MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
El eterno compañero
A Mariana Frenk, en su maravilloso centenario
Eran las siete y media cuando abrí la puerta de la casa. Bendije la frescura y la penumbra. El silencio me indicó que Bruno había salido. No me extrañó. Las escapatorias intempestivas formaban parte de sus malos hábitos, consecuencia, según mi familia, de haberle dado excesiva libertad.
Encendí la luz y fui a la cocina. En el tablero de corcho encontré varios mensajes clavados con tachuelas: ``faltó lo de la colegiatura''. ``Sorry: no encontré plátanos machos en el súper.'' ``Porfirio me invitó al cine.'' ``Papá llamó.'' Ningún mensaje estaba firmado ni contenía frases personales. Pensé en qué les hubiera costado a Joel, a Marcia y a Soledad agregar una línea: espero que te haya ido bien o algo parecido.
Por lo visto, el único ser capaz de interesarse en mí era Bruno. Lo extrañé. Sentí el impulso de ir a buscarlo. Sería inútil. Me asomé a la ventana: las zanjas abiertas y los perros hociqueando en los montones de basura me provocaron una sensación desagradable que asocié con los tacones demasiado altos.
Con los zapatos en la mano me fui caminando de puntitas a la recámara. En el trayecto repetí varias veces el nombre de Bruno. Sólo me respondió el crujido de las duelas bajo mis pies. Recordé que debía llamar al administrador y exigirle la reparación del piso. De seguro iba a argumentar: ``La señora no puede con tantos gastos. Ustedes son inquilinos privilegiados: disfrutan de paredes sólidas, techos muy altos''. Cuando menos lo último era cierto: si alguien aprovechó los techos altos fue Bruno.
El paso de un camión de carga provocó el tintineo del candil. Respiré cuando los prismas volvieron a la quietud. Volví a pensar en Bruno, en su instinto para distinguir entre un sacudimiento provocado por los tráileres y un temblor. En el terremoto del 85 lo encontramos solito, parado a media calle. Me dio lástima y lo traje a la casa, segura de que alguien lo buscaría. No fue así y Bruno se quedó a vivir con nosotros. Al principio no comía ni hablaba. Invertí mucho tiempo en su recuperación. Me solté llorando la tarde en que lo oí repetir la frase que mi marido nos dice todo el tiempo: ``No estoy de acuerdo''.
Desde entonces entre Bruno y yo nació un afecto especial. No lo disimulamos: cuando me iba a trabajar él me despedía y al regresar me daba la bienvenida con una sarta de palabras que me quitaban el malhumor. He llegado a creer que mis reacciones provocaron los celos de mi marido porque en varias ocasiones dijo: ``Yo quisiera que me toleraras la mitad de los abusos que le soportas a Bruno. Ni a tus hijos les festejas sus gracias como a él.'' Ante mis reprensiones, ellos también me dejaron entrever sus celos: ``Me regañas porque ensucio la mesa, en cambio a Bruno jamás le reclamas.'' ``Digo malas palabras y te enojas, pero si Bruno hace lo mismo hasta aplaudes.'' Las reclamaciones eran justificadas y sin embargo no podía cambiar mi actitud hacia el intruso --como le decían a Bruno para hacerme rabiar.
Aunque ya no está con nosotros, Bruno sigue siendo parte de la familia. A veces hacemos recuerdos de él durante la sobremesa. Mi marido aprovecha para repetir que con nadie, ni siquiera con él, he sido tan cariñosa. Exagera y sin embargo no discuto. De hacerlo tendría que explicarle que adoré a Bruno porque con su locura, con sus juegos, con su desparpajo, me devolvía a mi infancia, a los tiempos en que mi hermana y yo nos reíamos por todo, a la época en que estrenar vestidos implicaba una ceremonia y los domingos eran emocionantes y especiales.
Pensaba en esto cuando escuché un ruido en la sala: ``Bruno, ¿eres tú?'' Sonriendo, celebré por adelantado la respuesta. Al cabo de unos segundos mis expectativas se desvanecieron porque sólo escuché mi voz interior aconsejándome no dar importancia a cosas que no la tienen. ¿Para qué me preocupaba por Bruno si sabía que iba a regresar?
El tiempo se alarga cuando una está sola en casa, esperando a los hijos y al marido. Antes al menos esto último no era necesario: José Luis y yo volvíamos más o menos entre seis y siete; ahora tengo que esperarlo hasta las once. Desde que echaron al otro contador, a él le doblaron la carga de trabajo pero no el sueldo.
Puse el grito en el cielo el día que José Luis me describió sus nuevas condiciones laborales. Me pareció brutal la explotación a que iban a someterlo. También protesté porque su nuevo horario fracturaba nuestra vida familiar: ``Te vas a las ocho de la mañana y ahora volverás a las once de la noche. ¿Cuándo nos veremos? Nunca. Con mis hijos no cuento, se la pasan fuera, así que estaré sola todo el tiempo''.
Pienso que José Luis aprovechó para tomar una pequeña venganza por mi predilección hacia Bruno porque se volvió a mirarlo cuando me dijo: ``Lo tienes a él. Me has dicho mil veces que es tu gran compañero y que todo el tiempo están platicando''. Sí: Bruno iba conmigo a dondequiera y se había vuelto mi confidente. Sin impacientarse ni bostezar --como lo hacen mis hijos y mi esposo--, escuchaba mis proyectos, mis sueños, la confesión de mis problemas. Desde luego jamás me dio soluciones, pero al menos me hizo sentir que alguien tenía interés en mis palabras.
Hablo de Bruno en pasado porque, como he dicho, ya no está con nosotros. Después de quedarse toda la tarde fuera, la noche del 5 de junio regresó a la casa sólo para morir. Según mi marido, a Bruno lo guió el instinto. Prefiero creer que lo inspiró algo más: el deseo de sentirse acompañado, de no dejarme esperándolo el resto de mi vida. Eso hubiera sido mucho más doloroso que verlo desplomarse a mitad de la sala, a los pocos minutos de su regreso.
No me di cuenta de a qué horas volvió Bruno porque aquella vez, contrario a lo que había sucedido en otras ocasiones, no dijo ni media palabra. Estaba doblando la ropa limpia cuando lo descubrí tambaleándose junto al sillón. No era imposible que Bruno hubiese vuelto borracho: para divertirse los vecinos solían darle un poco de cerveza. Se lo dije, se lo grité, con la esperanza de que me respondiera con su frase predilecta: ``No estoy de acuerdo''. En lugar de hacerlo se balanceó, infló el cuerpo, giró y cayó al suelo.
Lo reprendí: ``Te equivocas si crees que haciendo tus chistosadas voy a perdonar que seas un borracho callejero''. Tomé la ropa y me fui a la recámara, segura de que Bruno me seguiría para congraciarse. Cuando me di cuenta de que nada de lo previsto sucedía, retrocedí. Desde la puerta de la recámara miré cómo se agitaba Bruno, ansioso de decirme que algo terrible estaba sucediéndole. Me precipité hacia él. Por fortuna llegué a tiempo de que me viera antes de expirar.
Frente a la evidencia de la muerte no se me ocurrió otra cosa que hincarme junto al cadáver. Estuve contemplándolo en silencio hasta que recordé una de las teorías de mi vecina: ``Los muertos conservan la facultad de oír hasta siete horas después de haber expirado''. Gracias a eso ella había conseguido decirle a don Joaquín, en los primeros 420 minutos de su viudez, lo que no había podido comunicarle en 37 años de matrimonio.
En aquel momento yo aspiraba a lo mismo: decirle a Bruno lo que no había logrado manifestarle en 13 años de convivencia. Me tendí en el piso, lo bastante cerca como para que mi eterno compañero me escuchara, y en esa posición dije la única frase que pude articular: ``No estoy de acuerdo''. Luego pensé en lo inevitable: el entierro. Decidí sepultar a Bruno en una cajita de cedro. Allí, junto con mi loro, reposan las selvas que imaginé de niña y los restos de mi infancia.