Parece que al presidente Zedillo le ha sido difícil asimilar una composición del Congreso en la que su partido no está ya en condiciones de imponer su voluntad para validar cualquier proyecto de ley o decreto procedente del Ejecutivo, sin más trámites legislativos que los estrictamente indispensables para dar la impresión de que funciona la división de poderes. Esa composición, pese a que es todavía insuficientemente decisiva para los partidos opositores, obliga ya al examen cuidadoso de las propuestas, lo que aparece como un molesto desafío. El Presidente venía mostrando su irritación con la negativa a reunirse personal y oficialmente con los representantes de la actual legislatura.
Lo ha hecho, finalmente, y ello facilitó la elaboración de una agenda legislativa cuyos puntos sobresalientes son la dictaminación de la iniciativa en que se propone la conversión de los pasivos del Fondo Bancario de Protección al Ahorro (Fobaproa) en deuda pública, así como las reformas sobre derechos y cultura indígenas.
Es explicable que el presidente Zedillo tenga mucha prisa en relación con esos dos temas. Tan explicable como que los legisladores estén obligados a obrar con pleno conocimiento de lo que están haciendo y sin ninguna ligereza. En el primer caso es muy posible que lo que esté en juego con el incremento de la deuda pública sea el recorte del gasto social y el empobrecimiento todavía mayor de millones de mexicanos, enteramente ajenos a las maquinaciones y fraudes relacionados con un fideicomiso que acabó siendo para la protección de los banqueros. En el segundo caso está de por medio nada menos que la paz pública, porque podría desaprovecharse la oportunidad histórica de reconocer, sin trampas, la cultura y los derechos de los indígenas, para reanudar un diálogo sano y bien cimentado.
Es claro, así, que los legisladores, incluidos los del PRI, tienen que pensarlo mucho y muy despacio, en términos de sus propias responsabilidades, antes que limitarse a complacer al Ejecutivo en cuanto a tiempos y rutas de dictamen.
Porque aun reconociendo que las operaciones financieras del tipo de las que acabaron con el Fobaproa son complejas (y presentadas con un lenguaje más complejo aún), el gobierno tiene que explicar llanamente, de modo que lo entendamos todos, con qué criterios decidió el rescate bancario, caso por caso, y cómo fue que no pudo evitar fraudes millonarios como los de Cabal Peniche y Angel Rodríguez. Tal explicación ganaría en credibilidad y contundencia si se sustentara en los resultados de unas auditorías que, de paso, para ser satisfactorias y confiables deberán tener la amplitud y profundidad que se requiera; si no, servirán sólo para encubrir una colosal operación de lavado de dinero por parte del Congreso. Además, ¿no hay otras formas de recuperar los recursos financieros que se esfumaron? ¿Todo debe quedar en borrón y cuenta nueva para los cada vez más desconfiables señores del dinero? ¿Acaso no es posible fincar responsabilidades más allá de lo hecho, que es bien poco, con los delincuentes mencionados?
Por lo que toca a la ley indígena, el problema es bastante menos complicado que el del sistema financiero. Se trata sólo de recordar una propuesta elaborada por un grupo de legisladores a petición de los interlocutores de San Andrés y razonablemente fiel a los acuerdos alcanzados y firmados en esa población. Desde luego, es la propuesta de la Cocopa. Digamos francamente que los temores y las dudas que llevaron al presidente Zedillo a la retractación y a elaborar una reductiva propuesta que sobrevuela el proceso de pacificación no convencen a nadie que tenga sesos y buena fe. Se diría que estamos ante una extraña obsesión, peligrosa y ya de muy alto costo en vidas, despojos impunes y angustias para los indígenas chiapanecos.