El tiempo tiene sus inquietas razones para permitirnos ocurrir cuando menos lo esperamos, después de hacernos acechar, escudriñando la memoria y las bocacalles del porvenir y sin descanso, después de creernos desistidos. Su asimetría carece de sistema. Así, en los proyectos de la imaginación como en los trayectos de la memoria, apenas nacemos el tiempo nos arrastra a su incoherencia, rebelde a los relojes, reacio al mezquino cernidor de las tres veces H Historia, esa señora sorda.
Una debilidad típica de la imaginación humana consiste en considerar inalcanzable al futuro. Sólo se le concibe después, allá, y eso le garabatea la palabra nunca en mitad de la frente. La vida de ahora nos empobrece siempre, pero así somos y ni modo. Nuestra unidimensional percepción del tiempo impide ver el fruto en la semilla, y nos niega el deleite de morderlo y saborear su húmeda verdad derramada.
Las semillas son duras, se antojan inertes, lucen secas, inofensivas, como si en sus cotiledones y en sus sexos no llevaran ya inscrito todo el verde. Sólo que carecemos de ojos para reconocernos en eso.
Es una lástima, porque podríamos sentirnos más alegres si tuviéramos ese tipo de confianza, si habitáramos desde ahora el futuro, en el entendido de que todo es aurora si es mirado en cierto modo. ¿Qué tal si nos diéramos una oportunidad entre mil de llegar a donde vamos? Regalarle vino al agua, tortilla al grano, flor a la calabaza.
Las borrascas, las carencias, los dolores y las pérdidas son, y ni modo de negarlos, no vayamos siendo avestruces con el culo abandonado.
Los campesinos saben que la tierra sólo renace, no sabe hacer otra cosa. Y los pescadores, campesinos del mar, saben, con Valéry, lo obvio: que el mar siempre recomienza y uno nunca sabe si viene o va.
Cuesta trabajo reconocerse en los vientos, en las estaciones desperdigadas, en los detalles mínimos de la vida continuada, en cada puerto grande o pequeño. No todos son Odesa o Halifax, pero en cualquiera se recala, Itacas que non parescen, pero que la caprichosa distribución del caos echa de pronto al aire a que se oreen, a que alcancen a ser los relajados confines del horizonte ciego.
Tendederos cargados de blusas transparentes y gordas, vacías, a merced del viento. Un fresco horizonte de ropa recién lavada, madurando mensajes por el alambre, como antes del venerable telégrafo de nuestros abuelos, aquella comunicación inalámbrica que los tuvo tan orgullosos en su tiempo; luego se nos adelantaron y hoy apenas si los recordamos.