En aplicación de su estrategia de escalada del conflicto, las autoridades federales y estatales ordenaron una violenta incursión policiaca y militar en el municipio de Nicolás Ruiz, en el curso de la cual los efectivos cometieron graves tropelías y atropellos contra la población. En esta ocasión no se trató de desmantelar uno de los ayuntamientos autónomos establecidos por las comunidades indígenas en rebelión, sino de allanar un municipio legalmente establecido, con autoridades electas en comicios regulares.
El pretexto de la incursión fue ejecutar algunas órdenes de aprehensión contra funcionarios comunales y catequistas de la diócesis de San Cristóbal de las Casas; sin embargo, en la acción fueron arrestadas cerca de 170 personas sin las órdenes correspondientes. Adicionalmente, decenas de niños, mujeres y hombres resultaron intoxicados por los gases lacrimógenos lanzados por las fuerzas gubernamentales, las cuales allanaron varias viviendas y cometieron actos de pillaje en casas, comercios y la iglesia del lugar.
Los elementos disponibles indican que en los sucesos de ayer se perpetraron diversas violaciones a los derechos humanos, lo cual agrega un capítulo más al ya largo historial en este sentido en Chiapas, perpetrado por funcionarios y agentes gubernamentales --estatales y federales, civiles y militares-. Ello, a pesar de que hace unos días la Comisión Nacional de Derechos Humanos señaló ilegalidades en el desmantelamiento del municipio autónomo de Taniperla.
Pero, más allá de las formas ilegales y violentas con que fue realizado este operativo, no deben pasar inadvertidos sus significados políticos, que resultan tan graves como los atropellos cometidos.
En este contexto, parece claro que el gobierno federal y el local están empeñados no en resolver la confrontación que vive Chiapas, sino en atizarla y profundizarla, y que para tal efecto han optado por asumir sin matices la condición de parte en conflicto, del lado de paramilitares, guardias blancas y otros sectores de apoyo de los grupos oligárquicos estatales.
Por otra parte, resulta significativo que, ante la falta de respuesta del EZLN a las acciones gubernamentales, éstas se han enfilado a caracterizar a la diócesis de San Cristóbal y a su estructura de catequistas como protagonistas, cuando es evidente que, hasta ahora, y desde el inicio del conflicto, tales instituciones han desempeñado una función moderadora como dique de contención a la escalada de confrontaciones.
En suma, en Chiapas el poder público parece aspirar a derrotar -por vías políticas y propagandísticas, pero también por la fuerza, como lo demuestra la acción de ayer-- a todos los actores y sectores que disienten de sus puntos de vista, y no a resolver las causas profundas que generaron la insurrección indígena en Chiapas y la posterior degradación del tejido social de esa entidad.
Como se ha señalado en numerosas ocasiones, el atribuir la rebelión de 1994 y el actual estancamiento del proceso pacificador a unos cuantos dirigentes zapatistas equivale a negar la capacidad de decisión de comunidades enteras y a ignorar, en consecuencia, las características y dimensiones reales del conflicto.
Se trata, a todas luces, de un juego peligroso para la entidad y para el país, no sólo porque ahonda la de suyo abismal fractura social chiapaneca --la cual representa, a fin de cuentas, la fractura que existe entre la nación oficial y los indígenas en general--, sino también porque propicia escenarios en los cuales la muerte masiva puede volverse inevitable. Las más altas esferas del poder público del país debieran reflexionar sobre el hecho de que cada vida segada por la violencia en Chiapas no puede contabilizarse como un tanto a favor de ninguna de las partes. Por el contrario, cada muerto, cada herido, cada casa destruida, cada nuevo agravio, son derrotas para México.