Solemos decir que, en comparación con otras épocas del país, lo público ha sufrido un proceso, lento pero seguro, hacia la apertura. Nuestra contraparte favorita es el 68 como momento fundacional de una política de ciudadanos, independiente de los controles del Partido Unico, pero también como un pasado reciente donde cualquier protesta era contestada con represión. Es curioso que el 68, el momento de la inconformidad por antonomasia, hoy nos haga sentir conformes con el presente. Sin embargo, una mirada menos cómoda nos revela que lo público, al mismo tiempo que se democratiza, se banaliza; la lógica del mercado y la publicidad engullen a la política y la trastocan en sentimentalidad, ñoñez y vulgaridad. Mientras el Presidente se zambulle en el Caribe para enterrar a un buzo o recibe equipos de futbol, los legisladores se intimidan a insultos en los elevadores del Congreso, los jueces reparten indulgencias en una República sin culpables y los gobernadores insisten en competir en chabacanería. El 68, inaugurador de una forma de preocupación por lo público, ha desembocado, treinta años después, en lo frívolo. Sus premisas sobre lo justo, la libertad, el logro y la fe han sido banalizadas y, con ellas, la viabilidad de la política.
La víctima contagiosa
Es significativo que de entre todos los meses que duró la rebelión del 68, la memoria mexicana haya elegido el día de la derrota como emblema, no sólo de todo ese año, sino de la década completa. Según el sentido común, las víctimas fueron los estudiantes masacrados el 2 de octubre en Tlatelolco y las madres de éstos. Pero, por un giro retórico, el gobierno se apropió una parte de esa victimización y se autoproclamó incomprendido y violentado: de la famosa ``mano tendida'' del presidente Díaz Ordaz a la culpabilización de las víctimas ``manipuladas por intereses extranjeros''. Desde entonces, el PRI y la élite le disputan a la oposición el espacio político de la víctima autoproclamada, no sólo como alguien incapaz de hacer el mal de forma intencionada, sino como una figura facultada para cometer injusticias como compensación a una injusticia previa y en su contra. Así, la élite se viste con el disfraz de la víctima vulnerable. Dos momentos exacerbados de la victimización: las lágrimas del presidente López Portillo en la tribuna del Congreso pidiéndole ``perdón a los pobres'' y la huelga de hambre del ex presidente Salinas en una choza de Nuevo León. Presidentes ``engañados'' por sus gabinetes, funcionarios para quienes la crisis petrolera se reducía a ``los gringos nos quitaron la escalera'', banqueros insaciables que invocan persecusiones estatistas en su contra y exigen nuevos ``rescates'' financieros, soldados que disparan impulsados por un mínimo sentido de la reparación contra la indiferencia de los indios, políticos que ven en las acusaciones de fraude una conjura de los medios contra su modesto patrimonio, gobernadores impulsados a marchar hasta el Congreso para autoridiculizarse (lo ridículo no contiene maldad alguna), y más. El espacio a ganar es el de la víctima.
Pero éstas no son las mismas víctimas que las de las balas sobre Tlatelolco. Unas lo son por los hechos, otras por un dispositivo que funciona: una vez que un sujeto o un grupo es acusado de una injusticia, se autoproclama mártir para librarse de la acusación. Siembra la desconfianza basándose en el dato de que, ``como aquí las acusaciones obedecen a venganzas particulares, la que me aplican a mí, es del mismo tipo''.
Por su lado, la oposición, hoy gobernante, vive su propio proceso de legitimidad iniciado entre 1958 y 1968 como la pérdida de su rostro de víctima, porque existe una historia tanto católica como socialista donde la derrota enaltece; los perseguidos son valiosos, más por la persecución como indicador de su valía, que por sus argumentos y acciones. En esta tradición, sólo agudizada por los setentas guerrilleros, triunfar tiene un saborcillo a derrota y a traición: quien ha resistido y gana debe, de alguna forma, permanecer perseguido para no sentir la pérdida de la invulnerabilidad.
Por su parte, la sociedad también se ha contagiado de la victimización. Si hace treinta años, muchos ciudadanos estaban convencidos de que los problemas que ellos enfrentaban en su vida diaria se debían a la omnipresencia del PRI (que, a falta de otro partido, era una hipótesis razonable), hoy, los delincuentes, los vendedores ambulantes, los corruptos en escala ``hormiga'', se autojuzgan a priori, no por lo que cometen, sino por lo que son: la crisis, la falta de empleos y los bajos salarios se convierten en justificaciones incontestables. Así la ausencia de políticas sociales desde hace tres décadas hace de lo judicial el espacio de las compensaciones y una juez bautiza a un homicida como ``El Robin Hood mexicano'', mientras una rica lideresa de vendedores informales dice que no dejarán de privatizar las calles de la ciudad de México ``hasta que no haya empleos bien remunerados''. La responsabilidad se desvanece entre quejas.
Y si las persecuciones del 68 y la ``guerra sucia'' de los setentas convirtieron a los proscritos de la clase media en marginales de los que nunca se supo su paradero, hoy la sociedad le brinda culto al infortunio convencional: los talk shows y los ``consejos'' radiofónicos pretenden mostrarnos el tormento de la vida de un bígamo, la ``disidencia'' que cabe entre los collares de perlas de una señora que adora a los desnudistas masculinos, o la tragedia del anónimo que sueña con una novia de la adolescencia mientras hace el amor con su única esposa. El tormento convencional lo envuelve todo con su banalidad y, cuando ocurren auténticas tragedias como la matanza de Acteal o el huracán Paulina, la opinión pública las toma como una más en la rápida rotación del escándalo (la censura de hace treinta años cedió frente a la ``estética de la conmoción'', cuyo poder nivelador está en la sucesión acelerada). No hay ya distinción entre las víctimas reales (aquellas que luchan por humanizarse) y las autoproclamadas (aquellas que se autodenigran o se presentan como ``marginales'' para separarse del anonimato). Si el gran fracaso del Estado posrevolucionario fue no lograr atenuar el sufrimiento de amplias capas sociales, hoy es la propia sociedad la que extiende la victimización para nublar el sentido de las diferencias: en treinta años de malestar en el país, demandas y quejas parecen la misma cosa.
Primero la élite, y luego la sociedad, han buscado en la victimización de la política y la sentimentalización de lo público una racionalidad a nuestros fracasos como país: propagada la sospecha de que ninguna acusación es verdadera y de que toda tragedia tiene la misma dimensión, la responsabilidad se diluye y -espero equivocarme- el espacio judicial acabará por ser el fondo donde cae todo lo que la política elude. Ya hay datos: cada vez con menos frecuencia los conflictos encuentran mediaciones políticas o sindicales, y terminan en manos de un juez. Como en 68. Pero la victimización encarna una banalización de las víctimas reales y, ahí, el 68 encuentra su primera derrota.
La espontaneidad programada
En el México de Díaz Ordaz, poder y arbitrariedad eran la misma cosa: el principio automático de la autoridad. Por ello, los jóvenes de los sesentas le opusieron una resistencia anti-jerárquica que erosionó, no al poder mismo, sino su credibilidad, el sustento retórico de la duración de la estabilidad. Más que su contenido político (la demanda de libertad a los presos políticos, la derogación del delito de disolución social y el cumplimiento de la Constitución de 1917), el 68 es su forma: la expresión del temperamento. El movimiento es un suceso en cuyo interior los procedimientos democráticos son más importantes que los resultados a los que se lleguen. El medio es el fin. El movimiento es, hasta el 2 de octubre, una señal de indignación, fiesta y rescate, donde la política deja de ser algo que sucede lejos de nosotros: la única oposición viable al régimen de Partido Unico es la que viene de la acción directa -desde ``la vida''-, cuya organización anti-jerárquica se crea después del movimiento, y cuya espontaneidad no engendra institución alguna que le proteja las espaldas cuando haya desaparecido. La espontaneidad como preeminencia de los sentimientos sobre los análisis, y de la disposición a la entrega generosa sobre cualquier cálculo político, hizo del 68 una adhesión a un estado de ánimo que celebró la vida.
Pero, en treinta años, el valor de la espontaneidad se nos transformó en una apología de lo rudimentario. El hombre ``sencillo'' acapara hoy las luces con la supuesta sabiduría primordial que le otorgan su ignorancia y su bastedad. De botas y cinturón con hebilla, gobernadores y diputados de la oposición y del PRI se vanaglorian de su brutalidad programada, confunden vulgaridad con sinceridad, se manifiestan en contra de ``lo intelectual'' como ininteligible, aburrido y engañoso, y terminan reeditando la idea del Pancho Villa cinematográfico para quien los conflictos se resuelven a golpes de virilidad. En un país acosado por las sospechas, el único indicador de las buenas intenciones es la puerilidad.
Decir lo primero que viene a la mente (Fox: ``Yo resolvería el conflicto en Chiapas en 12 minutos'', o Loyola: ``Es más redituable salvar carreteras que universidades''), y actuar en consecuencia, entraña un rechazo a la razón, al valor de la instrucción y a los argumentos, a cambio de ser reconocido como un ``salvaje'', figura que, como se sabe, carece, por definición, de maldad y de culpa. Este culto a lo rudimentario, cuando no a lo infantil (el parche del gobernador de Tabasco para el diputado Creel), es más que una táctica publicitaria: en política, si se es burdamente franco sobre la propia puerilidad, nadie le toma a uno en serio, y esa ``ingenuidad'' es señuelo y ruta del acceso al poder, cuando hay sectores amplios que creen en el ``vigor'' elemental -el político ``realizando su personalidad'' en público- como el ingrediente que hace falta para resolver los problemas. Fujimori, Bucaram, Berlusconi, son ejemplares.
Del lado de la sociedad, las transmutaciones de lo espontáneo en puerilidad tienen que ver con el fin de la era libertaria del 68: el individualismo exacerbado del mercado se instala en forma de ligereza. Hay dos ideas que le subyacen. Por un lado, que egoísmo y moralidad no se contraponen -por lo tanto, que utilizar a los demás en beneficio propio no es malo- y, por otro, la idea de que cada uno de nosotros tiene una ``personalidad'' a desarrollar contra el mundo de los otros, y que serán victoriosos los que logren imponerla. En esta sociedad de consumidores no existe nada más incontestable que los sentimientos (si alguien juzga un sentimiento ajeno siempre cometerá una injusticia), los caprichos (la exitosa chica ``totalmente Palacio'' de los anuncios de un almacén encarna el egoísmo ñoño, sin remordimientos, disfrazado de colegiala) y la superioridad de lo banal (lo que hace ``bueno'' a un grupo como Molotov es la repetición de la palabra ``puto''). Lo ``auténtico'' será, entonces, lo rudimentario, desde ahora convertido en reserva de la ``verdad'' -contra los engaños del análisis complejo y la reflexión-, y ello ya engendró a una nueva generación que se autocontempla en lo perpetuamente infantil: el look femenino es el de la ``niña'' de coletas cuya tontería se enmascara en ``ingenuidad'' y la imagen masculina es la del ``niño'' lépero que ``expresa'' su autenticidad a ritmo de rap.
Y el 68 pierde aquí su segunda batalla. La espontaneidad que afrentó a la autoridad rígida y burocrática se banalizó, treinta años después, en los márgenes del mercado: quien quiera ``venderse'' mejor, como político o profesional, tendrá que aparentar ligereza y puerilidad. Lo indoloro es la mercancía más deseable.
La voluntad y el compromiso
El 68 fue el último momento del siglo XX en el que la gente creyó que el estado de cosas podría cambiar de una vez y para siempre. Esa fue la fuente de su entusiasmo. Treinta años después, el logro se ha despolitizado casi por completo (los fracasos ya no tienen que ver con el orden social) y se psicologiza con un conductismo barato (lo que te hace falta es ``motivación''). La supremacía de la propia subjetividad como algo que necesita ser conservado, a pesar de los otros, hace de su protección algo autolegitimado: ``Mi `personalidad' es la mejor, por el sólo hecho de que es mía y, para mantenerla, se justifican todos los medios'', rezaría el eslogan de este anti-Hombre Nuevo. Y es que con esta oleada de individualismo sordo, los hombres prefieren mantenerse consumidores a asumirse como ciudadanos. No es la democracia la que ha triunfado aquí, sino el mercado. En ese lindero, el 68 perdió su capacidad para humanizarnos en el movimiento hacia los otros: hoy existe un afán único entre nuestros conciudadanos, que es el de sobrevivir, y si eso implica desentenderse de la responsabilidad para con los demás, el esfuerzo será menor. Lo que hay que salvar, entonces, ya no es lo que me une a los demás hombres, sino el sujeto más o menos definitivo que he encontrado dentro de mí.
Dentro de los estrechos límites del individualismo y de su ``ética'' indolora, lo más parecido al compromiso del 68 es lo humanitario. Más preocupado por la supervivencia de los marginados que por su libertad y autonomía, a veces el humanitarismo es también una extensión de la frivolidad. Quien se presenta como benefactor hace un intercambio con el beneficiado: alimentos o ropa a cambio de que la víctima le devuelva prestigio, de que la opinión pública tome nota de la bondad del benefactor. Muchas veces, este humanitarismo caritativo es más una forma de salir del anonimato -hacer entrar nuestra historia personal en una historia ``grande'', convertirse en ``parte'', pero sin riesgo alguno- que un esfuerzo por ayudar a las víctimas a humanizarse.
En el peor de los casos (las esposas de los gobernadores de gira dadivosa o el Presidente sacrificándose en público por la ``soberanía nacional''), resulta un obstáculo para realizar las demandas de los excluidos. Quien se queda en el espectáculo sentimental de brindar apoyo, hace del sujeto asistido un ser dependiente y no un interlocutor. Por eso, la extensión del humanitarismo, más allá de sus buenas intenciones (por ejemplo, los Teletones o los conciertos de rock), no podrá jamás sustituir a la política: no crea ciudadanos autónomos, sino seres auxiliados, prefiere atenuar los riesgos de la extinción masiva, que ayudar a su liberación; no resuelve, atenúa.
Y ahí, el 68 fue derrotado por tercera vez: la demanda de que los ciudadanos fuéramos reconocidos como interlocutores del gobierno abdicó, treinta años después, en favor del afán asistencial.
El final de la política
Lo que revelan estos treinta años de modernidad pública es que la lógica del mercado terminó por expulsar a la política de su propio espacio, en favor de la asistencia, la autopromoción y lo judicial. La banalidad, intrínseca al consumismo, opone a la ética solidaria de los sesentas un continuun de sobresaltos domésticos, catástrofes convencionales y urgencias baratas. Detrás de todo ese shopping center de lo público se esconde una derrota esencial, mucho más importante que el 2 de octubre, porque compete a nuestro presente, era de logros mediocres, siempre cumplidos a la mitad, que tendemos a comparar con ánimo benévolo con otras décadas. No, no estamos tan mal como hace treinta años, pero, a diferencia del 68, ni el estado de ánimo ni las salidas a nuestro malestar público, están disponibles.