La Jornada domingo 14 de junio de 1998

JAPON Y CHINA: ENCRUCIJADA ECONOMICA

Japón, que ha sido por decenios el principal proveedor de capitales no sólo en los países dependientes sino también en Estados Unidos y Europa, y es parte fundamental de la llamada Tríada que tiene la voz cantante en el coro de la economía mundial, ha declarado oficialmente que se encuentra en una recesión. Para ser precisos, el estallido de la bola de jabón de las especulaciones inmobiliarias en ese archipiélago se dio hace casi dos años y ahora, agotados los amortiguadores, le ha tocado al sistema bancario que tiene una gran cantidad de carteras vencidas, pues hizo préstamos de manera incontrolable en el periodo en que el boom parecía no tener fin.

Aunque el Estado japonés, siempre soporte de los bancos y de los grandes trusts, ha salido a salvar a aquéllos con enormes inyecciones de dólares, Japón no es ya la locomotora del sureste asiático ni el sostén del déficit de Estados Unidos y, con otros ritmos y modalidades, parece encaminarse por el dramático camino iniciado por Corea del Sur. La sensibilidad de los mercados asiáticos, fuertemente dependientes de las inversiones así como de las exportaciones e importaciones japonesas, se ha reflejado en una nueva caída de los mercados accionarios de la región y en nuevos ataques contra la ya maltrecha estabilidad de las monedas, sobre todo de Tailandia, Malasia e Indonesia. La misma bolsa de Hong Kong, defendida por las enormes reservas chinas en divisas fuertes, ha flaqueado, y sobre toda Asia y el mismo Japón se extiende el fantasma del aumento brutal de la desocupación, de la caída del nivel de vida y, por consiguiente, de las perturbaciones sociales.

Paradójicamente, la esperanza de salvación para el capitalismo asiático y mundial viene ahora de China, que sigue llamándose socialista y hasta hace poco era considerada por Estados Unidos y sus aliados en el Pacífico como el gran enemigo potencial. En efecto, si China devaluase el yuan para reducir la creciente diferencia entre sus costos de producción y los de los países del Asia meridional, que han visto el desplome del valor de sus monedas, aunque algunas materias primas y productos serían más baratos para las economías desarrolladas, las ganancias de los capitales extranjeros invertidos en el coloso de Asia se reducirían fuertemente y, de ese modo, la recesión podría extenderse a todo el mundo, pues hay escasez de mercados prometedores. Pekín ha optado, hasta ahora, por defender su moneda y mantener su economía como centro de atracción no sólo de la gran masa de capitales chinos de la Diáspora -los cuales emigran de los países del sudeste asiático en crisis, pero también de Estados Unidos para buscar mejores oportunidades en la madre patria- sino también de la tecnología y los capitales japoneses y surcoreanos. De este modo, China ayuda a sostener a sus socios y aparece como la principal potencia regional en un continente donde los otros colosos están convulsionados, como Japón, que probablemente dentro de poco conocerá de inquietudes sociales; Indonesia, que ya las experimenta, e India y Pakistán, que se refugian en el nacionalismo agresivo y aventurero para desviar la crisis social.

Este nuevo papel de China, cuya economía sigue creciendo a un ritmo algo más lento que en años anteriores, pero de todos modos muy superior al de Estados Unidos y Europa, podría cambiar el panorama mundial al convertir a ese país en un posible aliado de hecho de Japón y de la tambaleante Rusia, a los que hoy sostiene y en parte condiciona con su política monetaria y su comercio. Es evidente que el gobierno chino hace cálculos estratégicos a mediano plazo y no se limita a medir la competitividad de sus exportaciones con respecto a las de otros países de la zona.

Surge entonces la pregunta de hasta cuándo China podrá sostener la carrera entre las inversiones y el crecimiento económico, y las distorsiones sociales y ecológicas que este tipo de acelerado desarrollo provocan y, por lo tanto, durante cuánto tiempo podrá actuar como salvavidas de una economía mundial desencadenada y sin regla alguna. En otras palabras, para los países débiles, el negro horizonte asiático surcado de relámpagos, debería sugerir medidas urgentes de reforzamiento de sus mercados internos y de distensión social, por no hablar de cambios de políticas económicas y sociales, antes de correr el riesgo de ser arrastrados por la tormenta de la mundialización de la crisis.