Guillermo Almeyra
La sombra y el cuerpo

Las elecciones colombianas o ecuatorianas, o las relativamente próximas en Argentina o en Brasil, por no hablar de las alemanas, plantean el añoso problema de la relación entre el proceso electoral (la sombra) y los cambios en las relaciones sociales (el cuerpo).

Las elecciones son, en el mejor de los casos, un termómetro que mide más o menos deformadamente la temperatura del cuerpo social. No modifican la situación sanitaria del paciente ni aceleran su curación, sino en la medida muy pequeña en que la comprobación de una eventual presión en favor de un cambio político o social, desmoraliza o asusta a unos y da ardor y confianza a otros. Incluso en el caso alemán, en el cual existe una democracia mucho mayor que en América Latina, aunque está controlada por el gran capital, porque la misma se basa en la destrucción del nazismo y en los procesos de Nuremberg, la casi segura caída del gobierno de Helmuth Kohl y su reemplazo por el socialdemócrata ultramoderado Schro‘der sólo tendrá importancia si los sindicatos, que son de masa y están en pie de guerra, mantienen su presión sobre los patrones y también sobre los políticos de ``su'' futuro gobierno y construyen un gran movimiento nacional (eje de otro europeo) por la democracia social, o sea, por una mayor justicia distributiva, por el horario de trabajo, por la reducción del desempleo, por los derechos de los inmigrantes a la igualdad. La democracia es una extensión de los derechos y conquistas sociales, una reconquista del terreno perdido por los trabajadores en la batalla contra el capital financiero, el ejercicio desde abajo de la construcción de espacios de justicia.

En las estructuras oligárquicas de las sociedades latinoamericanas, con los aparatos estatales y políticos profundamente infectados por la cleptocracia la opción, formalmente, se parece mucho más a la que los franceses llaman elección entre bonnet blanc et blanc bonnet, o sea, entre distintos collares para el mismo perro. Así se ve en Colombia, donde liberales y conservadores comparten el poder desde decenios y donde su lucha refleja diferentes matices de una misma política y diversos intereses de las facciones rivales de una misma clase dominante desde siempre, o así se ve en Ecuador e incluso en la Argentina, donde el programa y las propuestas del Frepaso no se diferencian mucho de lo que hace Menem, salvo en su prolijidad.

¿Quiere decir esto que ``todos son iguales'' y que lo mejor es mantenerse ``puros'' y ajenos a las elecciones (para que de ese modo sigan indisturbados en el poder los que allí están)? Sería desconocer que un Eliezer Gaitán, por ejemplo, era un liberal colombiano pero tuvo que ser asesinado, o la diferencia entre los radicales Irigoyen y Alvear en Argentina que obligó a un golpe militar contra el primero de parte de los aliados conservadores del segundo. Pero lo que torna ``subversivo'' e inaceptable un personaje no es tanto su eventual peso electoral sino la existencia, detrás de él, de un movimiento de masas con una dinámica propia, por confuso que el mismo sea en cuanto a los objetivos y por más que depende aún del caudillo. Ese es el problema real: para ganar en las urnas, pero sobre todo para construir parte del poder hay que movilizar amplios sectores de masa, organizarlos, hacerlos participar en las decisiones. Eso significa hacerles practicar una gimnasia democrática, un aprendizaje como ciudadanos y obligarles a abandonar el papel de apoyo pasivo a quienes creen dirigir el juego (que, recordémoslo, es internacional y no local). En efecto, en Filipinas, con el movimiento que llevó al gobierno a Corazón Aquino o en Indonesia, con el que derribó a Suharto, se lograron conquistas democráticas que no se obtuvieron en las ``transiciones'' sin movilización en América Latina. Sin sólidos movimientos sociales, que se construyen en torno a las necesidades de los trabajadores urbanos o rurales y de los ciudadanos hambrientos de justicia y de cambio real, se pueden ganar elecciones, pero no construir poder. Y la capacidad de resistencia a la política del gran capital financiero internacional y de sus aliados será muy menor si el caudillo renovador olvida que la honestidad y los buenos deseos por sí solos no ganan sino que para imponerse necesitan fuerzas materiales (sociales) detrás, por aquello de que ``vinieron los sarracenos y nos molieron a palos pues Dios está con los malos cuando son más que los buenos''.