Olga Harmony
Antígona en Nueva York

Esta obra de Janusz Glowaki (que ya conocíamos en la misma traducción de María Stern, gracias a la Antología de Teatro Polaco Contemporáneo seleccionada por Ludwik Margules y publicada en coedición por Ediciones El Milagro y el CNCA) llega hasta nosotros precedida por las palabras del importante crítico Jan Kott, quien la considera una de las tres mejores obras del teatro polaco en este siglo. Tragedia de los sin casa estadunidenses que viven en un parque neoyorquino, es también una metáfora de la pérdida de identidad de los sin casa en un sentido más amplio, despojos humanos arrojados a Estados Unidos (América, dicen los personajes siguiendo esa connotación monroista que tanto nos molesta al resto de los habitantes de este continente) desde los no países que alguna vez habitaron, quizás a excepción de La Chinche, aunque su Polonia natal no es la de su nostalgia. Sasha, el judío ruso que insiste en hablar de un Leningrado que es otra vez San Petersburgo y Anita la puertorriqueña con toda la nebulosa identidad nacional de que adolecen los originarios de Puerto Rico y que al convertirse la mujer en mexicana para esta escenificación pierde algo de la intencionalidad original.

La identidad es algo a lo que se aferran, a su modo, cada uno de los tres vagabundos sin techo. Es una identidad fincada en un pasado irrecuperable aunque se siga soñando con un posible futuro, ya sea a través de mentirse a sí mismo como La Chinche, o el amor compartido para Anita, o la recuperación de la propia persona en el imposible abandono del alcohol de Sacha. Un relámpago de dignidad sacude a Anita -y contagia a Sasha-- cuando intenta librar a Jhon de la fosa común y darle una sepultura individual. El mito de Antígona se convierte en un elemental acto de respeto y de decencia.

Que Jhon no sea Jhon --posiblemente nunca lo fue-- carece de importancia, porque el rito se consumó y el relámpago de humanidad iluminó a estos seres despojados. La identidad sigue perdida (incluso Anita acepta colocar en su ceremonia mortuoria la fotografía de una persona negra), pero el momento de gracia llegó. La Antígona del Tompkins Square Park no lucha contra el poder, lo elude. El poder está representado por ese policía --irónicamente de ascendencia irlandesa-- que monologa ante el público mostrando la realidad del sueño americano. Falsamente liberal, al principio, su discurso poco a poco se va invadiendo de una gran violencia fascitoide, en aras del orden y la decencia, con el que intimida a los espectadores. Al final vence y no vence porque la tumba del falso Jhon permanece.

Sasha es el único de los tres homeless que conserva un ápice de cordura, hombre culto, ex prometedor artista, la bebida lo ha convertido en lo que es. La Chinche -quien hasta de nombre carece ya-- suma a una epilepsia descuidada el abuso del alcohol y sobrevive apenas a base de hurtos y chanchullos; su extraña amistad con Sasha es la de dos solitarios desesperados. Anita es una mujer demenciada, violada reiteradamente, incapaz de reconocer el cadáver, como no reconoció al Jhon con que sueña y al que identificó con el mudo al que adoptara.

Es en el tratamiento de Anita en donde me caben grandes dudas. La excelente actriz que es Luisa Huertas, capaz de muchos matices y transiciones, dota a su personaje de un frío --por momentos enojado-- tono monocorde, carente de esa vulnerabilidad que en su momento conmovió a Sasha y estuvo a punto de redimirlo. Es, de modo evidente, una disposición del director, cuyo sentido se me escapa, como se me escapa la razón de los ``congelamientos'' de Anita en momentos en que debe entrar y salir del parque. Este tratamiento del personaje hace poco comprensible para el espectador --aun el espectador inteligente, como comprobé en el estreno-- el hecho de que no reconozca la identidad del cadáver, amén de que no resultan muy advertibles las reacciones de Sasha ante el hecho. Y esto, a pesar de que el cuerpo viste ropas deliberadamente diferentes a las de los vagabundos, con lo que el sentido del texto se pierde un tanto.

Margules continúa sus exploraciones del espacio escénico delimitando dos áreas. La una, la banca bajo el árbol seco de la que casi no se mueven los personajes durante sus largos parlamentos. La otra, el malecón en el Bronx que sólo aparece una escena, cuando se levanta la pared del parque --en escenografía de Tere Uribe, funcional aunque poco atractiva a diferencia del vestuario de Genoveva Petitpierre. Guillermo Gil, un poco monótono como La Chinche, y Arturo Ríos esta vez matizado y muy sobrio, llevan gran parte de la carga del montaje, en el que hubiera resultado más convincente Justo Martínez como el policía de haber tenido las transiciones a la violencia apenas contenida que su personaje requiere.