La Jornada Semanal, 14 de junio de 1998



Evodio Escalante

ensayo

El catolicismo radical de Manuel José Othón

Evodio Escalante se refiere en este luminoso ensayo a la ``lobreguez'' que recorre los caminos personales y líricos de Othón, y nos recuerda la terrible frase de San Pablo: ``Pero de los más de ellos no se agradó Dios, por lo cual quedaron postrados en el desierto.'' El poeta católico vivió los abismos de la culpa, pero supo celebrar líricamente los ritos del amor carnal representados por las lianas que rodean al torso viril que subyuga.

Impresiona ver de qué modo los lugares comunes se subliman en artículos de fe. Proponer que el poeta católico Manuel José Othón es un poeta del paisaje es entronizar una simplificación que daña por partida doble su imagen: lo disminuye como poeta, y lo convierte en un católico, por decir lo menos, superficial. Por supuesto: Othón fue un extraordinario poeta del paisaje. Imposible olvidar que El himno de los bosques, y otras composiciones de semejante calibre, como los sonetos pastorales A Clearco Meonio, son responsables de una fama que le gana muy pronto una silla en la Academia de la Lengua. Este Othón, depurado cultivador de una serenidad ``neoclásica'', que lo convierte en el orgullo del complejo católico de San Luis Potosí que presidía el obispo Ignacio Montes de Oca, no es sin embargo todo Othón. Los lectores contemporáneos admiramos esta faceta ``paisajística'' del poeta, pero lo recordamos por los estremecedores sonetos de En el desierto. Idilio salvaje. Es este texto angustiado, enigmático, cataclísmico, el que corona la evolución del poeta y el que obliga a revisar su complicado camino literario. De entrada hay que decir que el exteriorismo en este poema se ha convertido en otra cosa: el paisaje deja de ser un objeto, un tema, un pretexto para la descripción, se ha fundido de tal modo con el alma del poeta que se convierte en el espejo de sus pasiones. Los peñascos del desierto se convierten en signos de las pulsiones del yo, que atormentado paga culpas infinitas. Postrado por un terremoto amoroso, que escapó a su control, al sujeto sólo le queda la amargura y la experiencia, prolongada hasta nuestros días, de un horrible disgusto de sí mismo. Sólo de modo muy incidental se podría relacionar este poema con los de la etapa llamada ``neoclásica''; por sus venas corre la misma sangre oscura y turbulenta que aflora en El cuervo y en otros textos de Edgar Allan Poe. Su belleza inquieta. Es la belleza de lo siniestro.

Las primicias de Othón son las de un poeta romántico. Hace algunos años, al preparar una selección de su poesía que apareció con el título de El dios en el precipicio (UAM, México, 1989), decidí abrirla con uno de esos textos de juventud que pertenecen a su etapa romántica. Se trata de un largo poema, o valdría mejor decir, de una leyenda de tintes épicos titulada El canto de Lodbrock. Sé bien que para los gustos modernos un texto como este resulta ya pesado de leer, su retórica ha envejecido y se torna un tanto gesticulante y fastidiosa; sin embargo, en este Othón juvenil aparece ya la obsesión por el paisaje, así como un cierto temblor anímico que habrá de resurgir en los poemas de la última época. El espanto, la muerte, la lobreguez, que retroceden y hasta desaparecen de la etapa ``neoclásica'', son aquí los brochazos característicos. No sólo la historia es tenebrosa: se relata la muerte del guerrero Lodbrock, campeón de mil batallas que ahora muerde el polvo y es enterrado vivo en una fosa de serpientes. Herido, derrotado, atacado por las víboras, su cabeza que se alza sobre el nivel del suelo recita antes de morir el funesto monólogo de sus glorias. Mejor que tenebrosa, la historia es truculenta. Con todo, el pulso firme del escritor para crear atmósferas efectivas no puede discutirse. Un par de versos, por ejemplo, recuerdan otros de su obra maestra, En el desierto. Idilio salvaje. Donde el poema romántico dice: ``Un silencio de muerte se extendía,/ en torno de aquel sitio pavoroso''; la obra de madurez anota: ``Flota en todo el paisaje tal pavura/ como si fuera un campo de matanza.'' El paisaje, por su parte, como otro testigo conmovido, participa a su modo de la historia. Se diría que una manera de contagiar de subjetividad a las montañas, a los peñascos, a los espacios físicos, característica señalada del último Othón, también está presente en este arranque de juventud. Como ya está presente, en el mismo tenor, una palabra que desde ahora destaco, porque mucho más que una palabra se convierte en un programa de vida. Me refiero a la palabra lobreguez (y sus derivados). Transcribo un fragmento: ``los peñascos/ se destacan informes y arrogantes/ sobre la inmensa lobreguez del cielo.'' Para reforzar lo anterior, quizá sería adecuado agregar otro trozo del mismo poema:

Al transcribir los versos advierto que el juego de las aliteraciones refuerza el sentido de lo lúgubre. Las ``ges'' están sonando en todo momento, imponiendo una palabra sonora que hace que los peñones agrios sean todavía más agrios. ``Agujas'', ``grietas'', ``lúgubre'', ``graznido'' forman un solo acorde que queda resonando en la partitura como si se tratase de un calderón. El músico romántico que había en Othón surge aquí con toda su plenitud.

Si la primera etapa es romántica, la segunda, su negación, es ``neoclásica''. Por un momento, el poeta parece olvidarse de sus instintos tenebrosos. Y lo logra a las mil maravillas. Su verso adquiere una mesura clásica, una vibración solar mediterránea. Su técnica literaria alcanza una depuración impensable en la etapa de juventud. Claros acentos virgilianos le hacen decir: ``¡Anda, pastor!, devuélveme la avena/ melificada por tu dulce labio.'' La templada musicalidad de estos versos revelan un dominio magistral del idioma. En la tercera década de su edad, Othón es ya un maestro reconocido. Ingresa a la Academia. San Luis se convierte en un semillero cultural, en polo orgulloso de otra manera de hacer poesía, una alternativa, y acaso hasta superior, a los deliquios decadentes de Nervo y otros modernistas, muchos de ellos asentados en la capital del país. El emblema de este acontecimiento cultural periférico se llama Poemas rústicos. Este es el libro en el que se recogen los logros de este espléndido mediodía de pastorcillos, así como las penumbras amables de un bosque coronado por el Ave María. Se adivina que se trata también del mediodía de una cultura católica que por primera vez en mucho tiempo tiene propuestas de peso ante las veleidades de esa Babel pecadora llamada metrópoli.

Momento de templanza, de luminosidad reconfortante, de eclesial armonía, una porción de la posteridad se ha empeñado en fijar este ángulo del poeta, al grado de no ver ninguna otra de sus facetas. Cuando se considera el Othón paisajista, se habla de este Othón, estableciendo una usura hecha posible gracias a las monedas del bucolismo y de la armonía reconfortante entre el hombre y el cosmos, espejo de una divinidad que mucho nos quiere. Se trata de un Evangelio sin calvario y sin pasión, un Evangelio después del Evangelio, y de tipo impersonal, donde la buena nueva viene anunciada con grandes chorros de luz. La cruz cristiana es el emblema enhiesto en el campanario de la aldea, la prueba irrefutable del feliz matrimonio del cielo con el mundo que existe a nuestro alrededor. Escojo un pasaje representativo del Himno de los bosques: ``Y los rayos de luz hinchan el viento,/ hacen temblar el éter, y parece/ que en explosión de notas y colores/ va a inundar a la tierra el firmamento.''

Los versos de Othón van al rescate de la aldea bondadosa, esa reserva de gente sencilla de buen corazón, todavía no ``maleada'' por las concentraciones y los vicios de la gran urbe. El estro del poeta se afina y se depura en estos ejercicios de bondad preestablecida, aunque, así sea a fuerza de reiteraciones y ocasionales caídas de intensidad, termina por vencer una pía sensación de aburrimiento. Lo muestro con estos tercetos impecables:

Los Poemas rústicos, sin embargo, son algo más que esto. Es ciertamente el libro de la consagración del poeta, pero hay en él algunos pasajes inquietantes que sin temor habría que ubicar como los anticipos directos de la tercera gran etapa que culmina con En el desierto. Idilio salvaje. De tal suerte, si nos acogiéramos a la fórmula hegeliana, habría tres momentos notables en la poesía de Othón. El primer momento, el de la tesis, sería el romanticismo de juventud, con sus acentos lúgubres y funerarios. El segundo, la antítesis ``neoclásica'', señalada por la adquisición de un dominio magistral de la técnica del verso, aunque con clara tendencia a un descriptivismo que desde cierto punto de vista se puede antojar ñoño. El tercer momento triunfal de la síntesis, que recupera ciertos acentos románticos a la vez que conserva las conquistas alcanzadas en el ámbito del lenguaje, es el de la madurez, quizás sería mejor decir, el de la ``segunda'' madurez del poeta, representada por los ocho sonetos maestros que conforman el texto que tituló En el desierto.

Ahí mismo, como digo, en los Poemas rústicos, aparecen algunos textos que en todo o en parte ya pertenecen a la tercera etapa de la síntesis. La desparramada luz del neoclasicismo es sustituida por el cielo gris, tremante de tristura, o de plano, por la oscuridad de la noche, tan cara a los románticos. Un recuento minucioso tendría que detenerse en ese portento de 22 sonetos titulado Noche rústica de Walpurgis. Estamos, como el nombre lo indica, en una exploración del lado oscuro de la realidad; el poeta nos invita a un periplo en el que habremos de toparnos con las figuras o más bien los fantasmas que pueblan la noche y que le otorgan su eterno misterio. Los naguales, las brujas, los muertos, los fuegos fatuos. Todos los emblemas de lo siniestro, como lo entiende Freud, desfilan en este texto que se antoja como la contracara del idilio bucólico. La escueta declaración con que termina el soneto introductorio, ya nos indica cuál es el asunto a tratar: ``Sube al agrio peñón, y oirás conmigo/ lo que dicen las cosas en la noche.''

Reaparece, imperturbable, casi incambiada, en un nuevo contexto, la expresión juvenil agrio peñón de la leyenda heroica antes mencionada, y que correspondía a un poema de juventud. Frente a la visión reconfortante de los poemas ``neoclásicos'', puede oponerse ahora una visión ciertamente inquietante. El catolicismo a buen seguro de Manuel José Othón muestra ahora unos rasgos que podrían hacer pensar, si no en la herejía, cuando menos, en una versión bastante heterodoxa de los asuntos. El soneto de los muertos, incluido en la Noche rústica de Walpurgis, deja caer la primera gota de ácido. Ellos son los que hablan, dentro de sus tumbas. Impacientes, se quejan de su inerme situación: los comen los gusanos, y para colmo, están tremendamente solos, carentes de contacto humano. Los atormenta la soledad impía, por lo que piden que llegue, pero ya, la hora clara de la Resurrección.

El de las estrellas es el que más me impresiona. Me gustaría citarlo completo, para luego indicar dónde aparece el hilo discordante.

Paracelso pensaba que los hombres contienen las estrellas en su interior. El soneto de Othón señala que los cerebros de los hombres fulguran más que las estrellas, y que son, de hecho, superiores. Todavía más: se vislumbra una noción que a mí se me antoja levemente herética, aunque quizá me equivoco. Según el verso de Othón, comparada con las ideas del hombre, toda la creación es punto menos que polvo y ceniza. De pronto suena como una manera de menospreciar la obra divina. En todo caso, la idea vuelve a resonar de otro modo en una cuarteta terrible, desprovista del todo de sentido poético, y que, sin embargo, es uno de los poemas más estremecedores de Othón. Me refiero a esa cuarteta titulada Remember y que, en un instante supremo de desasosiego, clama de este modo:

Atender esta petición, de manera literal, significaría también borrar la historia de Cristo, y eliminar con ello la promesa de la redención, o sea, la máxima fineza que Dios pudo tener para con nosotros. Por su desnudez y por su cuota de desesperación, embona bastante bien con un endecasílabo de la obra maestra, cuando dice: ``¡Mal hayan el recuerdo y el olvido!''

Pero estoy adelantando vísperas. Debo confesar que durante mucho tiempo tuve la sensación de que el título de la obra más inquietante de Othón tenía algo de más. En el desierto. Idilio salvaje me sonaba a una especie de indecisión. Dos títulos juntos cuando bastaba con uno solo. ¿Para qué ese circunstancial en el desierto? Creo que sólo compenetrándose en la dimensión eminentemente moral del poema es posible entender lo que hay aquí de elección razonable. Alfonso Reyes, que conocía otras alturas del autor, no oculta su desconcierto ante la aparición de este poema ``tremendo y maldiciente''. Sí, en efecto, lleno de maldiciones. ¿No habrá una dolorosa confusión? ¿Se trata acaso del mismo poeta que una vez escribió los Poemas rústicos? Observa Reyes: ``Ahora lo encontramos castigado por remordimientos informulables.''

La frase se me antoja insustituible. Lo que vuelve notable este poema de Othón es que en él se articulan, como no había sucedido en ningún otro de sus textos, remordimientos informulables. Remordimientos que ponen en crisis la idea misma de su expresión. Y que no podrían surgir sino de una conciencia católica empapada muy bien en la canónica de sus textos. Estoy seguro de que más de un lector aprobaría en secreto si alguien agregara como epígrafe del poema estos renglones de San Pablo, de eminente contenido moral: ``Pero de los más de ellos no se agradó Dios, por lo cual quedaron postrados en el desierto.'' El pasaje está tomado de la primera epístola a los Corintios 10.5, y revela, no sólo la presencia de una conciencia culpígena, sino de igual modo la severidad de un castigo divino que no es sino la respuesta a una falta cometida por alguien. La frase circunstancial en el desierto se convierte de súbito en una iluminación, pues el desierto es el lugar en donde son castigados quienes hicieron cosas malas, o incurrieron en idolatría, o fornicaron, o tentaron o murmuraron a espaldas del Señor. El texto bíblico continúa: ``Estas cosas sucedieron como ejemplos para nosotros, para que no codiciemos cosas malas, como ellos codiciaron.'' Y agrega: ``Ni forniquemos, como algunos de ellos fornicaron, y cayeron en un día veintitresmil.'' El asunto central del poema, como lo sabe quien lo haya leído, es la fornicación. La historia de un amor culpable y cataclísmico que debía ocultarse entre las rocas del desierto, y que no produce a la postre en el sujeto sino angustia, amargura y desolación.

Por eso agrega el poeta, evocando un ayer que se evaporó: ``Do se alzaban los templos de mis diosas/ ya sólo queda el arenal inmenso.'' Expresión que permitiría acumular, bien visto, un nuevo cargo: el de idolatría. En el crepúsculo de su edad, destruido interiormente por el terremoto del amor, afectado por remordimientos indecibles, el poeta, sin embargo, y esto es quizá lo más inquietante del asunto, no pide perdón. No se arrepiente, como se espera de una conciencia cristiana, de los pecados cometidos. El poeta expone su fracaso, su amargura y su desolación, no para dar marcha atrás, sino para prolongarse en ellos, como si quisiera conseguir para sí la eternidad del dolor. Un dolor, insisto, sin salida, sin redención, que se empoza en sí mismo, que se autojustifica. Y que parece proclamar el orgullo infinito de la postración. La dureza del castigo de Dios estribaría en el hecho de que el castigo es eterno. El poeta, o cuando menos, el personaje del poema de Othón, se atiene a este castigo, con tozudez, y hasta, se diría, con un secreto y elevado orgullo, sin rebajarse nunca a lágrima o reproche. Para él no hay esperanza, ciertamente, pero tampoco la está solicitando. Está dispuesto a permanecer en el desierto por una eternidad. Quiero decir: lo que le queda de vida.

Por eso dije al principio que la lobreguez no es una palabra en Othón, sino algo así como un programa de existencia. Se viene a este mundo a purgar un dolor que a veces se antoja metafísico, a sufrir el peso de culpas innominadas, a cargar el espanto de todos los pecados, incluso de aquellos que no se han cometido. Viene uno al mundo a envolverse de oscuridad. El mismo sol, el sol radiante de todos los días, ¡tremendo espectáculo cósmico!, muere de lobreguez, sin que se sepa bien por qué, y se convierte en un esqueleto de cenizas. Seguramente exagero, pero quedan reliquias de lo anterior en algunos de sus poemas. Regreso a los Poemas rústicos, y fijo mi atención en otro de los textos llamados ``paisajistas'' de Othón. Me refiero a ``Las montañas épicas'', composición de tres sonetos que el escritor dedica a sus amigos de Monterrey. Anoto el dato porque esto quizás indicaría que se ha inspirado en el entorno geológico del lugar. ¿Y qué es lo que encuentra Othón? Transcribo su impresionante hallazgo: ``...en la noche, los áridos peñascos,/ las vértebras enormes del coloso,/ (...) semejan, en bosquejo tremebundo,/ el esqueleto rígido y monstruoso/ de un muerto sol pesando sobre el mundo''.

Se me dará la razón cuando digo que aquí el paisaje se ha convertido en otra cosa. En una lámina moral. Las montañas adquieren una facies siniestra: son el cadáver de un sol desmoronado y convertido en toneladas de ceniza. Pesan, agobian, instauran una huella pavorosa, que ya no tiene que ver con la geología sino con las grietas del alma. Es el mismo sol funerario, me gustaría decir, que relumbra con luz negra en estas líneas de En el desierto. Idilio salvaje:

No parece disparatado, en este contexto, evocar la frase nietzscheana de la muerte de Dios. El de la redención, cuando menos, no aparece por ningún lado; lo que vemos es la tragedia de los sin esperanza, la de los estropeados del corazón. Lo dice el poema: ``El terremoto humano ha destruido/mi corazón, y todo en él expira.'' Se trata de una muerte (¿o de una opción?) empecinada, porque asume la amargura y la pena hasta sus últimas consecuencias. El desierto es el escenario del castigo, y no otra cosa que eso. Instalado ahí, recalcitrante, el personaje masculino le dice a la amada que si en su alma aún quedan restos del placer, que entonces retorne a su revuelto mundo; frase interesante porque indicaría, de algún modo, la convicción final de que el desierto ya no es el mundo, sino tan sólo un espacio disciplinario. ``Estepa maldita'', se lee en el poema; también podría decirse: estepa de los malditos, de los que ya no podrán salir de ahí. De otro modo no podría entenderse ese brochazo del terceto final, cuando el poeta, reprochando acaso la indiferencia de la mujer, o su insensibilidad moral, añade, por contraste, para referirse a su sufrimiento: ``...en mí, ¡qué hondo y tremendo cataclismo!/¡Qué sombra y qué pavor en la conciencia/y qué horrible disgusto de mí mismo!''.

No es ocioso observar que a partir de este horrible disgusto de sí mismo surgen algunas de las poetizaciones más inquietantes de nuestro siglo. Entre ellas, si no me equivoco, la de José Gorostiza en su Muerte sin fin. Pero este es ya otro asunto.