El presidencialismo no ha logrado encubrir sus tremendos pecados capitales; la historia se ocupa de arrancarle los velos de inocencia que lo encubrieron durante épocas venturosas: aquéllas en que el Jefe Supremo era la última palabra vicarial del sistema, vicarial porque la verdad revelada fue siempre fraguada por las élites económicas que gobiernan a los gobernantes.
Entre el golpe que dio Santa Anna a la generación de Gómez Farías y José María Luis Mora, y la vergonzosa derrota de San Jacinto (1836), Santa Anna desnudó el significado de su mando político. Cobarde y convenenciero, suscribió los llamados Tratados de Velazco, por virtud de los cuales se comprometía a que el Congreso aceptara la segregación de Texas, a cambio de su libertad; fue entonces cuando el traidor se entrevistó con el presidente Jackson en Washington, antes de regresar al país. Carlos María Bustamente señaló las felonías cometidas y los legisladores rechazaron al vendepatrias definitivamente aniquilado por los revolucionarios de Ayutla.
El segundo presidencialismo militarista, el de Díaz, se autodenunció en los años dramáticos de 1906 y 1907. Nada hizo cuando los ranger norteamericanos asesinaron a los huelguistas de Cananea, y en el arbitraje sobre el paro de Río Blanco burló la buena fe de los trabajadores y sentenció a favor de los patrones, a pesar de lo mucho que se estremecieron las mil medallas que colgaron en el pecho del general oaxaqueño, los burócratas que tanto aplaudieron las Fiestas del Centenario. Aquella apostasía de Cananea y este arbitraje quitaron las albas vestiduras del porfiriato y exhibieron su intencionada obediencia al poder extranjero y los acaudalados nacionales.
Dieciséis años bastaron para desenmascarar al tercer presidencialismo autoritario y militarista. Asesinato de Carranza, renuncia a los derechos eminentes de la nación (Tratados de Bucareli), violación del principio de no reelección, fusilamientos masivos de generales con motivo del alzamiento delahuertista, genocidios de Huitzilac y Topilejo, y jefatura máxima de la revolución, resumen el itinerario que destapó las podredumbres apuntaladoras de la administración Obregón-Calles. El salto al presidencialismo civilista que se inicia en diciembre de 1946, no cambió la sustancia de las cosas. En su primera fase edificó una férrea pirámide política sujeta al poder central de Los Pinos; ni una rama de los árboles estatales, municipales, sindicales o patronales, se movía sin la voluntad del Presidente, a fin de garantizar por todos los medios la entonces exaltada capitalización nacional, muy enhebrada por cierto al capitalismo trasnacional y metropolitano. En su segunda fase este presidencialismo, adolescente aún con sus más o menos dieciséis años de edad, la pirámide manifestó algunas novedades no inesperadas: el llamado espíritu de Houston -despejó las compuertas de México al capital norteamericano con el pretexto de la globalización y su correlativa ideología neoliberal-, y la institucionalización de mecanismos para transferir la propiedad nacional a patrimonios privados locales y foráneos, y favorecer a la vez financieramente al empresario trasnacional y sus asociados del interior, a costa de la hacienda pública. Esperemos los resultados de las auditorías, aunque desde hoy se advierte que Fobaproa está cargado de inadmisibles complicidades del poder económico y político que buscan, marginando intereses del pueblo y negando el estado de derecho, transformar la grandeza de México en la miseria material y cultural de todos y cada uno de los mexicanos. Esto es lo que trasluce desde el punto de vista político el Fondo Bancario de Protección al Ahorro. ¿Y usted que piensa?