MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
La promesa del alba
Amelia siente arder la almohada bajo su cabeza. Le gustaría levantarse, abrir la ventana y aspirar hondo. Pero ¿qué?, ¿ese aire viciado de partículas y malos olores? Para colmo, no sube de la calle un rumor que la distraiga de sus reflexiones. En el intento de sortearlas, recuerda el consejo que su madre le dio hace muchos años, antes de que ella y Alfonso partieran a su luna de miel: ``Si quieres que tu marido te respete no olvides que, pase lo que pase, tú eres una señora''.
Desde el principio de su matrimonio esas palabras se convirtieron en una muralla. Amelia jamás ha podido superarla, ni siquiera en momentos como éste, cuando Alfonso le pregunta por segunda ocasión si está dormida. Quisiera responderle que se deje de falsas cortesías: ¿De cuándo acá le interesa si duerme o no?
En los últimos tiempos van a la cama sin que él le diga siquiera buenas noches. Antes al menos confesaba: ``Tuve un día pesadísimo. ¿No te molesta si lo dejamos para mañana?'' A fin de tranquilizarlo, Amelia decía que eso era menos importante que sentirlo cerca. La abochorna reconocer que ahora opina lo contrario. Sonrojada, se pregunta cuánto tiempo lleva su esposo sin hacerle el amor.
La respuesta es automática: desde que Jessica, su hija recién casada, los invitó a la inauguración de su dúplex. Durante la cena ella y Alfonso estuvieron mirándose; después, en el carro, se dijeron mil cosas. Amelia fue tan atrevida que Alfonso sintió el deseo de pasarle el índice por los labios mientras ella repetía frases que no se atreve a recordar.
Por tercera ocasión Amelia escucha a Alfonso -``Mi vida, ¿ya te dormiste?''- y se muerde los labios para no preguntarle qué demonios es toda esa farsa que la tiene sumida en el infierno desde el jueves. Aquella noche, apenas se fueron a la cama, su marido le preguntó si estaba despierta. Su instinto femenino le aconsejó responder con un murmullo que era sobre todo una invitación.
Alfonso no pareció entenderlo así. Amelia se pasó la noche frustrada y atando cabos hasta que reconoció: ``Algo le está pasando a mi marido''. Para saberlo, decidió reconstruir el jueves.
Por la noche llegó a visitarlos Rubén, el amigo íntimo de Alfonso. Aunque lo estima, ella lo considera una mala influencia desde que se divorció; sin embargo, oculta sus sentimientos tras una cortesía excesiva.
Contra sus hábitos, Rubén apareció sin anunciarse: ``Salí temprano del laboratorio y al ver la luz prendida dije: a ver si aquellos me invitan una cuba''. Apenas bebió un trago, le pidió a Alfonso que lo acompañara a revisar su coche: ``Está tirando aceite''.
Tardaron en volver más de una hora. En todo ese tiempo Amelia se asomó varias veces a la ventana y los vio abstraídos en su conversación. Más tarde, cuando despidieron al visitante, Amelia quiso saber: ``¿Qué tanto hablaban tú y Rubén?'', ``Cosas'', respondió Alfonso con expresión enigmática. Amelia no pudo menos que insistir: ``¿No me digas que anda queriendo volver con Gloria?''
Alfonso levantó los hombros y se dirigió al baño silbando su canción predilecta: Mi cielo azul. Ya en la cama, Amelia sintió el impulso de retomar el interrogatorio, pero se lo impidió la muralla: ``Pase lo que pase tienes que comportarte como una señora''.
Amelia lamenta no haberle preguntado a su madre si estaba obligada a permanecer fiel a ese principio ante ciertas evidencias, preocupantes hasta para una señora. Ella tiene varias: Alfonso lleva meses sin tocarla, apenas vuelve del trabajo se confiesa muerto de cansancio. Para colmo, desde el jueves, se pasa el tiempo silbando Mi cielo azul. Apenas se acuestan, le pregunta si duerme. Ella no responde, pero se mantiene al acecho cuando oye que su marido se levanta, se dirige a la sala, marca un número sin encender la luz -``¡lo tiene memorizado!''- y murmura frases de las que Amelia apenas ha conseguido atrapar algunas palabras sueltas -``prometiste'', ``espera'', ``cuándo''- que la tienen crucificada en la sospecha.
Podría salir de ese infierno preguntándole con quién habla, por qué espera a que ella esté dormida para hacerlo. Como esposa la asiste el derecho, pero en calidad de señora no puede rebajarse a pedir explicaciones ni desentenderse de sus deberes. En las mañanas sigue actuando como si nada: se baña, despierta a Alfonso y desde la cocina lo escucha silbar su canción preferida.
Esa tonadita, que ha acabado por convertirse en otro motivo de tortura, redobla sus temores; sin embargo, lo oculta y sólo se atreve a tender trampas en las que Alfonso jamás cae: ``Te levantaste muy contento'', ``me gusta verte tan alegre'', ``hacía años que no silbabas...'' El se limita a sonreírle y cuando se despide le deja en la frente un beso con olor a dentífrico. A cambio, ella lo bendice como si estuviera tocada por la gracia de Dios. Eso también es mentira.
Amelia siente la sábana empapada de sudor. Le gustaría al menos cambiar de posición, pero no lo hace porque espera que ocurra lo que ha venido sucediendo las últimas noches: Alfonso se levantará y hablará por teléfono sin encender la luz -con la diferencia de que hoy está dispuesta a olvidarse de que es una señora para convertirse en una mujer capaz de pelear por su hombre.
Cuando Alfonso se escurre hasta la sala, Amelia se acomoda en la almohada en espera del momento adecuado para levantarse y agazaparse tras la puerta. Desde allí al fin oirá la conversación de su marido con la otra, de seguro mucho más joven, más alta, más satisfecha, mejor formada que ella.
Amelia se levanta y contiene la respiración. Antes de llegar a la puerta escucha lo que no esperaba oír: ``Rubén, ¿qué pasó? Desde el otro día me dejaste todo alborotado. ¿Quieres volverme loco? Si ya te arrepentiste... Pretextos. ¿No? Entonces ¿qué te lo impide? Estás solo... Muy bien, asumo los riesgos. ¿Que lo piense? No puedo. Te lo dije la otra noche: estoy desesperado. Compréndeme. No, no lo entiendes: eres más joven. Tres años es mucho tiempo. ¿Cómo? No, nada. Amelia no tiene por qué saberlo. ¿Entiendes la razón? Hay cosas que sólo otro hombre... Entonces ¿mañana sin falta? Y si no puedes, háblame por teléfono''.
Amelia oye que Alfonso cuelga. El impacto de lo que escuchó la tiene inmovilizada, mirando desde la oscuridad cómo su esposo se tiende sigilosamente en la cama mientras ella se quema en el infierno de la verdad que nunca siquiera imaginó. Reconocerlo desata su furia y sin pensarlo se arroja sobre Alfonso y lo golpea con los puños. Por huir del castigo Alfonso rueda y cae al suelo. Amelia vuelve a arrojarse sobre su esposo pero no consigue golpearlo porque él se lo impide tomándola por las muñecas: ``¿Qué te pasa? ¿Por qué me haces esto?''
Amelia abre los ojos y aspira con la angustia de un pez fuera del agua. ``¿Qué te pasa, por Dios, respóndeme?'', suplica Alfonso, a punto de golpearle el rostro a su mujer para librarla del ataque de nervios. Al cabo de unos segundos oye un gemido largo y después la voz ronca de Amelia: ``Un hombre, tu amante... No niegues, te oí suplicarle hace un minuto, como ayer, como antier... Es Rubén. Mientras estoy sola en la cama tú le hablas por teléfono, le suplicas. ¿Te das cuenta? Le suplicas a un hombre...''
Ahora es Alfonso quien tiene la expresión de un pez fuera del agua y la conserva hasta que encuentra palabras con qué explicarlo todo: ``Sí, le he suplicado muchas veces que me consiga las pastillas en el laboratorio. Las necesito. Sabes por qué o quieres que te lo diga''. Estremecido por el llanto, Alfonso se acerca a su mujer, la toma por los hombros y la sacude mientras grita: ``¡Es por ti, necesito hacerte el amor otra vez. Aunque la pastilla me haga daño, aunque todo me lo vuelva azul, aunque me muera..!''