Para Mónica del Villar
El pulque, esa bebida nivea, espumosa, de un refrescante sabor agridulce que surge de las entrañas del mexicanísimo maguey, era considerado bebida sagrada por nuestros antepasados aztecas. Su uso solamente se permitía en ceremonias religiosas y por los mayores de 70 años que habían llevado una vida sensata. El uso fuera de estas ocasiones y personas, era severamente penado, incluso con la muerte.
En un interesante artículo del número 31 de la excelente revista Arqueología, la autora Patricia Anawalt habla de la ambivalencia mexica en relación al pulque, ya que, al parejo de severas restricciones en su consumo, reverenciaban a los dioses de la bebida sagrada que, fuera de control, producía la embriaguez tan mal vista y muy castigada. Esta se representaba con el conejo --tochtli--, cuya imagen simbolizaba la conducta desinhibida que produce el exceso etílico.
Uno de los informantes de fray Bernardino de Sahagún le relató que el nuevo gobernante en su primer discurso advertía al pueblo los efectos malignos del pulque: ``las personas se vuelven vanas y presuntuosas, propensas al adulterio, el hurto, la glotonería, el descontento y la ruina''.
A pesar de los daños que le reconocían, los aztecas reverenciaban a los dioses del delicioso néctar, haciéndoles fastuosas ceremonias cada 260 días. Como parte del ritual se sacaba una enorme vasija, llamada ometochtecomatl, que representaba un conejo; se colocaba enfrente de una de las deidades y se llenaba de pulque. En una parte del evento se permitía a los viejos y a los guerreros meter unos largos popotes y beber cuanto quisieran.
La bebida se asociaba también con la fertilidad, por lo que la diosa de la sexualidad portaba la nariguera que caracterizaba todo lo relacionado con el pulque y en 18 de las principales ceremonias anuales a distintas deidades, todos bebían el néctar, incluso los niños; tras la fiesta, no cabe duda, se incrementaba la fertilidad.
A la llegada de los españoles el pulque se siguió consumiendo, e inclusive su uso era común entre los mestizos y criollos. Las pulquerías eran como ahora son las cantinas, lo verdaderamente bajo eran las vinaterías, en donde se consumía aguardiente con alguna mezcla, dando lugar a bebidas como el ``chinguirito'', que por unos centavos ponía a girar al consumidor.
A fines del siglo pasado comenzó a fabricarse en México la cerveza y se dice que, en esta centuria, un avezado empresario adquirió miles de hectáreas de tierras sembradas de maguey pulquero, mismas que destruyó, a la par que vendía con gran publicidad las cervezas que producía; esto dio lugar a un emporio cervecero que aún existe.
Sea cual sea la razón, el hecho es que paulatinamente la cerveza desplazó al pulque en el gusto popular, disminuyendo enormemente su consumo. Las pulquerías que antes abundaban, con sus hermosas jarras con caras de mujer llamadas ``catrinas'', sus vasos de vidrio soplado en formas caprichosas, decoradas en su interior con grandes esferas de vidrio de colores y murales pintados por los artistas que las frecuentaban, fueron desapareciendo y la rica bebida adquirió fama de ser de baja calidad, para bebedores de poca ralea.
A pesar de todo, varias pulquerías han sobrevivido. El arquitecto Jorge Legorreta en su deliciosa Guía del pleno disfrute menciona 72 en todos los rumbos de la ciudad, algunas con nombres como La Fuente de los Chupamirtos, La Elegancia, La Mensajera de los Dioses, El Tinacal de Liévana, Los Dos Cacarizos y Cómo la Ves desde Ahí.
En todas venden, además del clásico pulque blanco --el más barato--, curados de frutas y verduras. Cada pulquería suele tener su especialidad, por ejemplo, La Antigua Roma, en la calle de Perú esquina Allende, en el Centro Histórico, tiene su curado de piñón. En Ratplan, en la calle de Academia 42, lo mejor son los curados de mamey y de piña. En todas las pulquerías hay muy buena botana, principalmente de antojitos que preparan al momento con maestría.