En medio del debate nacional por la suerte del Fobaproa, Eduardo Fernández García, presidente de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores, afirmó ayer que la familia de Angel Isidoro Rodríguez, El Divino, extraditado anteayer de España e inmediatamente liberado, obtuvo de Banpaís préstamos por unos 400 millones de dólares, que posteriormente pasaron al ``fondo perdido'' de esa institución bancaria. En la lógica gubernamental, tal suma fue absorbida por el Fobaproa, es decir, fue declarada deuda pública. En rigor, según esta lógica, los contribuyentes mexicanos deben pagar los cerca de 400 millones de dólares que se embolsaron los familiares del banquero defraudador, quien, a decir del propio Fernández García, no será castigado porque los delitos financieros que cometió ya prescribieron.
Lo anterior es sólo un botón de muestra de la montaña de irregularidades y saqueos que fueron cometidos por varios de los propietarios de los bancos privatizados, y que quedarían impunes si el Congreso de la Unión acepta la postura del gobierno de que los dineros invertidos en el rescate de tales empresas deben pasar, íntegros, al renglón de deuda pública.
Ciertamente, no es el único caso. Han salido a la luz pública, además, los malos manejos cometidos por Carlos Cabal Peniche -Banco Unión- y por Jorge Lankenau Rocha -Banca Confía-, pero puede darse por descontado que una investigación profunda y sistemática descubriría fraudes, desviaciones y malversaciones adicionales perpetrados en los tiempos inmediatamente posteriores a la privatización bancaria. Admitir, sin más, que los huecos financieros resultantes sean cubiertos con recursos públicos, bajo el argumento de que se trata de una operación ``de rescate de los ahorradores'', sería tanto como permitir la pérdida irremediable de los cientos o miles de millones de dólares robados en el manejo de los bancos y que la deuda correspondiente se repartiera entre los causantes cautivos -físicos o morales- que no han cometido más faltas que las de producir, trabajar y generar riqueza en forma legítima.
Sin duda, una parte significativa de las pérdidas de la banca privada durante los primeros años de la crisis económica que comenzó en diciembre de 1994 se debió a una administración a la vez ambiciosa y torpe pero, en estricto sentido, carente de propósitos dolosos. Sin embargo, otra porción de tales pérdidas -incuantificable, en tanto no se llegue hasta el fondo de las investigaciones- se originó en un manejo delictivo de los recursos. Aun si se aceptara que las arcas públicas deben hacerse responsables de la primera -asunto por demás discutible- sería llanamente inmoral pretender que pagara, también, por la segunda.
Según reza una definición clásica de la corrupción, ésta consiste en la privatización indebida de recursos públicos. Y todo apunta a que el Fobaproa ha sido, en este sentido, un mecanismo para encubrir y hacer posible la corrupción.