Ugo Pipitone
Drogas en Nueva York
Las Naciones Unidas inauguran una sesión especial de la Asamblea General sobre el Problema Mundial de las Drogas. Dicho en síntesis, se trata de fijar un plan de combate global que permita una cooperación judicial más eficaz entre países, un mayor control del lavado de dinero, la erradicación de cultivos y la represión de las redes criminales que alrededor de la droga se han armado a lo largo de décadas. Los únicos problemas que parecerían estar afuera de las preocupaciones de las Naciones Unidas son éstos: ¿es sensato y realista imaginar un combate mundial exitoso contra las drogas --así, en general? Y ¿qué significa la palabra droga? ¿Es lo mismo la cannabis que la heroína? ¿Necesitan medidas similares de control y represión los hongos alucinógenos de varias culturas ancestrales y las anfetaminas que destruyen el organismo en pocos años?
Pero, confesémoslo, éstas son preguntas intolerables en el ambiente de fervor moralista de la actualidad. Las diferencias son relevantes sólo para aquéllos que están en olor de herejía, aquéllos que quieren socavar los castillos de la virtud del presente. Es una pena que la Organización de las Naciones Unidas se preste a una operación de tinte mojigato-represivo que parecería estar muy lejos de un intento de comprensión de uno de los fenómenos más complejos y difíciles de nuestro tiempo. Es siempre más fácil organizar el coro de los virtuosos que exorcizan al mundo, que tratar de entenderlo y operar en él con la conciencia de los límites y contradicciones de las propias decisiones.
En el universo-droga tenemos una infinidad de cuestiones sin respuestas canónicas. Por lo pronto tenemos un problema de criminalidad organizada. Alrededor de la producción y distribución de varias sustancias se han organizado redes criminales que producen cada día episodios de barbarie que siguen avanzando hacia dimensiones aterradoras. En contextos sociales desestructurados la criminalidad organizada es una atractiva fuente de empleos para desesperados y confundidos y es un factor de ulterior descomposición social.
Tenemos también un problema político. La capacidad de corrupción de un negocio mundial que gira alrededor de 400 mil millones de dólares es, obviamente, gigantesca. ¿Cuántos políticos están actualmente en venta en el mundo? Imposible una respuesta pero el número debe ser suficientemente grande para producir escalofríos en cualquier persona dotada de un mínimo de sensatez. Permitir que una criminalidad poderosa penetre en estructuras institucionales aún históricamente frágiles es una forma de eternizar el subdesarrollo. Y si alguien no lo entiende será suficiente que estudie la historia contemporánea del sur de Italia para que entienda.
Y tenemos un problema colectivo de sentido de la vida entre millones de seres humanos que en un mundo dominado por la eficiencia, la plétora de instrumentos y la escasez de sentidos no encuentran un significado a sus existencias y se repliegan en drogas y otros lenitivos al desconcierto y la sensación de irrelevancia de todo y todos.
¿Qué hacer? El problema es muchos problemas. Economía, psicología, cultura, política: todo se mezcla en una maraña proteica que no es, ni será, fácilmente extricable. ¿Pero no sería ya un paso adelante descriminalizar aquellas drogas cuyo uso no supone un camino seguro al suicidio? Y, de esta forma, comenzar a reducir los espacios que otorgan, sin necesidad real, riqueza y poder a la delincuencia organizada. El fundamentalismo moralista no sirve a nada y mucho estorba. Quinientos intelectuales del mundo acaban de enviar una carta al secretario general de las Naciones Unidas recordándole la necesidad de abrir ``un diálogo verdaderamente abierto y honesto... en el cual el temor, el prejuicio y las prohibiciones punitivas cedan al sentido común, la ciencia, la salud pública y los derechos humanos''.
Combatir las drogas ``pesadas'' significa muchas cosas pero una sobre todas: luchar contra este sentido de inutilidad personal que alimenta, inconscientemente, la barbarie de la criminalidad y la vergüenza de la corrupción política. Esta batalla no se gana poniendo en el mismo plano mariguana y heroína. Y menos aún armando alrededor de esta confusión ejercicios de moralismo intolerante.