La Jornada Semanal, 31 de mayo de 1998
Este ensayo de Annunziata Rossi ilumina una de las facetas esenciales de la obra de Pirandello, su narrativa. La trilogía formada por El difunto Matías Pascal, los Cuadernos de Serafino Gubbio y Uno, ninguno y cien mil constituye el centro de este minucioso análisis. La maestra Rossi concluye que la definición de Pirandello sobre su teatro: ``un gran dolor que razona'', puede aplicarse también a su obra narrativa.
Luigi Pirandello inicia su obra como narrador antes de dedicarse al teatro que lo absorbió definitivamente y que le dio un éxito que puso en segundo plano su obra narrativa, que sin embargo es grande, y sin que nunca abandonara el deseo de regresar a la narrativa que él sentía como su verdadera vocación. Su punto de partida es Sicilia (de la que, dice Sciascia, dio ``la representación más profunda y verdadera''). Las tramas de sus obras, extravagantes y paradójicas, pueden parecer inverosímiles a quien no conoce a los sicilianos; nacen, sin embargo, de situaciones reales. Sus personajes nacen también en Sicilia. Pirandello no los elige, los toma al azar, como le salen al encuentro, así como un pescador con su red. Son provincianos de la pequeña burguesía, campeones de aquella ``onomástica siciliana'' (Alcozér, Bobbio...) que se puede encontrar, como dice Leonardo Sciascia (Alfabeto pirandelliano, Ediciones El Milagro, 1997), en el directorio telefónico de la provincia de Agrigento, donde nació Pirandello, precisamente en la villa paterna de Caos, nombre casi emblemático de su obra futura. Pirandello los encuentra en el momento en que la explosión de un acontecimiento imprevisto, casi siempre grotesco -en el sentido de Jan Kott: lo que un día fue trágico, hoy es grotesco-, rompe la tranquilidad aparente de su modesta y rutinaria existencia y siembra el caos en su vida, hundiéndolos en una dimensión diferente, hasta entonces inadvertida o mantenida secreta. Es cuando los protagonistas se dan cuenta de tener un alma diversa a la que normalmente se atribuían. Nace así el conflicto que los enfrenta a la inquietante pregunta: ¿quién soy?, pregunta a la cual es imposible responder, ya que el hombre es uno, ninguno y cien mil. En su reseña del Placer de la honestidad, Antonio Gramsci -crítico teatral del Avanti! de 1916 a 1920- dice que las comedias de Pirandello son otras tantas bombas de mano que explotan en el cerebro de los espectadores y producen derrumbes de banalidades, ruinas de sentimientos y de pensamiento, imágenes de vida que se salen de los esquemas acostumbrados de la tradición.
La obra narrativa de Pirandello pasó casi inadvertida hasta la primera posguerra, cuando el revuelo que causó el escritor con su teatro, y la irrupción de las corrientes filosóficas irracionalistas, orientaron el interés hacia ella, ofuscando en parte, como ya se dijo, la obra del narrador. Sciascia explica la razón de ese silencio con el hecho de que Pirandello presintió una realidad de la que las sociedades europeas tomaron conciencia sólo después de la primera guerra, que hizo tabla rasa de la Europa de preguerra. ``En una Europa tranquila, cómoda'', dice Sciascia, ``sacudida apenas por unos cuantos escalofríos sociales, toda emocionada por descubrimientos arqueológicos y jubileos regios, Pirandello entrevé la feroz y grotesca máscara de un mundo convulsionado, enloquecido''; el éxito llega ``cuando los hombres que regresan de la guerra advierten con terror el disolverse de su identidad, la trágica desintegración del yo, el loco juego de espejos alrededor de su individualidad mutilada''.
De la vasta producción narrativa de Pirandello, Sciascia (quien a su coterráneo ha dedicado, además del Alfabeto pirandelliano -publicado en 1997 por Ediciones El Milagro-, Pirandello e la Sicilia y Pirandello e il pirandellismo) prefiere la narrativa corta, reunida en los Cuentos para un año. De las novelas, la que en su opinión se salva es Giustino Roncella nato Baggiolo, sobre la que da, además, un juicio restrictivo: ``Novela en muchos aspectos fallida, en la que, sin embargo, Pirandello estuvo más que en ninguna otra cercano a la perfección.'' En realidad Giustino Roncella quedó inacabada por la muerte de su autor, y entre la primera y la segunda parte hay un desequilibrio del que Pirandello tuvo conciencia. Muchos son los críticos que, justamente, discrepan de Sciascia porque, si los relatos de Pirandello son espléndidos, las novelas no lo son menos. El difunto Matías Pascal, los Cuadernos de Serafino Gubbio y Uno, ninguno y cien mil constituyen una trilogía alrededor del tema de la identidad de innegable valor artístico y cultural.
Con El difunto Matías Pascal, de 1904, empieza la crisis de identidad, la disolución histórica del personaje, que es el tema obsesivo de la obra narrativa y teatral del escritor de Agrigento. Pirandello enfrenta con más de medio siglo de anticipación el problema de la identidad que, no por haberse puesto de moda, deja de ser un problema menos angustioso; ``nuevo mal del siglo'' lo llama en 1977 Lévi-Strauss, para quien la crisis de identidad ``se produce cuando se hunden hábitos seculares, desaparecen modos de vida y se evaporan las viejas solidaridades''. Una crisis que se acompaña con el problema de la diferencia, de la alteridad, que sin duda es complementaria y hasta constitutiva de la primera, porque no puede haber, como no la hay en Pirandello, una sin otra.
La novela empieza así: ``Una de las cosas que yo sabía verdaderamente era que yo me llamaba Matías Pascal.'' Hay que observar que Pascal no es un apellido de la onomástica siciliana. Leonardo Sciascia, gran admirador de Blaise Pascal, revela, y creo que ha sido el único en hacerlo, que Matías repite, diluyéndolo a lo largo de su narración, un pensamiento del escritor francés: ``Yo no sé por qué vine al mundo ni cómo, ni lo que es el mundo, ni lo que soy yo mismo. Y si corro a investigarlo, regreso confundido por una ignorancia siempre más espantosa...'' ¿Se trata de una reminiscencia involuntaria de la lectura de Pascal, o hay una referencia precisa al pensador francés, en un momento en que Pirandello vive una crisis espiritual en la que llega a acariciar la idea de la fuga y del suicidio? A la cita que hace Sciascia, se pueden añadir otras del mismo Difunto Matías Pascal que prueban cómo la referencia de Pirandello a Blaise Pascal (a quien cita de manera explícita en uno de sus cuentos, ``Sopra e Sotto'', donde la visión trágica pascaliana es el motivo de la violenta discusión entre los dos protagonistas) ha sido intencional. Al inicio de su narración, Matías repite a cada instante, como un estribillo: ``¡Maldito sea Copérnico!'' A don Eligio, que le pregunta qué tiene que ver Copérnico, Matías contesta:
Sí que tiene que ver. Copérnico ha arruinado
irremediablemente a la humanidad. Antes de Copérnico la gente no sabía
que la Tierra giraba, y era como si no girara. Nosotros nos hemos
acostumbrado poco a poquito a la nueva concepción de nuestra infinita
pequeñez, y a considerarnos menos que nada en el universo, con todos
nuestros bellos descubrimientos e invenciones...
Y Matías concluye con humor que la humanidad está reducida a unos millares de gusanitos curtidos por el sol.
Es claro que Pirandello ve el inicio del proceso de desintegración individual en el heliocentrismo copernicano, en la transición ``del mundo cerrado al universo infinito'' que destronó al hombre de su posición privilegiada, provocando una crisis de identidad que se manifiesta a partir del barroco, es decir, cuando el hombre percibe con azoramiento la impermanencia, la mutabilidad, la oscilación de las cosas entre el ser y la nada. Y fue precisamente Pascal el primero en registrar esa crisis de cambio: ante el espacio infinito, el pensador francés experimentó vértigo, miedo, soledad, sentimientos que están en la base de su concepción pesimista del hombre y del mundo. Hay que considerar, además, que cuando Matías repite: ``¡Maldito sea Copérnico!'' han pasado ya otras dos revoluciones: la darwiniana y la freudiana, que han empobrecido aún más la imagen del hombre y la han convertido en un ``átomo infinitesimal'' dentro de un mundo sin Dios.
Matías Pascal, que narra en primera persona su ``caso'', es uno de los tantos muertos-vivos de la literatura que hallan su alter ego en la realidad (los encontramos a menudo en la crónica de los diarios, la mayoría desaparecidos para siempre). Caído en la trampa de un matrimonio oprimente, se le ofrece la ocasión de desaparecer. Con un dinero que le llueve del cielo, parte sin avisar y llega a Montecarlo, donde juega y gana una fortuna. Cuando está por regresar lee en un periódico la noticia de su suicidio: el cadáver encontrado en la presa del molino de su pueblo ha sido reconocido como el suyo. Decide desaparecer definitivamente. Libre de la identidad de Matías Pascal, dueño de una plena disponibilidad -palabra clave de la narrativa de nuestro siglo-, está en condición de construirse una nueva existencia más acorde con su ser íntimo. Sin embargo, después de una ilusoria intención de cambio -``me hubiera gustado que no sólo exteriormente sino también en lo íntimo no quedara en mí ningún rasgo de él [su viejo yo]''-, Matías es incapaz de abrirse a esa metamorfosis que se había propuesto. En su nueva vida, bajo el nombre de Adriano Meis, no resiste a las presiones de la identidad externa y termina simulando el suicidio de Adriano para reencarnarse en Matías Pascal. El hecho es que Matías es, en esencia, un burgués, respetuoso de los valores burgueses, que aspira sólo a una vida normal, de afectos familiares auténticos, de manera explícita. Así, después de la ilusoria evasión de su pequeño y mezquino mundo, el viaje que hubiera podido ser iniciático, de encuentro con su verdadero ser, concluye en un paréntesis que deja a Matías prácticamente igual que antes; armado, esto sí, de un humorismo que le hace aceptar su fracaso. De hecho, Matías se presta al juego y hasta llega a deleitarse del drama que vive. Cuando apareció la novela, Benedetto Croce comentó con sarcasmo que era un drama de ``registro civil''. Dicho sin sarcasmo, eso es la novela, un amargo drama de registro civil, de la imposibilidad de vivir una vida normal fuera de las leyes establecidas. Con El difunto Matías Pascal inicia el camino que llevará a los protagonistas pirandellianos a la conciencia de que toda rebeldía está destinada al fracaso, porque el ser humano vive en una sociedad que, en cuanto tal, es tiránica y opresiva, a cuyas leyes y costumbres nadie puede sustraerse, a menos que se exilie de la vida. La tesis pirandelliana es la misma de Freud, a quien no conoció Pirandello (muy interesado por cierto en la psicología; entreÊsus lecturas: Les altérations de la personnalité de Alfred Binet que leía y releía). La sociedad es en esencia ineludiblemente represiva, y el individuo en esencia autorrepresivo. La conciencia individual, ``por su naturaleza abierta a los demás'' y ``necesitada de los demás'', dice el escritor, no puede coincidir con la social, por eso la relación es ilusoria, conflictual, mediada como está por la ``máscara'' con la que nos presentamos a los demás, que es falsa pero ineluctable y que condena al ser humano a un desdoblamiento perenne. Cuando la máscara, tras un hecho imprevisto, cae y la ``criatura'' queda al desnudo, empieza la rebeldía, inútil pero necesaria para desenmascarar la ilusión, en cuanto conduce a la conciencia de que rebelarse lleva al fracaso, pero también a la catarsis. La rebeldía puede ser efectiva sólo si el ser humano se aleja de la sociedad, como hará el último protagonista de Pirandello o, en la vida real, otro siciliano de carne y hueso: el físico Ettore Majorana, gran lector de Shakespeare y de Pirandello, del que amó sobre todo El difunto Matías Pascal. Es más que probable que, como dice Sciascia, la novela le haya sugerido la manera de desaparecer sin dejar rastro (nunca más se supo de él, no obstante la búsqueda del gobierno italiano interesado en su reaparición). Pero la decisión del físico obedeció a un imperativo ético (lo que le faltó a Matías): el de sustraerse a una ciencia de la destrucción, como sugiere la correspondencia con sus familiares después de su encuentro en Alemania con Eisenberg.
Después de El difunto Matías Pascal, siguen los Cuadernos de Serafino Gubbio de 1915. Sobre esta novela Sciascia calla. Sin embargo, los Cuadernos son un paso obligado para llegar a las conclusiones de Uno, ninguno y cien mil. Si Matías Pascal ha sido incapaz de ver aquel altro da sé, Serafino Gubbio -él también narrador en primera persona- declara desde el principio que ``c' un oltre in tutte le cose'' (hay un más allá en todas las cosas) y lo busca. Este oltre no es, como podría suponerse, un más allá metafísico o externo al individuo, sino más bien el otro que está dentro de uno, relegado y condenado al silencio. O también, como dice Serafino Gubbio, el ``ser íntimo, condenado a menudo a ocultársenos por toda la vida''. Una de las protagonistas de los Cuadernos, la actriz Varia Nestoroff -que recuerda, como otras protagonistas pirandellianas, a las heroínas obsesas de Dostoievski-, queda pasmada, estremecida, frente a su propia imagen en la pantalla; ve a una que es ella, pero que no conoce. Quisiera no reconocerse en ella, sino por lo menos conocerla; es evidente que percibe en esa imagen el lado tenebroso, oscuro, de su ser.
Lo que es el oltre inexplicable pueden ayudarnos a entender los Dialoghi tra il Gran Mé e il piccolo mé, otro texto de Pirandello, donde el piccolo mé -esa conciencia normal, esas ideas acomodadas, ese sentimiento burgués de la vida- es una simple astucia que nos ayuda a vivir, y el Gran Mé es el otro al que el hombre no puede enfrentar sin arriesgarse a la muerte, al suicidio o a la locura. Así, los personajes pirandellianos, divididos entre el impulso hacia la transformación y la incapacidad de lograrla, viven un desdoblamiento que los hace infelices. En fin, el narrador Serafino Gubbio indica, sin que lo formule claramente, el desequilibrio entre consciente e inconsciente. Ese ``Dios terrible'' del que habla Serafino -diabolus esconditus es la irónica paráfrasis que utiliza Giacomo Debenedetti, uno de los críticos más inteligentes de Pirandello- irrumpe en los dominios visibles del yo, trastornando la fisonomía de sus protagonistas, deformándola en sentido expresionista. De hecho, todos los personajes pirandellianos son caricaturescos, feos, llenos de tics, desagradables: máscaras que ocultan una conciencia infeliz. Su deformación es la manifestación física de un desequilibrio interno, de una tara moral, de una sorda infelicidad interior, que se manifiestan en la fealdad o en la asimetría de los rostros (Matías Pascal es estrábico y no tiene mentón, lo cual oculta tras la barba). La metamorfosis negada -las ``tantas vidas muertas'' que el ser humano alberga- se venga en la fealdad de los rostros, de la misma manera que en Elias Canetti la metamorfosis reprimida, atrofiada, sobrevive en la mímica.
En los Cuadernos de Serafino Gubbio el problema de la identidad-alteridad se entrelaza con la crítica despiadada da la máquina, ese ``monstruo'' que devora el alma del ser humano y mecaniza la vida; ``nueva divinidad'' que de instrumento de liberación se ha vuelto instrumento de esclavitud y con el tiempo sustituirá a la humanidad.
Doble enajenación, pues, para el ser humano: la máscara y la máquina. Siempre por boca de su protagonista Gubbio -técnico de cine que termina reduciéndose a ``una mano que hace girar una palanca''- Pirandello amplía su crítica al cine que él aborrecía, a sus mecanismos, subrayando el extrañamiento del actor que, al contrario del actor de teatro que representa en la escena ante su público, está obligado a representar ante la enajenante maquinaria cinematográfica. Veinte años después, Walter Benjamin retoma, en La obra de arte en la época de su reproducción técnica (1936), la crítica de Pirandello y la hace suya, citando largos párrafos de la novela. La actuación del actor de cine, comenta Benjamin en apoyo al escritor de Agrigento, ``no es unitaria, sino que se compone de muchas ejecuciones'', ya que ``las necesidades de la maquinaria desmenuzan la actuación del artista en una serie de episodios montables'', provocando ``el extrañamiento frente al mecanismo que es de todas todas tal y como lo describe Pirandello, de la misma índole que el que siente el hombre ante su aparición en el espejo''. El espejo, otra obsesión pirandelliana...
Uno, ninguno y cien mil concluye aquel proceso de desintegración individual que había empezado con El difunto Matías Pascal. Publicada en 1925, iniciada diez años antes, es la novela que, como dice su autor, ``llega a las conclusiones más extremas, a las consecuencias más lejanas''. Pirandello tuvo la idea de la novela en 1908. La inició pocos años después, sometiéndola a cambios frecuentes que, como él dice, le costaron enorme fatiga. La publicó finalmente en 1925. Mientras, publicaba cuentos y llevaba a la escena varios dramas; entre ellos, Seis personajes en busca de autor y Enrique IV. El escritor lamentó siempre haberla publicado ``a destiempo'', porque en ella ``hay la síntesis completa de todo lo que hice y de lo que haré'': ``hubiera tenido que ser el premio de mi producción teatral y será, al contrario, su epílogo''.
En Uno, ninguno y cien mil la visión trágica pirandelliana se configura como la ineludible separación entre la criatura sacrificada y la ``máscara'', con la que nos presentamos ante los demás; una separación que se traduce en soledad, ya que separa a la criatura de los demás que de ella ven sólo la máscara; y viceversa, ya que los demás son otras tantas máscaras. De aquí el significativo título que da Pirandello a su teatro: Máscaras Desnudas. La vida es un juego de máscaras, un juego de representaciones en el que los seres humanos son actores a sabiendas o no, y actúan un papel que nada o muy poco tiene que ver con la verdad de su yo, que además es un enigma para uno mismo. La máscara es el instrumento, la metáfora necesaria que encubre la tragedia de lo real. Bajo la máscara, el yo reprimido, infeliz: el hombre neurótico.
La única verdad es para Pirandello la del arte, superior a la vida que es pura ilusión: ``Todo lo que vive, por el mismo hecho de que vive, tiene forma y por eso mismo muere; excepto la obra de arte que, en cuanto forma inmutable, vive para siempre.'' Viene al caso aquí referir una anécdota real y humorística que confirma la posición de Pirandello. Un senador de carne y hueso tiene el mismo apellido del personaje negativo de una comedia del escritor. Un importante político le pide al escritor cambiar aquel nombre, para evitar malentendidos. Pirandello contesta: ``¿Por qué? Mi personaje es una criatura de arte, existe; el de ustedes en la vida no cuenta nada, no existe. ¿Cómo quieren que un personaje ceda el paso a uno inexistente? Si ese nombre fastidia a su senador, que se cambie de nombre él.''
La obra de Pirandello está impregnada de humorismo, núcleo central de todo su arte. Su visión trágica está mediada por un humorismo que subraya de manera paradójica las contradicciones y las absurdidades de la vida, los aspectos dolorosos de la felicidad y los lados risibles del dolor (``hilaris in tristitia et tristis in hilaritate'', había dicho de sí Giordano Bruno, a quien Pirandello cita en su Humorismo). El humorismo trágico pirandelliano va más allá, nace del ``sentimiento de lo contrario'', de la desproporción entre una situación real, objetiva, y una condición individual opuesta; una desproporción entre la vida real y el ideal humano o la convicción humana: lo que se es y lo que se cree ser o se quisiera ser. En este sentido, dice Pirandello que Copérnico ha sido sin saberlo el primer gran humorista moderno.
A lo largo de su última novela, Pirandello retoma los temas anteriores: la angustia de la relatividad, de la identidad imposible, del juego entre el parecer y el ser, entre la criatura y la máscara, entre la realidad y la ficción que se imbrican de tal manera que es difícil discernir los límites que las separan: de allí la imposibilidad de conocer la realidad tras la apariencia. La múltiple personalidad de los seres humanos, que presupondría el libre desplegarse de las fuerzas vitales en una continua metamorfosis, en un sentido cercano al que le dará Elias Canetti, es impedida por el trágico conflicto inmanente entre la Vida que se mueve y cambia y la Forma determinada por las normas, leyes, costumbres de una sociedad sin contenidos vitales, etcétera, que la inmoviliza en una identidad fija. Y la coerción a una identidad fija lleva al desdoblamiento del ser humano -en cuanto intimidad y en cuanto término de relación social- hasta la neurosis, la esquizofrenia o el suicidio. Pirandello se debate entre dos alternativas que se excluyen. Su problema es todavía el del romanticismo: contraste entre Vida -movimiento y contenidos vitales, cambio- y Forma -la ley estática que reduce al hombre a una esclavitud aplastante-; dos polos que el romanticismo no logró conciliar y llevar a un equilibrio ni desde el punto de vista práctico ni desde el metafísico. En su última novela, Pirandello superará la antinomia romántica, disgregándola de raíz.
La dicotomía vida-forma o movimiento-forma (presente en otros escritores) dio motivo en Italia a muchas especulaciones en el terreno filosófico que descuidan los valores poéticos y literarios de la obra pirandelliana: ``un mundo de poesía fue consumido y calcinado hasta el punto de convertirse en filosóficas cenizas''. El mismo Pirandello, cuando se dio cuenta del peligro que encerraba el enfoque filosófico de la crítica, se defendió: ``No soy filósofo. El filósofo piensa el mundo por conceptos y lo razona. Yo no logro verlo y sentirlo más que por imágenes.'' El primero en juzgar la obra de Pirandello desde un punto de vista filosófico fue Adriano Tilgher, quien la encerró en la fórmula vida-forma que según él es el núcleo central de toda la obra del escritor y que dio lugar al pirandellismo.
Finalmente, hay que ver qué significa la antinomia vida-forma en la obra creativa del escritor, y no en sus declaraciones teóricas hechas bajo las influencias de Adriano Tilgher. Hablar de antinomia entre vida y forma parece una contradicción, ya que la vida es un incesante proceso de metamorfosis, un movimiento ``siempre igual y siempre diferente como la perennidad de la corriente en el álveo de un río''; como tal es un proceso, un incesante fluir de forma en forma, y cada forma vive de la muerte de la otra. Pero los seres humanos no siguen ese proceso vital, dice Pirandello, y por eso sufren silenciosos, solos. Encerrados en sí mismos, viven, trabajan enajenados con fines que no les pertenecen y, al final de su vida, se dan cuenta de no haber estado nunca vivos; ven con pánico la forma que les ha sido impuesta. Subyugados por la máscara fija e inmutable con la que tienen que presentarse frente a los demás, y de la que no han podido desvincularse, sienten el dolor de nunca haber tenido una verdadera vida; su vida la han vivido ``entre el ojo siempre abierto e implacable de los otros'' (Sciascia). Ninguno de ellos se reconoce en esa máscara, y todos advierten con pasmo el hervor de una vida distinta, no suya, que hubiera podido ser suya... ``Todos'', dice un personaje pirandelliano, ``desperdiciamos y ahogamos cada día el florecer de quién sabe cuántos gérmenes, cuántas posibilidades que hay en nosotros [...] obligados como estamos a continuas mentiras, a hipocresías.''
De la forma que inexorablemente los inmoviliza, los personajes pirandellianos pueden salvarse en la locura o en la simulación de la locura (Enrique IV), en el suicidio, o en momentos de evasión, como en el caso del protagonista de ``La carriola'' (La carretilla), ilustre jurista y abogado que saborea todos los días, a escondidas y temblando, ``la voluptuosidad de una divina, consciente locura, que por un momento me libera y me venga de todo''. La ``carretilla'', la pirueta a la que el jurista obliga a su vieja perra que lo mira con ojos ``aterrados'', es la manifestación neurótica de la angustia del protagonista. Por un momento, en un ritual que se repite, todos los días y siempre igual, el protagonista transfiere la coerción que le es impuesta y se impone, en ``otro''. Y es la razón misma la que se encarga de ir más allá de sus límites, a una zona de absoluta y necesaria locura: una tentativa grotesca pero terapéutica, defensa contra una realidad insoportable; el único momento de libertad que le permite regresar al ``deber'' que lo oprime. Patología de la vida cotidiana, pero gesto liberador para no caer en la locura permanente.
Así, los personajes pirandellianos se debaten permanentemente entre sentimientos que no saben conciliar: ávidos de vida pero ``desnudos de energía'', nati morti (nacidos muertos), como dice Montale en un poema de esos mismos años. ``¡Evadirse! ¡Transformarse! ¡Volverse otro!'' es un anhelo aniquilado no sólo por la forma, la persona-máscara que, como se dijo, traga el rostro o los mil rostros del hombre, sino por el sentimiento contrario y paralizante: ``¡Ay de mirarse! ¡Conocerse es morir!'' Esa máscara que fija al ser humano en un papel inmutable, aniquilador de su vitalidad, es determinada no sólo por las imposiciones sociales, la respetabilidad y el filisteísmo burgueses, sino por el mismo ser humano que tiende a creerse y hacerse creer distinto de lo que es, a conformarse con el modelo social y cultural de la época histórica en la que vive: un rasgo psicológico que subraya Gramsci al hablar de los personajes pirandellianos. Pirandello analiza esos rasgos psicológicos en el individuo, sin nunca referirlos, como harán Canetti o Sciascia, al PoderÊcomo instrumento de represión de la personalidad individual.
El drama del protagonista de Uno, ninguno y cien mil, Vitangelo Moscarda -¡vaya nombre!-, empieza por un hecho banal: el descubrimiento, mientras está frente al espejo, de que su nariz pende hacia la derecha, un detalle del que nunca se había dado cuenta y que su esposa le señala. La nariz, se sabe, es un tema utilizado frecuentemente en la literatura humorista. Ese hecho tan irrelevante y grotesco hace estallar el drama existencial de Moscarda, y lo pone frente a la pregunta: ¿qué soy para mí y para los demás? Se da cuenta de que él no es uno, sino tantos cuantos son aquellos que lo conocen, según la imagen que cada quien se hace de él. Empieza, a diferencia de Matías Pascal, la desesperada búsqueda de su identidad. Frente al espejo se observa horas para encontrarse, pero sólo se pierde.
El espejo -símbolo sapiencial en muchos contextos históricos y culturales- es una presencia obsesiva en Pirandello. La contemplación de la propia imagen en el espejo es una operación intelectual de autoconocimiento, de confirmación de la propia identidad, operación destinada en Pirandello a la inanidad. Al contemplarnos en el espejo, dice a propósito el escritor Adriano Tilgher, nos contemplamos como si fuéramos otro, nos objetivamos, nos proyectamos hacia afuera. Se podría añadir que, al contemplarse obsesivamente en el espejo, los personajes pirandellianos buscan al otro inaccesible que en ellos está oculto, y que generalmente les inspira miedo (hemos visto con qué terror Varia Nestoroff mira su imagen en la pantalla). En uno de sus estupendos y alucinantes cuentos, ``La jornada'', el protagonista se observa en el espejo y de inmediato tiene la impresión de hundirse en un abismo sin límites. Porque la imagen reflejada es un simulacro, una proyección falaz que revela su corporeidad y su finitud y, por ende, la muerte. El espejo en la obra pirandelliana conserva la misma polaridad que en la antigua Grecia, en los mitos órficos y en la tragedia, donde el conocimiento es, al mismo tiempo, muerte. El frontón del templo de Delfos impone el ``Conócete a ti mismo''; sin embargo, el adivino Tiresias lo contradice cuando anuncia el destino de Narciso: vivirá largos años sólo con la condición de que no se conozca (si el amor de sí, dice el filósofo Franco Rella, es el sentimiento inicial que mueve a Narciso, lo que lo lleva a la muerte es la revelación de su cuerpo, de lo que oculta -su precariedad, su fugacidad, su mortalidad); Dioniso es descuartizado por los titanes mientras se observa en el espejo; la voluntad de saber conduce a Edipo a la oscuridad del vientre materno y a la ceguera. Así, para Pirandello: conocerse es morir, perderse.
Lo mismo le pasa al protagonista de una novela de esos mismos años, Niebla, de Miguel de Unamuno. Augusto Pérez dice: ``Mirándome al espejo, a solas, acabo por dudar de mi propia existencia e imaginarme, viéndome como otro, que soy un sueño, un enteÊde ficción...'' No se puede hablar de influencias entre los dos escritores, ya que ninguno de los dos conoció la obra del otro. El punto de encuentro hay que buscarlo, dice Sciascia, en la ``hispanidad'' de Sicilia, y a través de Don Quijote, al que Pirandello dedica varias páginas de su largo estudio sobre el Humorismo para subrayar la afinidad ente los dos escritores que derivaría de Cervantes: las interferencias entre lo real y lo fantástico, la doble identidad de sus personajes, ``seres reales y al mismo tiempo figuras literarias a merced de la segunda existencia que el autor quiera concederles'', que es el tema de Seis personajes en busca de autor. Sin embargo, hay que buscar también esa afinidad en las inquietudes de su tiempo, de las que tanto Pirandello como Unamuno fueron los geniales anticipadores. Es propio del genio presentir, con la sensibilidad y precisión de un barómetro, lo que está soterrado bajo una superficie de normalidad y que se manifestará sólo más tarde en la conciencia de occidente.
En la vana tentativa por conocerse y liberar su yo de las superestructuras adquiridas, por demoler ``aquel yo que era para los demás'', el protagonista de Uno, ninguno y cien mil se hace la fama de loco y, rechazado por todos, perseguido legalmente por su mujer, termina en un asilo donde sin embargo hallará la paz en la soledad, en la cercanía con la naturaleza. Concluye que si el yo es un yo sólo para los demás, mejor no ser. El ser humano puede lograr su autenticidad sólo al margen de las relaciones humanas, en la soledad y en el contacto con la naturaleza que vive ignorante su eterno fluir, su metamorfosis. Moscarda encuentra la paz en la vida desnuda, en la elementaridad. A diferencia de Matías Pascal, encuentra la libertad fuera del estado civil, en la muerte civil. En este sentido, una vez más Vitangelo Moscarda es hermano del protagonista de Niebla. Augusto Pérez ``sólo a solas se sentía él; sólo a solas podía decirse a sí mismo, tal vez para convencerse: ¡Yo soy yo!''; ante los demás, metido en la muchedumbre atareada o distraída, no se sentía a sí mismo. Augusto concluye que ``la única verdad es el hombre fisiológico, el que no habla y no miente...''. Soledad y silencio para los dos protagonistas. Porque, como Pirandello, Unamuno piensa que ``la palabra, ese producto social, se ha hecho para mentir'' y ``todo lo que es producto social es mentira''. Son mentira las relaciones sociales porque, dice siempre Augusto, ``no hacemos sino representar cada uno su papel''. Mentira la palabra: ``El hombre en cuanto habla miente, y en cuanto se habla a sí mismo se miente.'' Idéntico pesimismo expresa Pirandello en toda su obra. La palabra, dice el escritor siciliano, hecha para unir, en realidad separa. El lenguaje se ha vuelto pura abstracción, no sirve porque las palabras tienen un sentido para uno, un valor ``como son dentro de uno'', mientras que quien las escucha ``las asume inevitablemente con el sentido y el valor que tienen para sí mismo y para el mundo que tiene adentro'' (asimismo, dice otro protagonista, la conciencia es ``los otros dentro de ti''; es decir: la conciencia es una dimensión interpersonal, relacional). Creemos entender y nunca nos entendemos. Canetti, años más tarde, dirá que no hay mayor ilusión que la del lenguaje como medio de comunicación, y que la deformación de la lengua conduce al caos de las figuras separadas. Cada hombre posee una fisonomía lingüística que lo diferencia de los otros hombres, pero esta fisonomía, dice el escritor búlgaro, se ha vuelto una ``máscara acústica'' que señala al hombre dándole sólo la apariencia de una individualidad y una personalidad, de hecho inexistentes. ``Los hombres se hablan pero no se entienden, y el diálogo entre ellos se ha transformado en un monólogo de paranoicos que se vuelve ruido acústico.'' Se podría objetar que estos escritores denuncian la incomunicabilidad del lenguaje valiéndose del mismo lenguaje que ponen en duda. Son escritores que tienen fe en las palabras del arte y de la poesía capaces de ``oír'', percibir y tener acceso a lo que un ser humano es detrás de ellas. Pirandello es uno de ellos: entra en el corazón de los hombres con misericordia, una misericordia embebida de dolor y de risa auténticamente cristiana. De su teatro, el escritor de Agrigento dice que ``es un gran dolor que razona''; y lo mismo puede decirse de su obra narrativa.
A los cincuenta años, Pirandello empezó a escribir para el teatro, y lo que hubiera tenido que ser un breve paréntesis lo absorbió por completo. Teatro y narrativa son dos tipos de comunicación diferente; entre escritura y creación escénica, espectáculo, hay una relación de conflicto: por un lado la preeminencia de la escritura, y por el otro la enajenación del texto del escritor con los espejismos transitorios de la escena, un conflicto del cual Pirandello tiene plena conciencia. Sin embargo, el paso al teatro le fue fácil, porque la teatralidad existía en potencia en su obra narrativa y no podía más que desembocar en el teatro. Pirandello no hizo sino verter los casos, los conflictos, las situaciones, la temática de su narrativa, fundiendo la deformación grotesca con la tensión dramática. Su vitalidad visionaria, su genial capacidad de improvisación, su prodigioso dominio del diálogo, le permitieron encarnar sentimientos e ideas en los personajes de sus dramas.
Antes de llegar a la creación teatral, Pirandello se había interesado en el teatro como lector y espectador, y había sido un apasionado del teatro de marionetas que en Sicilia tiene una larga tradición popular. En El difunto Matías Pascal encontramos una divertida, y no por eso menos acertada, metáfora sobre la diferencia entre teatro clásico y teatro moderno, que vale la pena citar. Anselmo Paleari, el dueño de la pensión romana donde vive Matías Pascal-Adriano Meis, le aconseja ir a ver la Electra de Sófocles puesta en escena por una compañía de marionetas. Paleari pregunta a Matías qué pasaría si en el momento culminante, cuando Orestes está por vindicar la muerte del padre, se abriera de repente un hoyo en el techo de cartón del teatro. Y, al no saber responder Matías, le explica:
Pero es muy fácil, señor Meis; Orestes
quedaría muy desconcertado por aquel agujero. Todavía sentiría los
impulsos de venganza, querría cumplirlos con ansiosa pasión, pero los
ojos se le irían allí, a aquel agujero, por donde penetrarían en la
escena toda clase de malos influjos, y se extraviaría. Orestes,
finalmente, se volvería Hamlet. Toda la diferencia entre la tragedia
antigua y la moderna consiste en eso, créame: en ese agujero en el
techo de cartón.
Una metáfora que puede aplicarse también al teatro pirandelliano: el demonio del análisis, de la especulación, debilita la voluntad e impide la acción. Dice Vitangelo Moscarda: ``A cada palabra que se me decía, o cada mosca que yo veía volar, me hundía en abismos de reflexiones y consideraciones que excavaban en mí, perforando de arriba abajo mi espíritu, como una madriguera de ratas, sin que nada se advirtiera afuera.''