La Jornada viernes 12 de junio de 1998

Adolfo Gilly
Tiempo de matar

Esta vez no fueron los paramilitares, como en Acteal, ni los Halcones, como el 10 de junio de 1971. Entre el 8 y el 10 de junio de 1998 el Ejército y la policía, con sus uniformes y sus mandos institucionales, mataron once campesinos en Guerrero y ocho en Chiapas. En ninguno de ambo casos hubo resistencia ni enfrentamiento armado. Los de Guerrero, según testigos y evidencias, fueron ejecutados o masacrados. Los de Chiapas fueron masacrados en Unión Progreso, según la versión oficial en respuesta a unos disparos desde los cerros cercanos. En ambos casos los efectivos militares y policiales eran superiores a los mil hombres, con tanquetas, bazukas y armas de alto poder. En ambos, los lugareños huyeron de sus pueblos a los montes.

Una tropa de mil doscientos efectivos fuertemente armados que para responder a unos disparos desde un cerro masacra a una población indefensa, no lo hace en defensa propia sino porque cumple órdenes. ``Tras el operativo, veintiséis casas y dos tiendas cooperativas de la comunidad fueron saqueadas y robadas'', denuncian los sobrevivientes. Ellos miraron a los soldados llevarse cargado en un camión, atado como un bulto como se ve en la foto, el cuerpo inerte de un hombre con los ojos vendados. La tragedia sin nombre aparece en los rostros y en los ojos de las mujeres y los niños indígenas en la primera página de La Jornada, y hasta los ojos del perro miran desolados ese espectáculo de muerte y de miedo.

Ese ejército tiene un comandante en jefe. Se llama Ernesto Zedillo y ejerce el cargo de Presidente de los Estados Unidos Mexicanos. El comandante en jefe debe explicar al país y al mundo este baño de sangre largamente anunciado. Su ausencia, más de veinticuatro horas después de la matanza y el saqueo de Unión Progreso por sus tropas, es una ofensa a la investidura que ocupa y al país que dice gobernar.

A fuerza de denuestos y de agravios, Ernesto Zedillo y sus funcionarios Labastida, Albores, Rabasa y Orive obligaron al obispo Samuel Ruiz y a la Conai a la única salida digna y positiva que les quedaba: denunciar la política de guerra del gobierno, anunciar los ataques inminentes y renunciar a sus funciones ya inútiles de mediadores. Esos anuncios se cumplieron con una prontitud que hasta a los más duros críticos de este gobierno sorprende.

Los hechos siguen dando trágica razón al prolongado silencio zapatista. Es el antiguo silencio de los combatientes, de los presos, de los resistentes frente al agravio, la mentira y el cinismo cotidianos de quienes usan las palabras como si fueran excremento.

Las palabras, en cambio, son sagradas. ¿Con quién y para qué usarlas, si enfrente no hay interlocutor? ¿Qué responder a quienes exigen diálogo mientras sus bocas insultan y sus tropas matan indígenas, saquean casas, destruyen sembrados y aterrorizan niños?

Por tres veces al menos en este conflicto, el actual Presidente de la República ha faltado a su palabra en público empeñada. La primera fue el 9 de febrero de 1995 cuando, al acudir de buena fe los mandos zapatistas a negociar, el gobierno federal les tendió una emboscada e intentó apresarlos. La segunda fue cuando, después de haber firmado tras larga negociación los acuerdos de San Andrés, ese gobierno se negó a cumplirlos. La tercera es ahora, cuando después de haber repetido el presidente semana tras semana en todas las tribunas que no usaría la fuerza para resolver el conflicto chiapaneco, sus tropas entran en los poblados a matar, apresar y saquear.

Allí donde no existe la decisión probada de cumplir con lo acordado no hay interlocutor. Hay sólo una mentira de la cual la gente honrada no puede hacerse cómplice. Por eso desaparece la Conai, se paraliza la Cocopa y calla el EZLN.

De otros es ahora el turno de hablar. El Congreso de la Unión puede intervenir para detener esta locura. El Congreso tiene facultades para demandar al doctor Ernesto Zedillo, comandante en jefe del Ejército, una explicación a esa soberanía y a la nación por las matanzas, saqueos, torturas y violaciones múltiples de derechos y garantías cometidas por sus tropas en el estado de Chiapas.

Diecinueve muertos por balas del gobierno mexicano en vísperas del Mundial de Futbol. En el mundo se preguntan si era para eliminar testigos que fueron expulsados los observadores. La canciller Rosario Green debe explicar a esa opinión internacional, a los países del TLC, a los países de la Unión Europea y a los países de América Latina qué significan esos indígenas masacrados y esos prisioneros vendados y liados como bultos en el fondo de camiones militares. Que el Mundial no sea la cortina para ocultar estas atrocidades y seguir adelante. Que la fiesta no encubra el tiempo de matar.