La manera en que ha de enfrentarse el problema del ambulantaje en la capital del país ha suscitado posiciones difícilmente conciliables en diversos sectores de la sociedad. Por una parte, se subraya que el gobierno capitalino tiene la obligación de aplicar la legislación y los reglamentos -por ejemplo, el bando que prohibe el comercio informal en el Centro Histórico del Distrito Federal-, pero por otra, se dice que debe obrarse con sensibilidad política y evitar los operativos policiacos. El tema alimenta toda suerte de polémicas y descontentos -de los partidos políticos, de los propios ambulantes y sus agrupaciones, de comerciantes establecidos, de residentes y de autoridades- y no hay a la vista un posible consenso al respecto.
En la ciudad de México y en otras grandes concentraciones urbanas el ambulantaje ha llegado a convertirse en un conflicto de primer orden, comparable en magnitud y complejidad a la contaminación y a la inseguridad. La presencia del comercio informal en los espacios públicos de las ciudades no puede verse sólo como una infracción a las leyes y a los reglamentos, sino como una válvula de escape al desempleo y a la pérdida del poder adquisitivo que han generado las sucesivas crisis económicas; al mismo tiempo, es expresión de las extensas redes de corrupción que han imperado en la administración urbana y de intereses clientelares y mafiosos que operan tanto en las propias organizaciones de ambulantes como en el otorgamiento, desde el poder público, de espacios y de protección para sus puestos.
El ambulantaje agrava la contaminación, la inseguridad y la insalubridad, y se articula, en ocasiones, con la delincuencia organizada, en la calidad de canal de venta de mercancía robada o prohibida. Adicionalmente, para millones de citadinos representa la prueba evidente y exasperante de una corrupción generalizada: sólo una descomposición de gran escala en las administraciones urbanas puede explicar la utilización de recursos públicos -vías de comunicación, parques y jardines, luz y agua- para beneficio privado. El correlato menos visible de este fenómeno es la existencia clandestina de todo un sistema de recaudación paralelo, en el cual no se pagan impuestos sino cuotas, entres y mordidas, tanto a agrupaciones como a funcionarios públicos.
El panorama es ciertamente indignante, pero ello no justifica la aplicación inflexible e inmediata de leyes y reglamentos para resolverlo: tal medida implicaría la comisión de una injusticia social de grandes proporciones -pues se cancelaría a cientos de miles de personas la única posibilidad que tienen para ganarse la vida- , haría inevitable el recurso de la represión policial y generaría, sin dudarlo, reacciones violentas de parte de los afectados.
En lo que concierne a la ciudad de México, una vía aceptable para resolver el problema, así sea parcialmente, es la negociación y la concertación con los ambulantes y sus organizaciones. Pero, en el terreno nacional y a largo plazo, la solución escapa al ámbito de acción de las administraciones urbanas. Una problemática generada por la política económica vigente desde hace diez años, por lo menos, y por la corrupción imperante en diversos niveles de la administración pública, sólo podrá resolverse modificando la primera y combatiendo a fondo la segunda.