Todas las exposiciones, hasta las más malas (no es lo mismo que decir ``las más controvertidas'') tienen su chiste. Por eso escribo sobre la muy poco atendida Artistas pintados. Retratos y autorretratos de pintores y escultores del siglo XIX en el Museo del Prado, que se exhibe en el Museo Nacional de San Carlos. No digo que su importancia sea local y que sólo pueda ser disfrutada en España, país de donde provienen las efigies. Lo que sí digo es que el retrato académico más aún que el autorretrato es un género que puede resultar tremendamente uniforme. Salvo escasas excepciones la monotonía es la sensación principal que experimenta el visitante en San Carlos hoy día y por eso es que la muestra se ha visto tan poco concurrida, circunstancia a la que se suma la escasísima propaganda realizada.
Este artículo tiene por objeto azuzar la curiosidad de los lectores para que vayan a visitar la exposición y corroboren o desmientan lo que aquí digo.
En primer término hay un Goya original. Ya este simple hecho hace que la visita al palacio de Puente de Alvarado resulte imprescindible. Se trata de uno de los dos autorretratos que el aragonés hizo en 1815 proveniente del Prado -el otro está en la Academia de San Fernando-- se trata de un rostro muy especial. Si uno no conociera el cuadro, no supiera absolutamente nada de la fisonomía de Goya ni de él mismo tendría trabajo en determinar si esa cara que no nos mira directamente es la de un hombre o la de una mujer madura, cosa que no sucede con el autorretrato de San Fernando que es indiscutiblemente viril. Tal vez la delicada factura de la carne y la camisola de cuello abierto velado por la tela negra que medio la cubre, acentúen esa indefinición que por lo demás no es exclusiva de Goya. Hay un autorretrato de Chardin y varios de Rembrandt que son igualmente ambiguos. En 1826 Vicente López, uno de los grandes retratistas decimonónicos, hizo posar ante sí a su famoso colega y el cuadro está exhibido. El ojo derecho del retratado hace contacto con el espectador, pero no así el izquierdo, cuyo párpado un poco caído dota de la indispensable asimetría a esa parte del rostro. Lo demás es convencional: el pintor sostiene su paleta, viste casaca color ``gris goya'' y su expresión es adusta e inquisitiva.
Otro cuadro interesante del mismo pintor es el que tiene a la miniaturista Teresa Nicolau como modelo (ca. 1835), Le proyectó la cara hacia el lado izquierdo (derecho del espectador) en forma tan marcada que la fisonomía de la poco agraciada dama con peinado de tirabuzones, hermosas cejas y ojos de vaca, quedó deformada. Este cuadro es un tondo y el veedor puede deleitarse comprobando que el pintor sabía rendir el encaje de la mantilla como si lo entretejiera, pero igual saben hacerlo quienes gustan de pintar encajes aún hoy día, como Benjamín Domínguez.
Me gusta el autorretrato de Carlos María Esquivel, porque sé que él murió a los 37 años, 10 después de haberse autorretratado, ambientando su cuadro con una esculturilla femenina de mármol, la imprescindible paleta con los grumos de color ortodoxamente dispuestos y los pinceles formando manojo semicubriendo un atlas grabado de anatomía. Estos accesorios están fuera del retrato propiamente dicho, y en eso estriba el interés. El hombre pálido que mira al vacío puede tomarse de tres maneras: o lo que vemos es su reflejo en el espejo dorado, o él está detrás de la escena asomándose tras el marco vacío, o adquirió ya calidad de retrato y lo que entonces tenemos enfrente es una naturaleza muerta con connotación de vanitas (debido a que el atlas de anatomía reproduce página de articulaciones óseas).
Otro autorretrato ambientado es el de Eduardo Zamacois y sus amigos (1862), pero por desgracia se trata de una pintura extremadamente torpe, curiosamente en eso radica su interés. No ocurre lo mismo con otro cuadro de interior, de tónica intimista bien lograda incluso por la luz, deudora de la pintura flamenca. Es de Casimiro Sainz y Sáis y representa un descanso en el estudio, obrita deliciosamente realizada, pródiga en detalles que atrapan la atención, como la alfombra persa, el gobelino, las sillas con respaldo de mimbre y el ánfora en un rincón.
Muchos retratos casi del mismo formato, colgados a idéntica altura, nos vigilan en las solitarias salas.
Una de las obra más interesantes es el retrato del médico muerto con el doble vidrio y el marco que hace de féretro. Es un antecedente del Difunto Casagemas, de Picasso, y su autor es Manuel Poy. La muestra integra 62 retratos y autorretratos. Como puede adivinarse, no es tan tediosa como a simple vista parece. Si uno busca, encuentra. Sorolla allí es otro de los puntos buenos.