Manuel García Urrutia M.
El nuevo consenso de la reforma laboral

Ya el secretario del Trabajo y Previsión Social, José Antonio González Fernández, lo había advertido a los pocos días de asumir el cargo: la reforma laboral viene. En ese proceso, afirmó en su primera conferencia ante los medios, la función de las autoridades será ``promover y ordenar el diálogo y el debate; darle cauce y hacerlo productivo para hacer los nuevos consensos''. En la reunión del presidente Zedillo con los representantes del Poder Legislativo se acordó que la Ley Federal del Trabajo (LFT) sea uno de los puntos a discutir, en este año, como parte de la agenda del Congreso.

Ante esta realidad es obvio que han salido a relucir los intereses de quienes quieren que las cosas cambien para que nada cambie, y los que han entendido que las modificaciones laborales están íntimamente relacionadas a la reforma del Estado y al proceso democrático que vive el país. La modernización de las relaciones obrero-patronales no la dará la ``flexibilidad laboral'', como algunos empresarios piensan, sino el reconocimiento a las libertades sindicales y la creciente democratización de las relaciones laborales, es decir, hacer protagonistas a los trabajadores en las decisiones que ayuden a elevar la calidad y la competitividad de las empresas, pero que también conlleven a mejorar sus condiciones de trabajo y de vida. Tampoco son los cambios a la ley, como afirman funcionarios, por sí solos, generadores de empleos y mejores salarios. Se requieren, además, medidas adicionales. La LFT representa, en ese contexto, las condiciones mínimas en que debe prestarse un servicio, reconociendo y protegiendo una relación, no mercantil, entre desiguales. Sin embargo, no deja de aceptarse que hay contenidos de la LFT que deban revisarse --desde diversas ópticas-- tanto para modificar disposiciones que afectan la productividad de las empresas como para acabar con ataduras corporativas y pretextos que aletargan y corrompen la impartición de justicia y el cumplimiento de la ley. Los cambios a la LFT deberán responder al modelo del país que queremos los mexicanos.

Por ahora, más que en el contenido, el debate se ha centrado en quién debe participar en su reformulación. La ``moderna'' cúpula empresarial --de los dirigentes sindicales del Congreso del Trabajo era de esperarse por su falta de propuesta y dependencia del gobierno-- se exhibe cuando dice que los partidos no deben participar y adelantarse con propuestas sobre la ley laboral; olvida que éstos representan expresiones de la pluralidad social existente y que es su función, a través de sus integrantes en el Legislativo, permear esos intereses diversos en las regulaciones que aprueban --porque al fin y al cabo eso es México--. La unidad no es la suma de incondicionalidades sino de acuerdos responsables entre quienes sostienen posturas diferentes. Olvida, también, que en mayo de 1992, el Acuerdo Nacional para Elevar la Productividad reconocía que elevar la productividad es una responsabilidad colectiva que concierne a toda la sociedad.

La discusión de la reforma laboral, por ello, nos atañe a todos y reclama vencer ciertos tabúes. Hablar de evitar la ``politización'' de los cambios a la LFT es un ardid gastado para evitar que la pluralidad se exprese también en el ámbito laboral; es una manera burda de defender el status quo y los hábitos excluyentes a fin de seguir privilegiando formas corporativas de relación. Cientos de empresarios y trabajadores no se ven representados en los liderazgos tradicionales.

Independientemente de que diversos organismos realicen foros para analizar la ley y los cambios que necesite, es conveniente que el gobierno y el propio Congreso, como han hecho antes, convoquen a la sociedad: a trabajadores, a académicos, a sindicatos, a abogados, a empresarios, a las ONG, a debatir y proponer sobre el tema. Aceptar que sólo pueda haber un proyecto derivado de las componendas entre cúpulas desgastadas de empresarios que quieren seguir manteniendo privilegios y líderes sindicales, que siguen ligados a fórmulas corruptas y patrimonialistas de la relación laboral, arrogándose la representación de los ``factores de la producción'' y del consenso, no sólo no es nuevo ni moderno sino retrógrada.

El secretario no puede faltar a su palabra y validar que sólo dirigentes fieles al gobierno sean los únicos facultados para presentar propuestas, a través del Ejecutivo, sobre la reforma laboral. Si fuera así, entonces ¿dónde están los nuevos consensos? Ya basta de simulaciones.