Jorge Turner
Adiós a Manuel Blanco

El viernes pasado falleció en Mérida, Yucatán, el notable periodista cultural mexicano, Manuel Blanco a la edad de 54 años.

Fuimos muy amigos. Por eso cuando llegó al medio siglo de vida escribí un artículo de felicitación y narré algo especial de lo que me ocurría en mi relación con él. Aparte de mi preocupación permanente porque su talento se frustrara por una muerte prematura, siempre me acontecía que cuando rememoraba nostálgicamente a mis viejos amigos panameños o mexicanos de mi primera juventud (amigos de siempre), aparecía su imagen. Se colaba el recuerdo de él a pesar de que a Manuel lo conocí más tarde, en mi edad madura, cuando éste llevaba sus colaboraciones en 1969 a la Revista Mexicana de Cultura (suplemento de El Nacional), que dirigía el inolvidable poeta español Juan Rejano.

Obviamente que al confundirlo de época era una travesura de la mente que, sin embargo, connota que lo ubicaba en el tiempo de mis intensos afectos vitalicios junto a otros grandes y fraternos compañeros de la adolescencia, a pesar de que Blanco nació en el Distrito Federal en 1943, fecha en que yo llegué por primera vez a México en representación de mi país a un congreso juvenil continental.

A Manuel Blanco es necesario ubicarlo justamente en su época. Cuando tuvimos el primer contacto (como ya dije), él colaboraba en la Revista Mexicana de Cultura, y yo, por mi parte, recién desterrado de Panamá, después de un paso breve por la revista Sucesos, entré a trabajar en El Nacional, gracias al apoyo generoso de Alejandro Carrillo Marcor, de Ortiz Hernán y de Rosendo Gómez Lorenzo. Manuel Blanco tendría 25 años. Había pasado por la Universidad Obrera, en donde sentía que la enseñanza de allí estaba más a tono con sus inquietudes políticas, y su temprana aptitud para las letras y el periodismo ya se había concretado en su primera noveleta, Viva mi desgracia, y en distintas colaboraciones para Diorama de la Cultura, de Excélsior. Manuel, en la Revista Mexicana de Cultura, empezó haciendo reseñas de libros, bajo la crítica paternalista de Juan Rejano.

Desde el principio me interesó el equipo juvenil de colaboradores con que contaba Rejano en ese entonces. En general se trataba de muchachos talentosos, de origen humilde, traumatizados por la tragedia de Tlatelolco. Vivían una angustia existencial incontrolable a la que se agregaba la angustia impaciente y legítima por darse a conocer como escritores. Yo le decía a Rejano con frecuencia (y él así lo aceptaba) que además de estimularlos intelectualmente tenía la responsabilidad moral de sermonearlos, para que no cayeran en la bohemia desatada ni en la autocompasión y pudieran edificarse un carácter de lucha. De aquel grupo (no rompe mi modestía habitual el decirlo) tengo el orgullo de haber visto con especial simpatía, por lo que indicaban el contenido y la forma de sus artículos, al hoy realizado Humberto Musacchio y a Manuel Blanco.

En los años que siguieron, Manuel no abandonó la literatura ni el periodismo. En 1976 publicó dos relatos largos, Natalia y Jardín de lluvias. Y en 1984 editó Cantos de enloquecido amor. Su última publicación fue el libro Nueva tradición de la danza, en 1996. A lo largo de 20 años, a partir de 1970, fue el responsable de la página cultural de El Nacional. Al salir de este periódico colaboró en El Búho, de Excélsior, en Cine Mundial y luego en El Financiero.

Manuel Blanco fue sin duda una vida consagrada plenamente a las letras y al periodismo. Desde los años en que Rejano lo dejó de la mano, Manuel mantuvo un ritmo ininterrumpido de trabajo dedicado a su vocación, a pesar de que lo intercalaba con la bohemia.

El horroroso terremoto en México, del 19 de septiembre de 1985, ayudó a Manuel Blanco, según su propio decir, a adquirir mayor responsabilidad de trabajo y bizarría, emocionado por el ejemplo de fuerza y estoicismo del pueblo de la capital, al que él pertenecía, verificando que, por encima de la tragedia colectiva, se impuso ese día una solidaridad humana y un carácter reveladores de la nobleza y la bondad intrínseca de los humildes.

Pero las cosas no le marcharon bien personalmente desde entonces. Poco a poco fue siendo devastado por la enfermedad, y en 1992 le amputaron la pierna. Sin embargo, Blanco siguió adelante, escribiendo más que nunca, no obstante saber que tenía el tiempo contado, o quizá por esto mismo. En esa época concluyó muchos de sus proyectos pendientes.

Ojalá que entre sus proyectos terminados y aún no editados figuren las biografías de José y Silvestre Revueltas con las que estaba ilusionado.

Me emociono hoy al recordarlo en sus últimos tiempos, sereno y empeñoso por ayudar a las nuevas generaciones de periodistas, sin amarguras, con una concepción clara de la vida y la muerte; muy distante, pero muy distante, del tema del sentimiento de autocompasión que algunas veces toqué con Rejano.