Este 5 de junio, Día Mundial del Medio Ambiente, hay pocos motivos para la celebración. La situación ambiental planetaria enfrenta gravísimos problemas y peligros, tales como el progresivo calentamiento de la capa terrestre, los procesos de desertificación y erosión en vastas regiones del globo; la contaminación sin precedentes de los océanos, los lagos, los ríos, el subsuelo, el suelo y la atmósfera; el deterioro de la capa de ozono, la pérdida de bosques, selvas y biodiversidad; además del manejo irresponsable --y en no pocas ocasiones, criminal-- de peligrosos residuos químicos, nucleares o biológicos.
Otro dato preocupante es el creciente desencuentro, en materia ambiental, entre las naciones industrializadas y los países pobres. Las primeras son las mayores contaminadoras del mundo --un ejemplo de ello es Estados Unidos, país que emite más bióxido de carbono y fluorocarbonos a la atmósfera--, pero buscan endosar la factura del daño ecológico a los segundos, los cuales, por su parte, heredan con frecuencia tecnologías, procesos y materias industriales altamente contaminantes.
El panorama ambiental de México no es más halagüeño que el mundial. De acuerdo con información que se publica hoy en estas páginas, la situación ecológica nacional es alarmante por la pérdida de suelos, deforestación, destrucción de zonas costeras y manejo inadecuado de tecnologías y residuos tóxicos, así como por la contaminación atmosférica y de aguas en el subsuelo y la superficie.
Justamente en los días presentes, el país sufre una de las más graves rachas de incendios forestales de su historia, fenómenos que han destruido ecosistemas inapreciables y han provocado una severa infición en vastas áreas del territorio nacional.
El punto emblemático de los quebrantos ecológicos del país es sin duda el valle de México, en donde, la semana pasada, se implantó la contingencia ambiental más prolongada que haya tenido lugar. A pesar de estas señales de alarma, tanto las autoridades --de todos los niveles-- como la sociedad parecieran haber renunciado a buscar y proponer medidas radicales para abatir la infición. Diríase que, ante las dificultades económicas, políticas y técnicas que representa el necesario saneamiento ambiental de la mayor concentración urbana del país, nos hemos resignado a administrar la contaminación en lugar de contrarrestarla.
Por otra parte, los desajustes ambientales no son un mero problema técnico o científico, sino un desafío político, económico y social de grandes dimensiones, porque, más temprano que tarde, los daños al ambiente se revierten contra la población. En esta lógica, la desertificación rural culmina en migraciones del campo a la ciudad --con los consiguientes conflictos sociales--, en tanto que las plantas industriales altamente contaminantes producen daños a la salud, los cuales se traducen en grandes pérdidas de horas-hombre y, en consecuencia, en bajas de la productividad.
Ante tal circunstancia, resulta claro que el deterioro ambiental generalizado que padece el país debe abordarse en cuatro frentes distintos: el legal y constitucional, en el cual se hace necesario impulsar reformas y adiciones que penalicen en forma más severa las actividades perjudiciales para el entorno natural; el de la voluntad política para enfrentar a los grandes grupos de poder político o económico que, casi invariablemente, se encuentran detrás de los procesos de contaminación; el del robustecimiento de la conciencia y la participación ciudadana; y el de los foros y organismos internacionales, en los cuales se discuten los problemas ambientales desde una perspectiva global.
En este contexto sombrío e incierto, debe mencionarse, sin embargo, un hecho esperanzador: el anuncio formulado ayer por el doctor Mario Molina Enríquez, nuestro Premio Nobel de Química, en el sentido de que formará, con colegas mexicanos y extranjeros, un grupo de trabajo orientado a buscar medidas que reduzcan la contaminación de la capital nacional. Cabe esperar que ese meritorio esfuerzo sea secundado por el resto de la comunidad científica nacional y que sacuda el fatalismo, la inercia y la costumbre con que hemos llegado a respirar el aire menos transparente.