habitantes lloran lágrimas de alquitrán y dejan hollín reseco en el pañuelo con que se suenan. Tabasco es un edén con tapabocas obligatorio y en las reservas ecológicas se agolpan el ozono y las partículas suspendidas.
Recuerdo que, en algunas poblaciones remotas de Oaxaca y de Centroamérica, los hablantes modernizaron ad ovum, y con toda la lógica del mundo, el verbo fumar, y le convirtieron la efe anacrónica y medioeval en una hache moderna, como la Academia manda:
--¿Tú humas? --preguntan cortesmente, adelantando la cajetilla.
--No, gracias. Humé hace ratito.
En estos días de sequedad ardiente todos, incluso los que no tienen el vicio, somos humadores, porque la Madre Tierra --o los narcos, o los campistas irresponsables, o los pastores y ganaderos, o los sembradores de maíz de siempre, según sea la designación de responsables de esta magna temporada de incendios forestales-- nos ha colocado en la atmósfera de una de esas tertulias existencialistas donde el bióxido de carbono se solidificaba entre los parroquianos que se pasaban la última colilla viva con la devoción que corresponde a la antorcha del fuego olímpico. Oh tempore.
Por culpa de los incendios y del calor ha muerto gente. Ya nos quedamos sin aire respirable y resultó que eso no era lo peor, porque los más sobrevivimos; nos estamos quedando también sin agua y, si la cosa sigue, acabaremos sin comida.
Se perderán muchas cosechas, en perjuicio de todos y, especialmente, de los perjudicados de siempre, es decir, de quienes pagan los platos rotos de los huracanes, de las ideas geniales de política económica y de otros desastres naturales y artificiales que acaban sedimentándose en sucesivas y pesadas costras de miseria.
La circunstancia es peligrosa y trágica, pero, vista desde la oposición ciudad-campo, no deja de tener un lado paradójico y hasta gracioso: al menos durante dos décadas, los habitantes de las urbes hemos vivido bajo el peso de la culpa por las emanaciones y los detritos venenosos de la industria y los automóviles. En forma inversa, salíamos al campo o a las poblaciones pequeñas a respirar ``aire puro''. Pero hoy, desde la campiña, nos llega una bocanada de contaminación pastoral, bucólica y globalizada que hace parecer salutíferas las humaredas del Circuito Interior en hora pico de día de quincena. Antier --domingo--, las calles defeñas, escasas de tránsito y con las fábricas cerradas, se ahogaban en los humos campestres procedentes de Guatemala y Chiapas. Los incendios de Morelos y Durango han cubierto de gases ciudades del sur de Estados Unidos. Las nieblas malignas de los bosques de Hidalgo se posan sobre las zonas industriales de Ecatepec y Tlalnepantla. Los carburadores e inyectores de los coches tosen y se atragantan en medio de la humareda que viene de los campos.
Se ha trastocado el orden tradicional de los factores contaminantes y esta catástrofe ambiental, la más grave en muchas décadas, no proviene de una refinería reventada, de una central nuclear fuera de control o de una aglomeración de coches, sino de una chimenea en la que se consumen cientos de miles de toneladas de sustancia orgánica y certificadamente biodegradable. A lo que puede verse --que no es mucho, dada la densidad de la humazón-- la coyuntura es demasiado grave como para proponer moralejas. Pero en medio del calor sofocante y de la irritación de ojos, nariz y garganta, quienes amamos las aglomeraciones de asfalto percibimos ahora que el campo ya no es sólo ese sitio donde los pollos corren crudos, sino también un foco insalubre de infición que amenaza nuestras ciudades. Los humos ahí están, pero el vernos reivindicados de esa manera insospechada y alarmante no significará que se nos suban a la cabeza ni que nos pongamos a cantar ``lero, lero''. Por el contrario, invitaremos a nuestros amigos y parientes que viven en el campo a que nos visiten en las urbes, en las cuales, por hoy, es posible respirar un aire un poco menos contaminado.