Bazar de asombros


Y con la falta
que nos hace

En la colección ``Ensayos'', publicada por la Universidad Autónoma Metropolitana, apareció una acertada selección de textos de Thomas Reid, con el título de La filosofía del sentido común. José Hernández Prado es el autor de la introducción y de las traducciones.

La publicación de estos fragmentos de los principales ensayos del filósofo escocés que sustituyó a Adam Smith en la Cátedra de filosofía moral del Old College de Glasgow, y que fue alumno y apenado crítico de Hume, constituye una interesante novedad y su lectura resultará especialmente útil en este país nuestro tan alejado, en los tiempos que corren, del sentido común (llamémosle sensatez) y de la serenidad.


Glowacki, Margules
y la ``bag lady'' mexicana

Ludwick Margules acaba de estrenar la obra del dramaturgo polaco Janusz Glowacki, Antígona en Nueva York. En su puesta en escena, el inquieto director mueve a esos personajes que están a punto de hundirse en el ``no ser'' bulgakiano, alrededor de una banca de parque en el frígido invierno de la nueva Babilonia. La ``bag lady'' empeñada en intentar el rescate y el arduo retorno a la dignidad de sus frágiles compañeros es, en esta puesta en escena, una indigente e indocumentada mexicana. Espero que las ideas teatrales del maestro Ludwik, enmarcadas en una escenografía godotiana, den nueva vida y aliento al notable texto de Glowacki.


Novedades nuevas
y eternas

Llegan a nuestra atiborrada mesa de redacción algunas novedades nuevas y otras ya permanentes. Alfaguara nos envía el libro de Juan José Arreola: Ramón López Velarde: el poeta revolucionario. El constante Arreola nos propone las imágenes del Ramón maderista, del escritor político amigo de algunos miembros del Partido Católico, y del poeta de ``La suave Patria''. En la imaginería del padre soltero de la poesía moderna en México, la patria aparece en el trono de la ``carreta alegórica de paja'', mientras las ``rachas constantes'' de la todopoderosa intemperie barren las aciagas páginas de nuestra historia civil.

Alfaguara nos manda también The Reivers, la última novela de Faulkner traducida ahora al español con el título de La escapada por José Luis López Muñoz; Plenilunio, de Antonio Muñoz Molina, el bien madurado novelista peninsular que inició su singladura con un texto notable, El invierno en Lisboa. Completan el nutrido envío los nuevos cuentos del ecuatoriano Javier Vásconez, reunidos bajo el nombre de Un extraño en el puerto.

Miguel çngel Porrúa y la UNAM se unen para publicar el libro de Adriana Yáñez, Nerval y el romanticismo. La maestra y filósofa entra con solvencia en los terrenos complejos del nihilismo romántico.


Pimpinela de Ovando,
Ixca, Federico Robles
y la ciudad antes situada
en lo transparente

Steven Boldy nos manda su Memoria mexicana cuando camina ya por las librerías la novísima edición de La región más transparente, la novela de Carlos Fuentes nacida en 1958, año en el cual Gladys García aún podía ver la salida del sol desde el mirador improvisado del Puente de Nonoalco. Ahí era donde Ixca Cienfuegos dejaba caer su ``aquí nos tocó, qué le vamos a hacer...'', mientras una aurora posiblemente ominosa andaba ya jugando con sus luces en los rieles y en las azoteas. El personaje central de esa novela emblemática es el grupo humano que habitaba una ciudad empeñada en echar a andar un errático proceso de expansión. Fresco enorme de creaturas pertenecientes a todos los grupos sociales, es, además, una enumeración lírica y dramática de nuevas colonias (``asentamientos'', dirían los de la jerga tecnocrática) y viejos pueblos devorados por el demonio tentacular.

Todo esto nos puso a pensar en la necesidad de dedicar un número de nuestro suplemento a los que han escrito sobre nuestra bella, brumosa, intensa y desventurada ciudad, entre otros muchos, a Balbuena, Cervantes de Salazar, Lizardi, Payno (``Relumbrón'' sigue espantosamente vivo, y, en la política y en la grilla literaria, pululan los ``lamparillas''), Facundo, Fidel, Micrós, El Duque Job, Don Artemio, Reyes, Novo, Monsiváis, Portilla, Matos, Huerta, Revueltas, Paz, Del Paso, Sáinz, Pitol, Pacheco, Cristina Pacheco, Zapata...

HGV

CONFIGURACIONES


Hugo Hiriart

Remen, remen perros ingleses

Cuando era niño, por extraño que suene, a nadie le importaba ver una película desde el comienzo. Se llegaba al cine a cualquier hora, con la película empezada, se iba descifrando como se podía la trama, veíase el final, y luego del intermedio, venía el comienzo.

-Aquí llegamos -era la frase ritual que identificaba el momento de la llegada. Y salías tan contento del cine.

Esta costumbre parece ahora anómala y francamente absurda. Muchos prefieren no ver la película a verla empezada. Sin embargo, era práctica común y parecía natural.

Ahora se toma en serio al cine y se lo juzga artísticamente. Antes no tanto, antes, en general se iba al cine por diversión, a pasar el rato, sin sesudas disertaciones. Y eso del cine como obra de arte equiparable a la poesía o la música nos viene, no de Hollywood, sino de Europa en los sagrados tiempos de los Visconti, los Bergman, y los directores agrupados en Cahiers du Cinéma.

Los cambios de apreciación del cine pueden ser profundos. En realidad todos tenemos en las películas que nos han nutrido y emocionado una especie de historia documental de nuestra propia mente. Las viejas películas nos devuelven, como en un espejo mágico, la imagen de cómo hemos sido. Y esa imagen a menudo es extraña e irreconocible.

¿De qué trata? De vaqueros. Esta apreciación infantil marcaba una especie de género. Así discerníamos. No por los directores, que ni siquiera, creo, sabíamos que existían. Tampoco por los actores. Si la película era de aventuras, misterio, miedo o guerra, podía verse, pero no había actor capaz de salvar del aburrimiento insondable una película de las llamadas ``de amor''.

El niño que disfruta una película de vaqueros o de piratas, ¿la aprecia estéticamente? Sin duda juzga, prefiere una película a otra, se da cuenta de la calidad del trabajo. Pero su apreciación es, digamos, utilitaria. Porque el cine es para él, sobre todo, oportunidad de ejercitar la fantasía identificándose con las tribulaciones y hazañas del héroe.

Blanco y negro, poco matiz, estamos en un mundo maniqueo con héroes puros y villanos canallescos. Es más difícil interpretar a un villano que a un héroe. El héroe es predecible y transparente. El villano ultrajante y deshonroso, en cambio, es singular, extraño, fascinante. Sus motivos son oscuros, y en los casos más diabólicos, como Yago, por ejemplo, inexistentes. El mal por el mal, el mal retorcido e inexplicable.

Para Umberto Eco, en un estudio famoso, James Bond no es más que un activo e incansable pretexto para presentar una galería de villanos interesantes. Y mi amigo John Edmons, actor, director, traductor de Racine y García Lorca, me contó que se dedicó al teatro porque vio en Londres una representación de Peter Pan. ``¿Cómo es posible?, le pregunté, ¿tanta impresión te hizo?'' ``Sí'', me respondió, ``porque Garfio era Charles Laughton''. No pregunté más, Laughton es mi actor predilecto, y ya me imagino lo que debió ser ese actor prodigioso, el Galileo de Brecht, haciendo de Garfio un inolvidable monstruo barroco.

De todos modos, no cualquiera puede representar un héroe. Errol Flynn, héroe epónimo de mi infancia, nació en Tasmania, después de ser expulsado de varias escuelas, se hizo pescador de perlas en Tahití, buscador de oro en Nueva Guinea y finalmente actor. Y filmó dos películas que me atrevo a calificar de perfectas, las dos de piratas: El Capitán Sangre (1935) y El Halcón de los Mares (1940), basadas las dos en novelas del impecable Rafael Sabatini, y una obra maestra, Las aventuras de Robin Hood (1938), exhibida durante la epidemia de poliomielitis. Fuimos al cine después de muchos ruegos, y con bolitas de naftalina en camisa y pantalones para evitar contagios. A los 50 años, grotescamente envejecido, minado por el alcohol y los excesos, el héroe sin par y galante enamorado de la dulce Olivia de Havilland, murió.

Recuerdo con emoción muchas películas de aquel tiempo: de vaqueros ninguna igual a Winchester 73, que es la historia de un rifle. De risa loca, aquélla en que el Gordo y el Flaco suben un piano por una interminable escalera. Es muestra gloriosa de cine del absurdo.

Una buena película había que verla muchas veces, aprenderla de memoria, de ser posible jugar a ella. Había por ejemplo un juego, basado en El Capitán Sangre, que llamábamos ``Remen, remen, perros ingleses''. No recuerdo cómo se jugaba, pero, como se ve, en él nos veíamos reducidos a esclavitud de galeotes. Aunque, claro, ostentábamos la admirable arrogancia que todo capitán de piratas sabe guardar aún en los momentos más difíciles y adversos.

(Continuará. Falta lo más misterioso)


TIEMPO FUERA

Fabrizio Mejía Madrid

Del cantar de los cantares

Canto primero

1. La dama se inclinó frente a mí para que pudiera bendecirla, pero -Oh, Dios mío, para qué me diste pupilas- acabé mirándole fijamente la ranura carnosa entre sus pechos, la piel surcada de ínfimos pelillos rubios, el vaivén respiratorio de los dos turgentes montes del Sinaí, listos para dictarles los Mandamientos, atentos a la renovación de la Alianza, la carne tensada por las clavículas que se alzaba hasta el terso cuello por el que mis manos comenzaron a subir -digo, para qué me diste manos-, deteniéndose mis dedos aquí y allá hasta elevarse a la cálida quijada e introducirse detrás de su oreja. 2. Húmedo era el territorio dentro de la nuca, bajo el cabello como rebaños de cabras del Monte Galaad que suben al viento, mis labios rozaron apenas el contorno de sus lunares y, en fin -para qué me diste lengua-, recorrí con ella el trecho andado como si huyéramos de Egipto. 3. Mi lengua, instalada en esa prodigiosa llanura entre montes sudorosos, se contorsionó más allá de las fronteras del vestido y terminé derramando mi saliva, como miel de Caná, sobre sus encajes blancos, mordiendo nylon como el perro baja-togas del Rey Salomón (Fab 2:6).

Olvidaba comentarlo: la dama gimió.

Canto Segundo

4. Y el Primer Botón me difundió su fragancia a mirra, incienso, y Teen Spirit. Y el Segundo Botón me atrajo a su costado apacible y sucumbí al aspirar su axila. ``Cosquillas'', protestó. Seguí andando por la genealogía de su corteza tibia y el Tercer Botón me reveló su mitad, donde mi lengua serpenteó entre vellos y morusas. ¡Oh, ombligo saltado, quién te dejó una arracada del Reino de Og, del rey de Basán, residuo de los refaím, que habitaban Astarot y Edray, desde Hemón y Saleca hasta Azmavet! (U:2).

5. Tomé su vientre entre mis dedos como si de una fruta se tratara y probé que estaba más que madura: un poquín pasada, pero esto es el trópico. Me rasguñé con la arracada. 6. Y el Cuarto Botón me llevó al comienzo apretado de sus jeans.

Alabanzas del Coro 7. ¡Queremos verla! ¡Queremos verla! ¿No ves que con un simple pellizco el broche cederá, se abrirá para ofrendar sus pechos saltarines? ¡Queremos verlos! ¡Queremos verlos! Y los jeans: son Topeka y se desabrochan con sólo jalarlos del primer botón (UB: 40).

Canto Tercero

8. Amado mío: olvidaste quitarme los zapatos. ¿Y qué no escuchas a García Márquez cuando dice que no se puede hacer con los calcetines puestos? (M:19).

9. Los jeans se han atorado y has de jalar de ellos por sus extremos. Iba a decirte cuán bello y delicioso eres, pero mejor concéntrate en librarme de este Topeka. Te has estrellado contra la pared y eso es por vivir en departamentos de interés social, pero, alégrate, ya no llevo los pantalones puestos. Lo demás, yo me lo quito. He tenido suficiente con tus tirones. 10. Amado mío, debes decirme dónde aprendiste a quitar sostenes: rompiste el broche que venía del Líbano y ese comerciante no regresará hasta el año entrante.

Alabanza del Coro. 11. De maderas del Líbano se ha hecho el rey Salomón su casita.

12. Las columnas las ha hecho de plata; el artesonado de oro; los asientos bordados de púrpura y recamados de ébano.

13. No nos vengas con que ese sostén era fino (Us: 3).

Canto Cuarto

14. ¡Qué hermosa eres, amiga mía! Son tus ojos como un respiro después de una tormenta de arena. Tus cabellos como gamos en estampida por el Monte Ebal, cerca de Siquem, pero no de Akrabata, porque, si no, sería el Monte Garizim. Pero te decía que tus dientes son hatos de ovejas recién clonadas (D: 6,5).

15. Como las dos gotas de agua que caen en la sequía son tus labios. Y corro a beber una y a almacenar la otra para bañarme a mediados del año (2,3).

16. Es tu cuello como la Gran Babel, siempre a medio construir, pero políglota.

17. Encantada como Tirsá, así es tu cabeza, pero con peinetas.

18. Sesenta son las compañeras de la oficina, y ochenta las vecinas, e innumerables las que van en el vagón por las mañanas. Pero una sola es la paloma mía, la maga mía, la escogida. Viéronla las empleadas y la aclamaron representante sindical; viéronla las vecinas, y las demás en el Metro, y la colmaron de alabanzas.

Canto Quinto

19. ¿Qué pasa con los cierres de los pantalones de los hombres? ¿Quién espera que se atasquen, cual auroras nacientes, a la mitad de todo? Yo quiero bajar al huerto de los nogales para ver los frutales y esta cosa se atoró. Lo bajaré con los dientes, cual la leona del Amón.

Olvidé comentarles: él también gimió.

Alabanza del Coro. 20. ¡Oh, tú, el que moras en las farmacias!, los amantes están faltos de protección. El Trojan fue forzado al revés y se deslubricó. Y nuestros amigos se abrazan y encienden la televisión.


DOMINGO BREVE

Juan Villoro

Rock contra el reloj

a Oscar Sarquiz, en sus 50 años de rock

En los años sesenta, la juventud dejó de ser una condición biológica y se convirtió en categoría cultural, es decir, en un oficio más agradable que digno. Los numerosos caprichos de una generación reinventaron el arte de hacer negocios: por primera vez, la chaquira tuvo un mercado donde los compradores y los vendedores no pertenecían a ninguna etnia.

Una época regida por el eslogan ``prohibido prohibir'' tenía que ser altamente exploratoria, y no es de extrañar que en ella abundaran los más indiscriminados catadores. En los Andes venezolanos, donde los pastores de humor melancólico recurren al díctamo real (antecedente naturista del Prozac y del Viagra), los excursionistas de la clase media buscaron estímulos más fuertes, como el hongo alucinante que crece en el excremento del ganado. La verdad, no es fácil imaginar las circunstancias en las que actuó el primer micófago andino. Lo cierto es que los sesenta fueron años capaces de popularizar las visiones salidas de la boñiga.

Un problema secundario de aquella época es que quedan fotografías. Los desaforados de otros tiempos podían fumar opio, nadar desnudos y rendirle religiosa pleitesía a una trucha sin dejar rastros de sus desfiguros. En cambio, los veteranos de los sesenta tuvieron amigos dispuestos a hacerles el dudoso favor de retratarlos con pelo afro y camisa de anémonas, bajo el efecto de alguna sustancia que ponía los ojos en salmuera o embarrados de todo durante una danza medio cósmica de la que no debió quedar otro saldo que una pulmonía. Abrir un álbum de ese entonces es una oportunidad de castigo equivalente a ver una vieja película de Godard. ¿Es posible que nos pareciera esencial algo así de ridículo? En el cruel presente, usar un pantalón de pata de elefante a la cadera resulta tan cuestionable como filmar filosofemas.

Es obvio que todas las épocas fenecen; sin embargo, quienes tuvieron el viento a su favor en la era del pop y la psicodelia, enfrentan severos problemas de ajuste en la vejez. La juventud fue un artículo de fe y la nostalgia no basta para compensar su pérdida. El desafío superior de la flower generation, que en México se graduó en Avándaro y el eclipse en Miahuatlán, consiste en mostrar vitalidad contra la norma. Los grandes chamanes de la tribu comparten el predicamento y han ofrecido himnos para la crisis de mediana edad, del optimismo sin freno de Bob Dylan (Forever Young) a la vengativa sensatez de Neil Young (en Rust Never Sleeps lo valioso perdura como el óxido que no deja en paz a los metales), pasando por el empate existencial de Jethro Tull (Too Old to Rock'n' Roll: Too Young to Die). Contra toda expectativa, el rock se ha transformado en un manual de envejecimiento. Revisemos algunas de sus fórmulas para lidiar con los mezquinos trabajos de Cronos. 1) El caso Jim Morrison, el más drástico de todos: morir antes de la horrenda madurez y cautivar la memoria de los otros como alguien eternamente menor (en su imaginaria entrevista con Rolling Stone, escribe Rafael Pérez Gay: ``Voy a cumplir cuarenta y [Morrison] sigue teniendo veintitantos: entre más tiempo pase, más posibilidades hay de que yo haya sido su padre''). 2) El caso Leonard Cohen, ser idéntico desde el principio, siempre intenso, siempre aburrido, siempre triste (la ropa negra ayuda mucho). 3) El caso Rolling Stones: ser un viejo de mierda a los cuarenta y un fascinante viejo de mierda a los cincuenta. 4) El caso Michael Jackson: asumir la edad de tus mutaciones.

El sábado 23 de mayo estas formas de la obsolescencia se presentaron en el vestíbulo del Teatro Metropólitan. Los seguidores de Steve Windwood intercambiaron cortesías geriátricas (``¡qué bien conservado estás!'') y alardes nemotécnicos (``¡hace 23 años que no nos veíamos!''). Una hermosa amiga recibió este extraño cumplido: ``¿Dónde compraste tus pestañas?, ¡parecen de verdad!'' De sobra está decir que sus pestañas son de verdad, pero en ese entorno lo real resultaba tan sospechoso que muchos espectadores pasamos la mitad del concierto tratando de decidir si los senos de una chica que no dejaba de bailar eran tan verídicos como su wonderbra.

En la fila 17 todos los aficionados se parecían a Manuel Lapuente. Es obvio que la gente tiene derecho a engordar, perder el pelo y bailar como quien se ahoga en una alberca de fisioterapia. Los seres agitados por una melodía de 1969 eran inocentes de toda ofensa. Lo malo es que se parecieran tanto a nosotros. Su vejez operaba como espejo y profecía.

Pero el tiempo también es generoso y entrega insólitas compensaciones. Por ejemplo, oír a Credence Clearwater Revival en los setenta era lo menos chic del mundo; en cambio, seguirlos oyendo es un acto de justicia; fieles a las raíces del rythm & blues, sobreviven mejor que grupos envejecidos a fuerza de pretenderse novedosos (Emerson, Lake & Palmer es el ejemplo cumbre).

Steve Windwood pertenece al rock básico que no requiere de alardes innecesarios. En la fila 15, el escritor Eduardo Mejía, que toda su vida ha llevado al cuello el emblema de Traffic, cumplió una cita con el destino. Un poco más atrás, îscar Sarquiz, nuestro máximo crítico de rock, pudo llenar otra página de su apasionada enciclopedia. ``La música, misteriosa forma del tiempo'', escribió Borges. Lo cual significa que la novedad permanece en los oídos, y que nunca hay que guardar demasiadas fotografías.


DE LA POESIA

Víctor Manuel Mendiola

Enrique Fierro

Entre la explosión verbalista -de pequeño o gran formato- y un falso esencialismo que pretende capturar en frases líricas -bien o mal armadas- al yo y a su correlato, la poesía latinoamericana está dominada por una retórica vergonzante, cuyo primer acto de presentación consiste en hacer ascos antirretóricos ante las formas líricas ortodoxas y ante cualquier clase de formalidad. No hay plan ni detalles preconcebidos; sólo espontaneidad, gaseosa espontaneidad. Lo natural contra lo artificial. En general, el principio del efecto poético, descrito en La filosofía de la composición por Edgar Allan Poe, no existe o no importa. Es un traste viejo. Pero sospechar de la retórica despierta suspicacias. El lenguaje es una construcción, tanto en lo que hace a la sintaxis como en lo que se refiere a la imaginación y al ritmo. Y la realidad, o nuestra realidad de cosas humanas, también es una construcción. En las edificaciones donde vivimos, y donde hablamos, todo es un constante alzamiento y una demolición ininterrumpida. Una inestabilidad entre lenguaje hablado, lenguaje escrito y lenguaje pensado configura, lo queramos o no, una inevitable cohabitación cambiante. Asumir que estamos atrapados en esta argamasa no nos libera, pero sí nos permite habitar nuestra morada. Ahora que todo sucede, ``pero al revés'', lo reaccionario estriba en no captar que ``forma es fondo'', como bien dijo Díaz Mirón.

El elaborado lenguaje silencioso (``prefiero callar: hacer silencio'') de los minilibros Margen, llamar a capítulo (Ed. Ditoria, México, 1997), Contra la distancia (Ed. Piñón Fijo Editora, Uruguay, 1997) y Hechos, deshechos (Ed. Piñón Fijo Editora, Uruguay, 1997) de Enrique Fierro (1942, Uruguay) representa la adquisición de una forma de concentración que contrasta con la insulsa brevedad de una parte no pequeña de su poesía anterior. La casi mudez de Fierro revela un cansancio ante el exceso verbal y la pérdida de sentido. Muestra, asimismo, la voluntad de crear una nueva concreción que al transformar al lenguaje en un problema retorna, de manera inesperada, a la realidad. Aceptar la declaración ``el signo no es la materia sensible'' nos puede colocar en un terreno de abstracciones líricas cada vez más ``imaginativas'', pero también puede aguzar nuestras percepciones y conseguir imágenes más redondas y más exactas. En Fierro, el planteamiento de este cambio ocurre con una negación, y tan rápido, que es fácil pasarlo inadvertido. Es una fórmula que salta del lenguaje al concepto y al mundo en un abrir y cerrar de ojos. Enrique Fierro dice: ``Aquí ya no se trata/de hablar del gato/ se trata del gato.'' El poema sustrae un sentido y, con un pequeñísimo desplazamiento abrumador, coloca otro. Otro que invoca al ser -percibido de manera inmediata. Lo esencial se vuelve carne y hueso, pero, contradictoriamente, sólo es una generalidad, cosa pensada, el gato que es todos los gatos. En otro texto, con la misma calidad, Fierro dice: ``Allá breve/ y por la página/ lo que pasa no piensa/ lo que piensa no pasa.'' Poema que iguala la práctica del lenguaje con las otras prácticas y que recuerda la conciencia estéril de ``Muerte sin fin'' cuando dice: ``¡Oh inteligencia, soledad en llamas/ que lo consume todo hasta el silencio!'', claro que estos últimos versos no dejan de estar en un volumen mucho más elevado y, hay que reconocerlo, poseen una grandilocuencia difícil de reproducir. En estos nuevos poemas, es imposible agarrar descolocado a Fierro en una de esas líneas con pretensiones epigramáticas que no se cumplen. Recuérdese, por ejemplo, el poema ``Caída: ¿indicios?'' donde Fierro, en un afán de hipersignificación, acaba no diciendo nada o muy poco. ``Palabra/rehén/rescoldo:// por tierra:/¿y el ardor?/los espasmos.'' En estos nuevos poemas, Fierro no ha abandonado el afán sintético. La diferencia estriba en que el deseo de significar ha devenido de verdad pérdida y recuperación del sentido. En vez de la ociosidad lingüística llena de paja, que podemos observar en tantos poemas, en estos poemas de Fierro encontramos la concisión de quien ha dejado de andarse por las ramas y ha llegado, rozando el haikai o el aforismo, al fondo de su asunto.

Haciendo a un lado el hecho inquietante de que a la literatura uruguaya, y sobre todo a su vocación de inconsciente, pertenecen, de un modo u otro, Lautréamont, Laforgue y hasta Supervielle, no cabe la menor duda de que habría que releer a Juan Parra del Riego, un vanguardista candoroso y fresco, a Sara de Ibáñez, medio olvidada por el momento pero en una línea posmodernista sin duda eficaz, y a Juan Cunha, poeta tan bueno y por muy poco casi desconocido. En ellos, como en Ida Vitale, Idea Vilariño, Amanda Berenguer, percibimos un forcejeo tanto con el yo como con el lenguaje. Si en los primeros gana la presencia del mundo y en los segundos predomina una distancia verbal, en todos la forma significa una experiencia de rigor. En Margen, llamar a capítulo, Contra la distancia y Hechos, deshechos, Enrique Fierro ha logrado asumir, rehaciendo las señales del lenguaje y con rumbo a la realidad, una economía a la altura de esta otra parte de la poesía uruguaya.

En Las oscuras versiones, Fierro buscaba una parquedad y una ironía, pero no lograba ninguna de las dos o se quedaba a la mitad del camino. Ahora con estos poemas se vuelve mucho más interesante, un poeta que antes sólo era tan escrupuloso como chistoso. Vale la pena reencontrarlo.