``Los ejecutaron'', clamor en Unión Progreso
Hermann Bellinghausen, enviado, Unión Progreso, Chis., 13 de junio Ť Una indignación suprema recorre la multitud: ``los ejecutaron''. La terrible ceremonia del dolor y de la vergüenza, al recibir esta comunidad de 26 familias, ocho muertos. Esperaban siete, pero llegó uno de más. La macabra secuela del ataque. De aquí, la fuerza pública se llevó un muerto y seis heridos, según las autoridades del municipio autónomo San Juan de la Libertad, el pasado 10 de junio.
Estos ``fueron llevados vivos y amarrados por los soldados federales y Seguridad Pública del estado. Estos compañeros fueron ejecutados'', denuncian las autoridades autónomas en un mensaje divulgado esta tarde aquí, por órdenes, afirman, ``del gobierno del estado y el gobierno federal''.
Para colmo, las cuentas no salen. Aquí sobra un cadáver, y en Chavajeval esperan tres cuerpos. De manera extraoficial se supo que la CNDH sólo podrá entregar estos ocho cadáveres, porque el gobierno no dará más.
La pestilencia es tal, en la explanada al fondo de la barranca donde está Unión Progreso, que dan ganas de vomitar. Los cadáveres llegan en tales condiciones de destrucción y putrefacción, que es imposible reconocerlos.
Llegaron, del Servicio Médico Forense de Tuxtla Gutiérrez, en un gran camión de redilas color naranja, a cargo de la CNDH.
Alrededor de mil 500 tzotziles del municipio autónomo protagonizan una situación extraña, de rabia y dolor. Decenas de mujeres acaban llorando, hacia las 7 de la noche, un llanto que contuvieron todo el día bajo el sol. Un coro colectivo, ululante, tiñéndose de noche, después de ver los cuerpos desnudos y reventados de sus difuntos.
Escatologías aparte, ¿qué diferencia el 10 de junio aquí del 22 de diciembre en Acteal? Casi nada. Sólo que aquí, el ataque lo realizaron las policías y el Ejército, que ejecutaban unas órdenes de aprehensión. La participación de los paramilitares priístas de Los Plátanos fue menor, y sólo en Chavajeval.
Un ataque a la población civil, que produjo un número indeterminado de heridos, medio centenar de detenidos y, oficialmente, nueve muertos: un policía y ocho indígenas.
La cuarta visitaduría de la CNDH vino a quedar como el cohetero. El visitador Adolfo Hernández Figueroa, como encarnación del ``gobierno'', es juzgado por los asesinatos en un tribunal popular pesado, interminable, inclemente. Un mal sueño para el licenciado Hernández Figueroa.
Ya de por sí se habló toda la mañana entre los perredistas del ``broncón'' que se compró la CNDH al decidir, contra la opinión del gobierno de Tuxtla Gutiérrez, hacer el traslado y la entrega de los cuerpos a Unión Progreso. (Que nombre, para sitio del ataque de los ``halcones'' del nuevo 10 de junio).
Dolidos de una manera casi incomprensible, los campesinos de este poblado y de muchos otros que acuden, posponen hasta la exasperación el momento de recibir los cuerpos.
Antes efectúan una asamblea de dos horas, luego notifican a la CNDH que no recibirán de ella, por ser gubernamental, los féretros. Que sólo los recibirán del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas.
El gran camión naranja permanece varias horas rodeado por un amplio cinturón de indígenas. Al rayo del sol. Su presencia terrible sirve de fondo a la ceremonia de la vergüenza, de la que es sujeto el cuarto visitador de la CNDH.
``Las cajas son el fruto del trabajo del gobierno'', reiteran los oradores que se suceden en la acusación, el interrogatorio. El licenciado Hernández Figueroa, obligado a encarar la multitud sobre el cofre de una camioneta, micrófono en mano conserva el aplomo. Insiste en que ``su corazón está limpio''.
--¿Quién los mató? --grita un hombre.
A la Comisión Nacional le corresponde investigar quiénes fueron los asesinos, dice el cuarto visitador.
--Ustedes --acusa el mismo hombre, y el aludido asegura que nada debe, y nada teme. Pero él no es él en este momento, él es el ``mal gobierno''. Le exigen que hable en tzotzil, lengua que no conoce. Le preguntan:
--¿Qué le vas a hacer al gobierno de castigo?
--Denme sus testimonios --dice ``el gobierno''. Y agrega que ``se le ha dicho al gobierno que los que están presos injustamente deben quedar en libertad''.
--¿Cuándo? --le pregunta otra voz.
Pronto el interlocutor ya no es el visitador, ni la prensa. Sino ellos mismos, los centenares de indígenas en su dolor. Es una catarsis indignada, rencorosa, rebelde. ``¿Qué culpa tuvieron los compañeros que están en las cajas? ¿Acaso robaron?''.
Como son estos juicios bizarros, son una representación simbólica de la justicia que terminan volviendo invisible al ``acusado'', y su castigo es la vergüenza, y el olvido (que no es exactamente lo mismo que el perdón). A la postre, el cuarto visitador y sus acompañantes salieron ilesos y sin problemas, después de ser tratados como ``representantes'' de los asesinos.
Las mujeres desfilan ante las cajas, que al fin bajan del camión los jóvenes del Frayba. Tres días sin tratamiento, dos necropsias cuyos resultados se desconocen, ocho cuerpos desnudos, sin rastros de sí mismos:
--No están muertos --dice un orador--los zapatistas caídos nomás son el abono, para un cambio en el país.
Se refiere a los que ``no nos quieren ver, nomás cuando quieren nuestro voto''
El acto había iniciado con vivas al EZLN y ``a los compañeros caídos por la libertad de México y el mundo''.
Otro hombre dice: ``El gobierno no nos alcanza nuestra mentalidad. No nos ven, no nos conocen. Pero ya no vamos a ir para atrás. No tarda mucho que el pueblo tiene democracia''.
Un joven se sienta, cansado, en una zanja, cerca de los cadáveres. Anochece. Llora sin descubrirse el rostro:
--Ay Aarón, ay Aarón --dice, dirigiéndose a uno de los muertos.
Es la hora de las sombras largas. Dilata en llegar la noche. La gente se queda con sus difuntos, que son como uno. Al ser irreconocibles, todos son de todos. Todos son Aarón.
``Estamos aquí para atestiguar una vez más las acciones criminales y sangrientas del gobierno ilegítimo de Roberto Albores Guillén y del presidente Ernesto Zedillo Ponce de León'', dice el mensaje leído al final a nombre de las autoridades municipales, por un encapuchado.
``Estos señores del poder y del dinero han cobrado una vez más sus múltiples crímenes y su guerra sucia y genocida, desatada en contra de los pueblos indígenas en Chiapas y en todo México''.
El documento, respaldado por 32 municipios autónomos, asegura que los asesinatos de estos campesinos fueron ``planeados y ordenados'' por el gobierno.
``Pero queremos decirles que no nos quedaremos callados, ni con los brazos cruzados'', agrega. ``Que la justa lucha de los pueblos zapatistas no la podrán detener con las balas, camiones, tanques y aviones de guerra''.
Así, entre sobresaltos y en circunstancias terribles (¿podrían ser de otra manera?), los cadáveres llegaron al ejido Unión Progreso. Aún falta saber qué fue lo que realmente sucedió, y si esto es ``todo el fruto del trabajo del gobierno'', como se preguntaron sucesivos oradores durante su largo desahogo esta tarde calurosa y gris.