Ugo Pipitone
Indonesia-América Latina

Ahora que Suharto se ha ido y deja libre a su país de entenderse a sí mismo sin el estorbo de ficciones cortesanas y carismas grotescos, llega el momento de hacer el balance de los desastres acumulados. Tiempo para medir las consecuencias dejadas por décadas de latrocinios, corrupción institucional, modernidad frívola, redes asfixiantes de clientelismo, incompetencias encubiertas de retórica nacionalista, manipulación institucional de las ignorancias colectivas. Suharto devuelve a la nación el estado que recibió hace tres décadas convertido en una ruina. El instrumento central de la convivencia de la nación transformado en una casa de juego para poderosos, aventureros, traficantes y granujas.

El sueño de la razón crea monstruos, decía Goya. Lo cual es indiscutible, pero es parcial: crea también hipotecas sobre el futuro; locuras y distorsiones cuyas consecuencias permanecen por mucho tiempo. La razón que se despierta nuevamente, después de años o décadas de sueño, como en el caso de Indonesia, está obligada a moverse entre los residuos persistentes de los delirios del pasado. Suharto deja detrás de sí problemas de reconstrucción de las instituciones y de la economía que, con suerte, podrán enfrentarse exitosamente sólo a lo largo de varias décadas por venir.

¿Está mejor América Latina en este fin de siglo? Tal vez sí, tal vez no. Pero si uno proyecta la mirada al siglo que viene pensando en los desastres acumulados en el presente, las perspectivas son ominosas. Metrópolis gigantescas convertidas en hoyos negros presupuestales y en laboratorios químicos de rencores sociales, delincuencia y fanatismos, con una infinita posibilidad de combinaciones recíprocas; pequeñas y medianas ciudades que alguna vez fueron joyas arquitectónicas y posibles anuncios de una vida urbana en dimensiones humanas convertidas en zonas de devastación ecológica, estética, urbanística y civil.

En gran parte de América Latina los desastres heredados por este siglo no son simplemente el producto de una evolución inclemente de la modernidad. Son, en gran medida, el resultado del fracaso histórico de muchos gobiernos en enfrentar los gigantescos problemas rurales heredados desde el periodo colonial. La bola de nieve siguió creciendo con el tiempo hasta llegar a un presente urbano que, producto de desastres previos, anuncia nuevos infortunios para el futuro.

Y lo más inquietante es que, en un espectáculo incomprensible de irracionalidad persistente, la gran mayoría de los gobiernos latinoamericanos sigue sin entender el origen rural de las catástrofes sociales y económicas del presente. Los gobiernos se ocupan de libre comercio, de atraer inversiones foráneas, etcétera. O sea: lo importante, como casi siempre, expulsado de la atención, por lo urgente. Evidentemente hay cosas cuya obviedad las vuelve incomprensibles. Como los pobres, que a fuerza de verlos se vuelven invisibles. ¿Es tan difícil entender que el fracaso de las políticas agrarias de este siglo produjo en América Latina procesos caóticos de urbanización salvaje, dependencia alimentaria, economías regionales desestructuradas, deficiencia crónica de ahorros, saqueos ecológicos sistemáticos y fenómenos cada vez más extendidos de delincuencia urbana que rompen el tejido mínimo de sociabilidad civil, además de oleajes recurrentes de iras, rencores sociales, milenarismos y fanatismos políticos de todo tipo? ¿Es tan difícil entenderlo? Evidentemente sí. Y así, como en el caso de Indonesia, los desastres del pasado se convierten en hipotecas para el futuro.

En América Latina, cualquiera que haya sido el régimen político, los fracasos rurales han terminado por convertirse en desastres urbanos y nacionales. Suponer que pueda construirse alguna forma sólida de democracia en circunstancias de este tipo es una ilusión heroica o, más probablemente, un engaño. Y el problema es que sin democracia los Suhartos están siempre a la vuelta de la esquina, con todas las consecuencias que ya sabemos.