Bazar de asombros


``La angustia
de todas las pasiones''

En este número proponemos la relectura de un poema prodigiosamente juvenil escrito hacia 1905 por Manuel José Othón. José Emilio Pacheco, con sobrada razón, asegura que el Idilio Salvaje (llamado por Othón, En el desierto) ``es el mejor poema del Siglo XIX mexicano que termina con la caída de Porfirio Díaz''.

En nuestro escritorio están los dos tomos de la obra completa de Othón, publicados por el Fondo de Cultura Económica. La compilación hecha por Joaquín Antonio Peñalosa (mensaje para el Pater: en uno de mis tantos cambios de casa, país y vida se me perdieron los ``Ejercicios para las bestezuelas de Dios''. Dígame en donde los puedo encontrar, por favor) es impecable, como lo son su breve ensayo introductorio titulado ``Los cinco rostros de Othón'', que es a la vez afectuoso y esclarecedor, y sus extensos y magistrales prólogos.

Marco Antonio Campos, infatigable, generoso, lleno de talento y de verdadero amor por la literatura ``provinciana'' (como dicen los patroncitos de la ``ojerosa y pintada''), reunió los trabajos que componen este número entregado a la total admiración por nuestro poeta del desierto, los profundos bosques, los pecados, los remordimientos, los perdones, las alegrías y los abismos del ser.

Clásico, a la vera de Virgilio y Horacio, cercano a Carpio, Pesado, ``Clearco Meonio'' e ``Iipandro Acaico'' (los obispos Montes de Oca y Pagaza, ``Arcades de Roma'', latinistas, traductores, poetas...), repudia las novedades, se deja seducir por el alma y la forma romántica y muestra su talante modernista en el Idilio salvaje y en otros poemas de su madurez.

En este número, Joaquín Antonio Peñalosa, José Emilio Pacheco, Rafael Montejano y Aguiñaga, Marco Antonio Campos, Arturo Noyola y Evodio Escalante nos abren la puerta del mundo de Othón. Publicamos todo los sonetos de Idilio salvaje fundamentalmente por el gozo de hacerlo, para ejercitar nuestra memoria (``los versos amados se memorizan sin mayor esfuerzo'', dice Seferis) y para testimoniar la permanente novedad de un poema en el que se reúnen la emoción y la perfección formal. Su escenario dramático (``el desierto, el desierto y el desierto'') da profundidad tanto al impulso lírico como al deslumbramiento de los sentidos.

El 4 de febrero de 1895, Othón escribió, en Santa María del Río, una ``Elegía'' para decir adiós a Gutiérrez Nájera. En ella lamenta su partida y celebra su genio. Un terceto del largo y hermoso poema, es por todas razones y sinrazones, aplicable a Othón, muerto a los cuarenta y ocho años de su edad:

    ¡Oh, pálido poeta! Tu agonía
    no fue un triste crepúsculo
    que muere;
    fue un eclipse de sol a medio
    día.

Recordemos a todos los que han mantenido viva la crítica de uno de nuestros poetas mayores: Peñalosa, Morrison, Herrera Zapién, Tola, José Joaquín Blanco, Bernal Jiménez, Bustos Cerecedo, Carballo, Castro Leal, González de Mendoza, Montejano, Noyola, Novo, Campos, Pacheco, Udick, Zavala, Escalante...

El Othón articulista, dramaturgo en verso y en prosa, narrador y, como dice Peñalosa, ``escritor postal'', recorrió los caminos del desierto con su judicatura a cuestas para llevar el pan a la casa. Escribió mucho, pero pudo haber escrito mucho más. En esas épocas no había ni foncas ni donsimones. La única salida era la diplomacia porfirista. Othón no la encontró y una buena parte de su vida transcurrió en la ``asoladora atmósfera candente do se incrustan las águilas serenas, como clavos que se hunden lentamente''. Ahí creció una pasión de la carne llena de exaltación, pero también de desesperanza. Las lianas retorcidas de la entrega fulgurante, se pierden en el cielo de plomo y ``sólo queda el arenal inmenso'', el arenal y uno de los más altos poemas de todas las lenguas.

HGV

CONFIGURACIONES



Hugo Hiriart

Paraíso clausurado

Las películas de vaqueros o de piratas que disfruté de niño, las entiendo bien, todavía me gustan y las veo con gusto.

Pero antes, antes, cuando mi razón despuntaba, debía tener cinco o seis años años, ya había algo, desaforadas emociones cinematográficas, muy primitivas, enigmáticas, no igualadas después en intensidad y fervor, pero ya por completo incomprensibles a mi edad. Me refiero a las causadas por un producto muy raro, del que los jóvenes no han oído hablar, y los viejos han olvidado, las series de episodios. No se exhibían con continuidad, sino un episodio por semana, acompañando a la película larga.

Mi predilecta fue El Imperio Submarino. Todos los viernes, en primero y segundo de primaria, a media mañana se suspendían las clases y había cine. No había video, ni siquiera televisión en México. Se usaba un viejo proyector de 16 mm, con enormes carretes y una sábana blanca estirada como pantalla. Cada viernes daban un episodio y una película. Yo esperaba con ansiedad, sobre todo por los episodios. Un verdadero paraíso con naves voladoras, cuadrigas de caballos, trajes exóticos, pistolas de rayos.

Los años pasaron, guardé como tesoro el recuerdo del Imperio Submarino y sus esforzados habitantes. Un día, no hace mucho, vi anunciado que la exhibirían, no daba crédito, en el Cine Club del Museo Carrillo Gil. También un viernes; no me lo podía perder y asistí puntual a la cita con mi pasado. Y sí, ahí estaba otra vez el proyector de 16 mm con sus enormes carretes. La proyección no fue precisamente un éxito, dado que yo era el único espectador. Empezó. Reconocí de inmediato la extravagante escenografía y los anacronismos deliciosos (cohetes espaciales conviviendo con carros de guerra tirados por caballos), pero algo me sucedía.

Un rato después, solicité, en privilegio de espectador solitario, suspender la proyección para tomar café. Salí pensativo. ¿Qué me pasaba? No, no lograba penetrar en el sentido de la película: no sólo no me emocionaba, ni siquiera podía entenderla.

No pude establecer ningún contacto con el niño que tanto se había entusiasmado. Quién sabe qué veía él en todo eso. El paraíso infantil estaba cerrado para mí.

Las series fueron popularísimas en todo el mundo. Algo así como comics filmados. Eran producciones de muy bajo costo, serie B, hechas a destajo y a como salga. En esto recuerdan las telenovelas, pero fueron mucho más imaginativas. Por algo son el prototipo cinematográfico de lo que en los sesentas se llamó lo camp.

En El Capitán Maravilla (1941), el protagonista, un adolescente, Billy Batson, se hacía bruscamente adulto, cambiaba guardarropa, y adquiría superpoderes con sólo pronunciar la palabra mágica Shazam. Otra célebre fue Flash Gordon (1936), que salvaba a la Tierra combatiendo el imperio de Mongo. Quien vio a Charles Middleton como el desalmado Ming, vio la perfección del género.

Nacieron con el cine mudo. La primera, ¿Qué le pasó a Mary?, la produjo en 1912 el estudio de Edison. La última, de la Columbia Pictures, es de 1956. Su origen está en el Gran Guiñol. La trama era simple y reiterada; muchacha hermosa e ingenua en manos de villano espantoso salvada por héroe intachable. De ahí se abrió el cajón sin fondo: Dick Tracy, Brick Bradford, El Halcón Negro, un Superman gordo, un Batman idem, Jim de la selva, Tarzán, El Fantasma, El Capitán América, famosísimos, todos los semidioses del culto popular desfilaron por los episodios.

Su atractivo, y misterio, residió en la conmovedora ingenuidad de su factura. Y la crédula, irrecuperable ingenuidad, siempre fresca, ¿en qué consiste? En este caso es imaginación en estado puro, sin sentido crítico ni dirección clara, ni regulaciones de ninguna clase. Lo más fatigante de El Imperio Submarino, para el espectador adulto, no son los personajes de cartón ni la total inverosimilitud, donde hay frescura, sino la repetición de las situaciones: lo mismo una y otra vez de principio a fin.

Pero el niño de seis años no capta la repetición qua repetición. Un niño gusta de oír lo mismo muchas veces. Lo sabido tiene para él tanto interés o más que lo nuevo. Y este es el punto exacto donde la fantasía infantil se aparta de la adulta en la apreciación de las series de episodios. El paraíso clausurado no es otro que el disfrute de la repetición. ¿Qué hace el niño, y no puede hacer el adulto, para repristinar lo conocido y volver a disfrutarlo? No sé. Desde luego no es que lo olvide. Un niño, como dice Tolstoi en Ana Karenina, no olvida nada.

Recordar la infancia no quiere decir entenderla, mucho menos, revivirla. Para el adulto es límite y misterio impenetrable. Quien recuerda su infancia sin hacer trampas, lo sabe.




LO DEMAS SON PALABRAS


Eduardo Hurtado

El camino del Haikú

El poeta cubano Eliseo Diego ha formulado con sencillez una de esas verdades que pueden ahorrarnos muchas páginas de verbosidad teórica: el arte, afirma, es una necesidad y su respuesta, como el hambre supone al pan o la sed al agua.

La idea de la poesía como necesidad está en el corazón del haikú, esa forma tradicional del Japón que Basil Hall Chamberlain describe como ``un tragaluz abierto sobre un hecho natural''. Para los maestros del género, la creación de esta pequeña pieza demanda evitar cualquier procedimiento lógico, purgarse de toda perezosa fantasía.

La brevedad límite del haikú no es el resultado de un mero desafío formal: responde al empeño de expresar una intuición momentánea sin olvidar la esencial fragilidad de todo lo que existe. En contraste con el epigrama, el haikú no persigue la contundencia. Su laconismo encierra una codicia de amplitud. En palabras de R.H. Blyth (A History of Haiku, Tokyo, 1968) ``la no intensidad, la no concentración, la no concreción, representan la otra mitad de la poesía que el haikú se esfuerza por incorporar a su experiencia''. Sus tres versos no buscan la expresión acabada de una imagen, sino su esbozo. En diecisiete sílabas, esta composición ultraliliputiense consigue abrir una ventana al universo. La economía de pronombres, adjetivos, artículos y preposiciones, deja paso al predominio del sustantivo y refleja la tentativa de reunir objeto y sujeto en la unidad de la sensación.

Un buen haikú no incluye, por lo general, más de dos o tres objetos. ¿Cómo acercarse así a la diversidad del mundo? El mismo Blyth obtiene una respuesta, sacada del acervo tradicional de reflexiones sobre la naturaleza del haikú: ``Cuando se toma una cosa, todas las cosas se toman con ella; una flor en la tierra contiene la totalidad del otoño de cada cosa y de todas las cosas.'' Esto nos lleva directo a la columna vertebral del haikú: la palabra de estación, que es el nexo entre el instante captado y el flujo inaprehensible del tiempo. En el haikú, un ruiseñor o un ciruelo no aparecen sólo como lo que son, un ruiseñor y un ciruelo, sino como seres representativos de la primavera. La fidelidad a los temas de estación tiene una directa correspondencia con la idea de sinceridad inherente a la observancia de las cosas como son; es la forma mediante la cual el poeta actualiza su conciencia de ser transitorio en un mundo cambiante. De algún modo, por esta conciencia el haikú avanza en la línea del desasimiento. Y su austeridad comienza en el aspecto fónico: todo lo que rebase la primera emisión de palabras, las diecisiete sílabas que constituyen la pauta silábica más común en lengua japonesa, aparece como un añadido destructor de la inmediatez.

Desde luego, la estabilización de una serie de palabras como atributo implica el alto riesgo de caer en la inmovilidad y la rutina. Tal vez por eso uno de los grandes fundadores del género, Matsuo Bashoo (1644-1694), defendió al tema estacional como elemento necesario de aprehensión intuitiva, pero aconsejó a sus discípulos que intentaran enunciarlo con la mayor libertad: ``Si es claramente invierno o verano por el significado del verso, no hay necesidad de discutir. No es deseable una excesiva consideración sobre las palabras que se usan.'' La exhortación es consistente con otra de sus enseñanzas: ``No sigas las huellas de los antiguos. Busca lo que ellos buscaron.''

Para cumplir su deseo de seguir a la naturaleza y volver a la naturaleza, Bashoo llevó una vida de peregrinaje. Su expedición le revela, a través del pulso de las estaciones, las formas cambiantes de la verdad inmutable. Una verdad atenta al acontecer cotidiano y despreocupada del más allá: ``Haikú es simplemente lo que está sucediendo en este lugar, en este momento.'' Algunos de sus poemas son una especie de satori o iluminación por la que penetramos en la vida de las cosas:

    Sobre la rama seca,
    un cuervo se ha posado;
    tarde de otoño.

En su inquietante monocromía, este haikú contiene todos los matices del negro. El hallazgo de las afinidades entre el cuervo y la tarde otoñal descansa en el dibujo de sus diferencias: la menuda silueta del pájaro contrasta con la densidad amorfa del atardecer. La sutileza del punto diferencial crea una atmósfera de armonía y misterio. El apoyo sintáctico de esa atmósfera está en la pausa que se extiende entre las dos primeras líneas y la tercera. Fernando Rodríguez Izquierdo hace notar que esta pausa tiene un valor predicativo similar al de algunos refranes del mundo hispánico: ``Cadáver a bordo, tempestad segura.'' En el haikú de Bashoo, ese impecable intervalo contribuye a suavizar la severidad del paisaje y prepara el despliegue de sentidos que suscita la última línea. Y algo más: crea el ambiente propicio para el largo suspenso final, hecho de un calculado titubeo entre el pensamiento y la sensación. El poema se abre por completo al ejercicio imaginativo del lector.

Bashoo compuso esta pieza en 1679, a los treinta y cinco años. Su ejemplar equilibrio ha fecundado el campo del haikú durante más de tres siglos. Hacia 1895, uno de los grandes renovadores del género, Masaoka Shiki, capturó esta visión en blanco: ``El buque holandés/ de gran vela:/ cima de nubes.''



TIEMPO FUERA


Fabrizio Mejía Madrid

Futbol y abecé

No me parece atractivo un juego cuyos protagonistas responden a nombres tan ridículos como ``El Snoopy Pérez'', ``Wendy Mendizábal'' o ``El Calimán Guzmán''; donde los apodos degeneran a la velocidad del corte comercial: ``El Potro'' se llama, después del medio tiempo, ``El Equino''. Sus eufemismos son tan penosos que te ponen de mala leche: ``renovación de hostilidades'' (una entrada en el área chica); ``dejó al cancerbero indefenso'' (un gol), ``el espíritu navideño se evidenció'' (el árbitro regaló un penalty), ``puso el esférico donde las arañas hacen su nido'' (tiro al ángulo de la portería). Además, estoy convencido -como diría Fran Lebowitz- de que lo único que tengo en común con un futbolista es que ambos tenemos derecho a un juicio justo. Pero si, en los mundiales, uno intenta aislarse, el resultado puede conducirte a una sobremesa en la que todos se mesan los cabellos, mientras uno se ocupa en recordar cuál fue la última vez, en menos de media hora, que, a la pregunta: ``¿viste el partido?'', uno respondió: ``¿de qué?''.

A

No hay manera de abstraerse. Si uno compra una lata de Coca Cola, se llevará la figura de un jugador de la selección nacional. Tomas un breve trago y miras la firma del futbolista (al lado de su pie que patea un balón), al menos para saber de quién se trata (ya que te han impuesto el tener que agarrarlo por los hombros para darle un trago al refresco), alguna pista sobre el enigma de esos rostros iguales con uniformes verdes. Lee uno: ``Cuahutémoc''. Así, con falta de ortografía, así con la ``u'' después de la ``hache'' (los incrédulos, remitirse a la lata de Coca Cola correspondiente al jugador Cuauhtémoc Blanco) uno se pregunta: ``Si este fulano no sabe escribir su nombre -porque no sabe, repito, es su firma-, ¿cómo diablos hace para estar en una Copa Mundial (si es que jugar sólo es una cuestión de mover los pies)? Esto es, ¿dónde cree que está Francia en un mapa?, ¿cómo hace para leer y comprender el resultado de un marcador?, ¿qué entiende de lo que los demás le dicen, aun los que le hablan en castellano?, ¿qué pensará de los jugadores de la selección de Holanda?, ¿que venden helados?, ¿preguntará en ``Burdeos'' por los table-dances? Es como si viajara con una venda en los ojos, de cuajo arrancado del pupitre de la alfabetización, y llevado al lugar desde donde él cree que la cigüeña trae a los niños.

Pero quizás este tipo de jugador sea todo un hallazgo. Digo, si no sabe ni siquiera escribir correctamente su nombre, nunca se distraerá con los anuncios que circundan las canchas de los estadios de futbol, jamás se pondrá nervioso por andar las mismas calles que pisaron Sartre y Camus, creerá fielmente en las indicaciones que le hará su entrenador para salir del Charles De Gaulle, en fin, le podrían vender el Georges Pompidou y lo compraría, firmando el contrato como ``Cuahutémoc''.

B

Antes de La guerra del futbol, Kapuscinski vivía en la ciudad de México con Luis Suárez. En esos días de junio de 1969, los equipos de Honduras y El Salvador se eliminaban para clasificar para el Mundial de México 70. Después de leer la crónica del primer partido en el que ganó Honduras, Suárez dobló el periódico y le propuso a Kapuscinski que se fuera preparando para la guerra que venía. Suárez sabía que el funeral multitudinario de los salvadoreños en honor de Amalia Bolaños, una joven de dieciocho años que se pegó un tiro en la sien cuando perdió su equipo, era un signo de las batallas por venir. Después del segundo partido, en el que ganó El Salvador en un estadio tomado por el ejército, Kapuscinski voló a Tegucigalpa para cubrir la guerra del futbol.

A su regreso a México, supo del proceso que se le seguía al director del penal de Chilpancingo. Así lo relata: ``Después del partido en el que México ganó a Bélgica por 1 a 0, borracho de tanta felicidad, Augusto Mariaga, alcaide (sic) de la cárcel de Chilpancingo, estado de Guerrero, que alberga exclusivamente a presos condenados a cadena perpetua, recorre los pasillos pistola en mano, dispara al aire y, al grito de `Viva México', abre una a una todas las celdas, dejando en libertad a 142 criminales peligrosos. El tribunal absuelve a Mariaga, `porque, según se puede leer en la motivación de la sentencia, actuaba llevado por un arrebato de patriotismo'.''

Y, tras la final, en la que Brasil obtuvo la Copa, Kapuscinski recuerda la parte triste en medio de la fiesta, en boca de un exiliado brasileño en México: ``Con este triunfo, la derecha militar tiene asegurados por lo menos cinco años de gobierno sin que nadie la importune.''

C

El original del futbol, probablemente, es este: un extraño llega al pueblo A y, con él, comienzan los problemas: sequías, malas cosechas, enfermedades. Una vez que los pobladores definan el Mal en la persona del extraño, lo asesinan, cortándole la cabeza. Para conjurar el asesinato colectivo, patean la cabeza del extraño hacia el pueblo de junto, el B, de donde -ellos suponen- salió. Al ver a aquella multitud de extraños pateando la cabeza de alguien, los habitantes del pueblo B salen a defenderse, negándose a recibir el cuerpo del Mal. Finalmente, el pueblo que termine por quedarse con esa cabeza decapitada dentro de sus fronteras, tendrá años de mala suerte, mientras que los que logren deshacerse de ella, gozarán los mismos años de buena fortuna.

Si el origen del futbol fue ese, se aclara la oscuridad que todavía se retuerce entre sus espectadores.



DOMINGO BREVE


Juan Villoro

Un personaje literario

Negra espalda del tiempo, la fascinante nueva novela de Javier Marías, empieza a cobrar su cuota de misterio en los lectores. La obra trata de las ambiguas fronteras entre la realidad y la ficción: ``No soy el primero ni seré el último escritor cuya vida se enriquece o condena por causa de lo que imaginó o escribió'', afirma el novelista. De modo singular, las recompensas y los castigos por mezclar la literatura con el destino se transfieren a los comentaristas del libro, quienes son guiados por una mano de sombra, por dedos zurdos, salidos del espejo, que conducen a un irresistible extravío.

Hace un par de semanas dediqué esta columna a Negra espalda del tiempo y sin el menor asomo de duda escribí: ``Para recrear el destino (del escritor inglés) Ewart, Marías se apoya en una correspondencia de casi diez años con Sergio González Rodríguez. En complicidad con el autor de El centauro en el paisaje, inventa a otro corresponsal mexicano, Rafael Muñoz Saldaña, quien recorre los archivos de El Universal y Excélsior y aporta pistas, siempre perturbadoras y siempre insuficientes, acerca del escritor inglés.'' La frase no admite dobleces: Muñoz Saldaña es un personaje literario. Uno de los juegos predilectos de Marías es el de modificar un hecho auténtico con un personaje ficticio. En su antología Cuentos únicos incluye a un narrador que sólo el lector muy avisado o muy paranoico interpreta como un desdoblamiento del antologador, y los libros Literatura y fantasma y Vida del fantasma son, desde sus títulos, comentarios sobre las invenciones que adquieren irregateable carta de ciudadanía en el cuento o la novela.

Pero había un dato más contundente para suponer que Negra espalda del tiempo era recorrida por un fantasma mexicano. El 17 de mayo Sergio González Rodríguez publicó en el suplemento El çngel, del diario Reforma, un excelente ensayo sobre el terrible destino de Wilfrid Ewart y una nota sobre la novela de Marías. En ella afirmaba: ``Obsesionado por los heterónimos de Pessoa, me dio también por inventarme algunos seudónimos y enviar cartas a los periódicos en que expresaba las opiniones más peregrinas en torno a los temas de actualidad. Apenas me publicaron un par de cartas en una revista conservadora. El joven Rafael Muñoz Saldaña dio a luz en esas fechas. ¿Quién iba a pensar que mi doble alcanzaría el estatuto espectral que Javier Marías le asigna ahora en Negra espalda del tiempo?'' Entusiasmado por encontrar a un amigo en una novela impar, hablé por González Rodríguez. Su interpretación me pareció tan sugerente como irrefutable: el sagaz Muñoz Saldaña había sido creado por Marías para vigilar y acicatear al otro investigador del caso Ewart. Recordé que en una carta Marías me advertía de mi posible encuentro con uno de sus personajes, y pensé que no había otra hipótesis posible que la de González Rodríguez.

Sin embargo, al día siguiente de publicado mi artículo, un fax inquietó las oficinas de La Jornada Semanal; Rafael Muñoz Saldaña afirmaba: ``Por desgracia mis numerosas ocupaciones me impiden reconstruir la experiencia cartesiana para obtener la certidumbre de mi existencia. Mucho más fácil es recurrir a mi credencial para votar, expedida por el Instituto Federal Electoral, que confirma mi carácter real o a las cartas y ejemplares dedicados por el propio Javier a lo largo de una década.'' Un sentido de la elegancia (o una fidelidad a los fantasmas) llevaba al autor a mencionar su cívico registro en el IFE pero no a ofrecer una fotocopia del documento. Lo único que parecía real en el fax era un número teléfonico. Llamé ahí y la respuesta fue digna de un laberinto borgiano: ``¿Enciclopedia Británica?'' Muñoz Saldaña trabajaba ahí pero había salido a comer. ¿Quién podía ser el enciclopedista que hablaba desde las novelas de Marías y carecía del tiempo para dar una prueba cartesiana de su existencia?

La trama avanzaba hacia una espiral de sombra cuando por fin hablé con Rafael. Le propuse que nos viéramos en un café y me pidió que a modo de identificación llevara un libro. El personaje de Marías resultó ser un prolífico colaborador de Revista de revistas y un acucioso editor de enciclopedia. Con una ironía respaldada por una inteligencia movediza, capaz de hablar en forma casi simultánea de un documental sobre la frontera, el carácter de Proust, una filósofa perversa y un arbitrario manual de estilo que obligaba a cambiar ``bebé'' por ``nene'', Muñoz Saldaña disculpó mi equívoco, me mostró las cartas de Marías (los sobres llevaban el sello de URGENTE) y reveló que tiene la doble virtud de existir en la literatura y en la vida que por convención llamamos ``real''.

Todo temperamento nos depara un costado enigmático. Rafael leyó la nota en la que Sergio González Rodríguez proponía un juego de espejos, pero no quiso dar señales de vida. En Negra espalda sigue una pista falsa que con toda deliberación le propone el novelista; cuando sabe que ha sido engañado, dice que le ha divertido esa ``charada'' (el uso de esta palabra reforzaba mi hipótesis y la de Sergio de que se trataba de un clon de Marías). Quizá después de mi nota una charada sin reglas definidas le pareció menos divertida o prefirió a otras víctimas.

Sé que esta historia puede parecer apócrifa. ¿Sirve de algo decir que Muñoz Saldaña y yo tenemos amigos comunes y que, como en cierta trama de Heinrich Mann, las claves de su identidad me quedaban demasiado cerca? Tal vez no hago sino prolongar la cadena de equívocos entre lo real y lo ficticio que dimana de Negra espalda del tiempo; tal vez Muñoz Saldaña existe para reforzar la intrincada urdimbre de la literatura y convertirme en personaje ficticio.

Cuando hablamos por teléfono, me preguntó por ``Yambalalón y sus siete perros'', un cuento que escribí hace más de veinte años. Ofrecí llevarle un ejemplar de mi primer libro y cedí a la imperdonable curiosidad de releer algunos párrafos. Con precisión asombrosa, el relato me regresó a las circunstancias en que lo escribí, pero no pude identificarme con ninguna de sus palabras. El autor de aquellas líneas había desaparecido, era como leer a un muerto del que, en forma perturbadora, conservaba pertenencias y recuerdos privados. Muñoz Saldaña me demostraba que mi existencia es más borrosa y espectral de lo que supongo. Son las lecciones que dan los fantasmas.

(Esta columna regresará después del Mundial de Futbol)



Naief Yehya

La cura del cáncer descubierta y redescubierta

La mejor esperanza de las ratas de laboratorio

Finalmente, la cura del cáncer está a la vuelta de la esquina. O por lo menos eso se nos quiso hacer creer por unos días. El New York Times reportó con ``admiración cautelosa'' en su primera plana del domingo 3 de mayo pasado que el doctor Judah Folkman de la escuela de medicina de Harvard había tenido buenos resultados con una técnica de su invención que consiste en eliminar las venas que alimentan a un tumor canceroso en vez de atacar el tumor en sí. Folkman y su colega Michael O'Reilly encontraron que dos proteínas, la angiostatina y la endostatina, podían erradicar tumores en ratas de laboratorio sin inducir resistencia a la droga. Esto sería útil en algunos tipos de cáncer, como en el de los ovarios, el cual inicialmente responde a la quimioterapia pero luego se vuelve resistente debido a su habilidad para mutar. El artículo de la reportera Gina Kolata mencionaba que la comunidad científica se encontraba entusiasta a pesar de que aún hacían falta muchas pruebas más (además de que la técnica de Folkman tan sólo servía para curar un número limitado de casos de cáncer); no obstante, el mensaje de Times era optimismo puro. Inmediatamente los noticieros y demás medios se lanzaron en tropel a celebrar el triunfo del hombre sobre las células fuera de control.

La segunda es la vencida

Un lector agudo o uno con buena memoria hubiera detectado que había algo extraño en aquel reportaje, principalmente porque en términos de datos concretos la misma historia había sido publicada el 27 de noviembre de 1997, en la página 28 del mismo diario por Nicolas Wade, quien advertía que aún había que determinar si EntreMed, la pequeña compañía de biotecnología que está desarrollando las drogas usadas por Folkman, podría producir cantidades suficientes de angiostatina y endostatina para llevar a cabo las pruebas cínicas (ahora sabemos que el volumen necesario de las drogas no estará listo por lo menos hasta dentro de un año). Wade añadía que quizás el descubrimiento de Folkman podría ser relevante para el tratamiento de cáncer en sujetos humanos. El artículo de Kolata no ofrecía ninguna nueva información, no correspondía a ningún descubrimiento nuevo y estaba basado en el mismo estudio (publicado antes en Nature) que el de Wade. Kolata escribió que uno de los descubridores del ADN, el premio Nobel James Watson, le había dicho: ``Judah va a curar el cáncer en dos años.'' Un par de días después, Watson mandó una carta al Times diciendo que en una cena, seis semanas atrás, él le había dicho a la reportera que las drogas de Folkman iban a comenzar pruebas clínicas en un año, y en un año más la comunidad científica sabría si eran efectivas. El mismo Folkman dijo que no creía posible que su terapia pudiera reemplazar los tratamientos existentes y se manifestó sorprendido por la reaparición del artículo y por la manera en que algunos medios lo presentaban a él como el próximo Pasteur, Salk y hasta Darwin. Sin querernos entregar a la paranoia de las teorías conspiratorias, podemos pensar que el reciclaje de esta noticia pudo estar vinculado con el hecho de que el lunes siguiente a la aparición de la nota, el precio de las acciones de EntreMed subió tres dólares.

Cáncer de la ética

La ética y motivos de la exitosa reportera y autora Gina Kolata (quien acaba de lanzar a la venta un libro sobre la clonación de la oveja Dolly) fueron puestos seriamente en tela de juicio debido a la publicación del artículo de Folkman. El 4 de mayo el agente de Kolata ya había mandado una propuesta de libro acerca de la ``inminente'' cura del cáncer a varios editores e incluía el notición de primera plana del domingo anterior. A mediados de esa semana la casa editorial Random House le prometió un millón de dólares a Robert Cooke, del Newsweek, por un libro acerca del mismo tema. El agente de Kolata anunció que él le conseguiría a su clienta dos millones. Kolata trató de deslindarse de la responsabilidad y declaró que su agente había actuado por su propia voluntad.

La utopía de una vida mejor a través de la química

En pocos meses, la propaganda médica y farmacéutica nos ha llenado la cabeza con fantasías de erecciones infalibles (gracias a Viagra y sus múltiples clones), de la erradicación de la calvicie (con el fármaco Propecia), de la desaparición de la obesidad (gracias a drogas como fen-phen, la cual ya ha causado serios problemas cardiacos). Ahora se nos trata de vender la ilusión de una vida sin la amenaza del cáncer. La publicación del artículo del 3 de mayo no trata acerca de ciencia, sino que es una estrategia de mercado que nos habla de la siniestra relación entre los medios y los jerarcas de los cárteles fármaco-gubernamentales, que aprueban drogas lejos de laboratorios, universidades e instituciones. Como escribe Atul Gawande, en el New Yorker, la mayoría de los médicos terminan enterándose de las grandes novedades espectaculares a través de los periódicos y no de las publicaciones especializadas. De modo que muchos doctores de pronto se ven rebasados por las expectativas creadas por la prensa, obligados a improvisar y a correr riesgos para poder responder a la desesperación de algunos pacientes que exigen las nuevas pócimas milagrosas para sobrevivir o por lo menos para experimentar en carne propia la promesa de una vida mejorada gracias a la química.

[email protected]

Naief Yehya

[email protected]