Enrique Calderón Alzati
No seremos cómplices

Axel tiene siete años. Sabe que sus padres han acariciado para él un proyecto educativo diferente. Donde se habla de palabras dulces y respetuosas de la dignidad de otros, y donde se busca desaparecer tiradores, para que los pajaritos puedan seguir volando entre los altos árboles que rodean la poza donde se baña. Ha escuchado que es importante rescatar los haberes de los antepasados y de los más viejitos de la comunidad, y la forma de cantar y de bailar, para que la música ``de las grabadoras'' no la vaya borrando. Le han hablado de traer marimbas para sacar el sonido del corazón de la madera. Hasta se ha imaginado en una noche estrellada, de esas que se cosechan en el corazón de la selva, haciendo cantar las maderas de la marimba.

Axel quería sentarse en las tardes bajo la sombra del mango a escuchar las historias que el educador iba a leerles de los libros que con tanto amor habían sido depositados en la biblioteca del Consejo. Se imaginaba al lado de su papá construyendo un columpio entre los árboles, para poder volar como lo hace con las lianas entre la espesura; o haciendo con una tabla uno de esos que les llaman ``subibajas'' para dejar al Leibi trepado arriba, gritando de gusto.

Todo eso se tejía en su mente como promesa color amanecer, cuando en la madrugada del 1o. de mayo la policía de Seguridad Pública, con el respaldo de soldados del Ejército Mexicano, entró a las instalaciones del municipio autónomo golpeando y rompiendo muebles, archivos y libros. Y ahí rodaron sus sueños de lecturas vespertinas y de escuela autónoma. No sabía si defender a su padre o correr. Tuvo en su corazón todo el miedo del mundo y sintió los golpes, los gritos que lo envolvían y lo soltaban en un precipicio. Corrió, se escondió, perdió de vista a su padre y a los otros, y la noche seguía siendo cómplice de la infamia. Eran tantos y daban tanto miedo, que él creyó que así se sentiría al morir.

Se hizo bolita, agazapándose hasta que el sol empezó a teñir el día y luego corrió, corrió mucho buscando a papá. Papá ya no estaba. Sólo soldados resguardaban lo que había sido su humilde cama, un sarape que ahora estaba roto y lleno de lodo. Vio sus libros de cuentos de animales, su cuaderno y su carrito de ruedas azules, tan roto como su vida; tan solito como él se sentía esa mañana.

Axel caminó y caminó, pidió que lo subieran a un camión que pasó por ahí. Lo bajaron luego porque no traía con qué pagar. Siguió la brecha que lo llevaría a su comunidad. A ratos corría mucho hasta que el corazón parecía salírsele de dentro, como en ``la noche de los soldados''. En esa loca carrera se preguntaba qué sería de esos ``sus derechos'' de los que hablaba el educador comunitario. Dónde habría quedado la plática de sus padres que decían que ``tenemos derecho a escoger nuestro gobierno''; qué había sido de lo que decía Elpidio sobre ``su derecho a decir ideas''; y sobre todo, por qué a la policía y a los soldados se les había olvidado que ``los niños tienen derecho a protección y cuidado...''

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Este relato escrito por una maestra de una escuela de las comunidades de Chiapas, que hoy viven la guerra despiadada de los que pretenden ``instaurar el estado de derecho'', su estado de derecho, es una de tantas historias y testimonios del drama de la guerra que constituye desgraciadamente ya la nueva realidad de nuestro país.

En esta escalada de irracionalidad y de odio promovida por las instituciones que deberían velar por la paz y la armonía de la nación, resulta alentador conocer las posiciones enérgicas de rechazo a la violencia gubernamental y de apoyo a los débiles, asumidas por el Partido Acción Nacional, por la Iglesia católica, por el Partido de la Revolución Democrática y por un amplio grupo de comentaristas de radio, prensa y televisión, que desde luego responden al sentir de la inmensa mayoría de la población, que exige el fin de este proceso de muerte y destrucción.

La sociedad mexicana no puede ni está dispuesta a ser cómplice de las atrocidades que se vienen cometiendo contra los hombres, mujeres y niños indígenas, por un grupo de sicópatas escudados en un aparato de poder que afortunadamente les será efímero. Los mexicanos no queremos más de esta guerra, de esta violencia, de este mensaje que habla de orden y de ley, y que sólo va dejando una estela de odio y destrucción. La nación mexicana está agraviada por la tragedia que hoy viven los indígenas con su luto y su silencio. ¿Acaso no se ha dado cuenta, señor Presidente?