La Jornada Semanal, 14 de junio de 1998
Arturo Noyola, con prosa que cala hondo, describe en este ensayo las dramáticas dicotomías que dividieron la vida, los sentimientos y los trabajos de Othón, poeta del deseo y de la culpa. En este ensayo , Noyola nos entrega las claves de tres cuentos de espantos en los que Othón une las tradiciones populares mexicanas con los rasgos esenciales del estilo gótico.
Del candor pueblerino al empirismo ilustrado
Manuel José Othón fue un hombre con el corazón dividido. Quizá más que su poesía, y desde luego más que su prosa, de ello da cuenta su pungente biografía de hombre equivocado desde la juventud hasta la muerte. Modernista que no quería ser modernista, clasicista que no lo era cuando afloraba lo mejor de su creatividad, amante esposo que abandonaba a su mujer siempre que podía, abogado casi a pesar suyo, forjador de proyectos literarios que no se concretaban y soñador de negocios ilusorios. Hombre que, en sus cuentos -y esto quizás haya que ponderarlo como una virtud literaria-, afianza un pie cien años antes y otro cien años después, dividido al fin entre las sombrías brumas de la subjetividad romántica y las claras luces de la objetividad positivista.
Sus cuentos de espantos, escritos en los primeros años de este siglo, anclan en efecto un pie cien años antes y aseguran el otro cien años después. ¿Por qué? Estamos acostumbrados a leer el nombre de nuestro escritor en las nóminas modernistas, y sabemos que modernismo es muchas cosas diferentes que incluyen al simbolismo y conviven con el realismo y el positivismo. En tres cuentos Othón es todas estas cosas, con una adicional, que es la que fija uno de ambos pies cien años antes: el romanticismo. Que un escritor nacido durante la segunda mitad del siglo XIX y muerto en el XX sea en unas decenas de páginas romántico, realista, positivista, modernista, simbolista, no debe de ser tampoco una notable excepción, dada la movilidad de la escritura de la época.
Siglos fueron y vinieron a lo largo de la historia en que los movimientos literarios -artísticos- duraban precisamente siglos. ¿Cuántos duró el romántico, cuántos el gótico? Más de uno el renacimiento, el barroco; casi uno el neoclásico. Pero el siglo XIX trajo al mundo occidental una diversificación sensiblemente más marcada en las tendencias artísticas. Todas las mencionadas en el párrafo anterior las conoció ese siglo -si bien el positivismo no es en sentido estricto una tendencia artística-, más otras adicionales, señaladamente el naturalismo o un incipiente existencialismo. Luego entonces es apenas normal que se encadenen diversos movimientos literarios para conformar una sola obra. Es el caso de ``Encuentro pavoroso'', ``Coro de brujas'' y ``El nagual''.
¿Por qué escribir, en 1902 y 1903, cuentos de espantos? Han corrido para entonces muchos años en el mundo occidental con una importante tradición de ese tipo de relatos. Se llama romanticismo. No es el caso aclarar en este momento que el movimiento romántico está muy lejano de lo que significa, en su acepción cotidiana, la palabra romántico. Un hombre romántico es el que se suicida. O siente al menos fascinación por la muerte, por la guerra desde luego, por la violencia del corazón metafórico; lo subyugan las tormentas en el mar y en la conciencia, lo seducen los cataclismos así en tierra como en el alma. Decepcionado de muchas cosas, entre ellas -como si hubiera que aclararlo- su mundo y su tiempo, el romántico se refugia en épocas pasadas; busca asilo en lo que evoca el más definitivo de los viajes: el cementerio. Lo sepulcral y lo nocturno están en él, y son con él.
El romántico vuelve los ojos a la Edad Media, y en ella suele ubicar su sensacionalismo sobrenatural. ¿Pero aquí, en este Nuevo Mundo sin Edad Media? Aquí hubo Colonia, y tiene sus leyendas, y tiene sus tradiciones. Luis González Obregón publicó Las calles de México. Sabido es que don Artemio del Valle Arizpe reunió numerosas leyendas. Y durante el realismo mexicano se escribieron novelas en ese tenor colonial, habida cuenta -tal vez, entre otras cosas- de que el mundo del virreinato no conoció la novela. Hay, pues, motivos de sobra para que nuestro Manuel José Basilio escribiera sus románticas historias de aparecidos.
``De esto hace ya bastantes años. Encontrábame en una aldea muy antigua de la zona litoral del Golfo.'' Son las primeras palabras de ``Encuentro pavoroso''. La evocación romántica está allí, desde el principio, en la rememoración de los tiempos idos. rase una vez. ``Encontrábame en una aldea muy antigua de la zona litoral del Golfo.'' Claramente Othón está tomando algún modelo, aunque no lo mencione y no lo haga al pie de la letra. ¿Por qué? ``Aldea muy antigua'' y ``litoral del Golfo'' son dos ideas que no casan.
No hay aldeas muy antiguas en el trópico mexicano. Puede haber rancherías de mala traza, pero una ``aldea muy antigua'' pertenece a otro tiempo, a otras latitudes; la singular adjetivación parecería una influencia gótica, según la nomenclatura de moda. Sin embargo, va muy bien con el romanticismo que busca ubicarse en tiempos idos. Othón, el romántico Othón, está siguiendo modelos. ¿Gustavo Adolfo Bécquer?
La romántica noche es el escenario de ``Encuentro pavoroso''. Esto tiene sentido más allá del truco de presentar una historia de terror en la oscuridad: además de que no se disponía en esa época de muchos recursos para crear una atmósfera macabra, la noche es romántica en sí misma. ``Media noche era por filo y el lucero brotaba cintilante y radioso tras el vago perfil de la lejana cordillera, blanco, enorme y deslumbrador como otra luna.'' El hermoso lirismo othoniano presenta otra faceta del romanticismo, en el que no todo tiene por qué ser sepulcral; basta con que se dé semejante exaltación de los sentimientos. En el desierto. Idilio salvaje nos da una asombrosa muestra de ello. Sobra aclarar que es uno de los poemas más románticos de nuestra literatura.
El caso es que en ``Encuentro pavoroso'' las cosas suceden en la oscuridad. El narrador que se halla en esa antigua aldea tropical debe regresar a su ciudad y decide hacerlo durante la noche, además, porque Othón, precavido frente a lo que ya era probablemente un lugar común, encuentra una causa más que razonable para justificarlo: evitar el calor intolerable de fines de abril. El mozo del narrador ha olvidado una cosa importante y éste, ya andado algo de camino, lo hace volver, pero él sigue su marcha; ya el mozo lo alcanzará después. De pronto su mula se espanta y termina por transmitirle el miedo. No es para menos: ``¡El tigre!'', exclama el jinete para sus adentros y, recobrando en lo posible su enflaquecido ánimo, apresta el revólver y el cuchillo de monte, sabedor no obstante de que el combate está perdido. Pero, en vez del felino, se acerca por la vereda un burro negro sobre el que se sostiene un hombre vestido de pardo. La mula del narrador, a pesar de la reconfortante presencia humana que se avecina, se estremece aún más y hace todo por huir. Se acerca el hombre pardo en su burro negro (inevitable soslayar los colores) y, por fin... dejémoslo en palabras de Othón:
Era un rostro lívido, cárdeno, al que la
inmensa luz lunar prestaba matices azules y verdes, casi
fosforescentes. Eran unos ojos abiertos y fijos, fijos, fijos sobre un
solo punto invariable, y aquel punto en tal instante eran los míos,
más abiertos aún, tan abiertos como el abismo que traga tinieblas y
tinieblas sin llenarse jamás. Eran unos ojos que fosforecían, opacos y
brillantes a un tiempo mismo, como un vidrio verde. [...] Y todo aquel
conjunto era un espectro, un espectro palpable y real, con cuerpo y
forma, destacado inmensamente sobre la divina claridad del
horizonte.
Cabe destacar aquí la repetición, eco de la labor poética de Othón, en esos ojos abiertos y fijos, fijos, fijos sobre los del propio narrador conforme se acercan sus cabalgaduras; y cabe señalar, también, la eficacia del recurso narrativo: la nariz del siniestro personaje ``Era una nariz rígida y afilada, semejante al filo de un cuchillo''. Ese rasgo de la fisonomía es, en sí mismo, amenazante. Nuestro autor, primordialmente poeta, se las ingenia con el fin de disponer de un instrumental útil para contar, también, una historia. Ese personaje macabro está cada vez más cerca, y al final, al final... pero dejemos el final para el final y prestemos atención a un rasgo típicamente romántico: la ironía, entendida como la imposibilidad de tomar con seriedad y considerar como algo sólido los productos de la conciencia, en los cuales no pueden verse sino manifestaciones provisionales y, por tanto, irreales. ``En esa posición esperé [escribe Othón], siempre con el revólver apercibido, pues no me parecía por demás precaverme.'' ¿Contra un muerto precaverse con un revólver? Es un romanticismo de dolorosa ironía de herencia barroca.
``Coro de brujas'' presenta aspectos diferentes. En primer lugar, hay una clara relación con su poesía. Othón habla de los ``aquelarres de Harz en la noche de Santa Walpurgis''. No es necesario, naturalmente, mencionar aquí los sonetos de la ``Noche rústica...'', pero sí señalar que entra el autor de lleno en el campo del simbolismo, tendencia artística que, si bien tiene su origen en el romanticismo, toma una sensible distancia de éste. Postula el abandono de lo conocido y se inspira en el espiritismo y el esoterismo; combina el misticismo religioso con el interés por lo perverso y la inclinación por el primitivismo. Allí están los cuadros de Gustave Moreau, con sus figuras fantásticas e intrigantes, o de la tardía pintura victoriana, para alimentar la imaginación de los escritores simbolistas; y, de este lado del mar, allí están las figuras de Julio Ruelas, que, por cierto, ilustraron la primera edición de los Poemas rústicos. Luego entonces la idea no le era desconocida a nuestro autor, como no lo era a la época. Mucho más que ``Encuentro pavoroso'', ``Coro de brujas'' ejemplifica este aspecto de la creación. En México tiene la importancia de haber crecido en el fertilísimo campo de la apropiación por parte del Estado de los bienes eclesiásticos. El fenómeno, que no fue únicamente mexicano, fue tal vez particularmente fuerte en México. En todo caso, la secularización de la sociedad dio pie al renacimiento del interés en los ritos religiosos paganos, en las sectas secretas, en el espiritismo y el esoterismo. Los modernistas tienen una historia que contar al respecto. No pudo la sociedad como tal enfrentar con claridad de entendimiento la secularización creciente de la cultura; la respuesta fue religiosa, pero con un enfoque que menos le pertenecía a Dios que al diablo. Debe de haber contribuido a ello, adicionalmente, el sincretismo que se vivió durante todo el virreinato. En lo mejor de su poesía Othón dio cuenta de ello, y en su ``Coro de brujas'' hizo entroncar este aspecto simbolista con uno más común, más mexicano: el realismo. Joaquín Antonio Peñalosa hace un exhaustivo inventario de los elementos del habla popular a que constantemente recurre Othón: el ``susidio'' o ``susirio'', que quiere decir desasosiego; la ``prinsión'', que no es prisión sino aprensión, angustia; ``teniente'' es medio sordo; el ``fuellerío'' es el conjunto de huellas, de ``fuellas''. Y puede citarse algo que sea más que una palabra. Escribe Othón en ``El nagual'':
-¡Ave María!
-En gracia concebida -me contestaron desde adentro dos mujeres que a
poco aparecieron en el umbral de los jacales.
-¿No se ha llevado el coyote alguna gallina? -les pregunté
precipitadamente.
-Sí, siñor; y todos los días se lleva una o, con perdón de su mercé,
un puerquito, de modo que ya no tenemos vida. Ni los perros, ni
balazos que le avientan los hombres, pueden espantarlo, `pos' siempre
le `jierran' y los perros se cansan y le tienen miedo.A carrera tendida por entre los barbechos me
dirigí a la estancia de donde el coyote había robado la
gallina. Llegué a unos minutos. Llamé en seguida con palabras
sacramentales.
Un nagual merodea el lugar, hurta gallinas y huye en su modalidad de coyote, y, al verse atrapado, se convierte en un viejecillo repugnante pero tan desmedrado que es imposible atacarlo. Es un:
semejante engendro de asquerosidad a quien
apenas podía considerarse como un ser humano. Las rodillas finas y
puntiagudas, ceñidas por los brazos en apretado nudo, como por dos
cobrizas serpientes, escuálidas y viscosas. El descubierto cráneo,
coronado por hirsuto greñal de mechas grises, descansaba sobre aquel
infame nido que los codos y las choquezuelas formaban, y todo el
conjunto aparecía cubierto por inverosímil envoltura de andrajos
nauseabundos.
La imagen es al tiempo simbolista y realista. La observación rigurosa de la realidad, propia del realismo, se transforma en una exageración retórica que lleva a la deformación simbolista. Sin embargo, la realidad queda captada en todos sus detalles, enriquecida, paradójicamente, por la libertad artística propuesta por el simbolismo y su desdén hacia el hecho anecdótico.
Othón, sin embargo, a pesar de la fantasía que despliega -el positivista Othón-, tiene que encontrarle a lo inexplicable explicación satisfactoria. Su cuento se transforma, así, en un alegato contra su misma producción literaria; se aleja de la ficción para dar un vuelco didáctico que explica algo que podría enunciarse como la ignorancia incurable de la gente rústica. El nagual no es un nagual, sino que el viejo repulsivo tiene bien educado a un coyote que, al amparo de la creencia generalizada en lo sobrenatural, hace de las suyas entre la gente de esos montes. No se detiene el positivista Othón en explicar más que eso; queda en el aire algo que él mismo relató: cuando el coyote, en la imaginación ignorante, se transformaba en el viejo, dejaba, en efecto, de estampar sus huellas en la tierra; luego entonces sí había algo sobrenatural. O no hay forma de calmar a la mula del ``Encuentro pavoroso'' cuando por el camino viene un burro al que amarraron un cadáver; luego entonces sí había algo de extraño en ese jinete. Othón, el romántico Othón, el simbolista Othón, explica las cosas sobrenaturales de forma convincente y, una vez aceptadas como reales por el lector -fundamento de toda literatura-, aparece el positivista Othón, nutrido en el empirismo, y le encuentra la razón lógica que las vuelve a constreñir en el campo de lo objetivamente posible aunque, en el texto mismo, tal cual está escrito, no sean objetivamente posibles. Postulado fundamental del positivismo es la reducción de lo cognoscible a la experiencia inmediata de la realidad. Lo positivo es lo cierto, lo real, lo evidente. Lo romántico tal vez no sea con exactitud lo contrario, pero sí es otra cosa. En cualquier hipótesis, gana esta breve literatura othoniana en riqueza de texturas lo que pierde en sorpresa literaria. El autor se las ingenia para hacernos creer algo que no es posible que ocurra; ¿por qué, entonces, dar marcha atrás? ¿Es la época? Seguramente. Un pie en 1800 y el otro en 1900, con toda la gama de colores que existen en la paleta que va del romanticismo al positivismo, sustenta una escritura compleja en su ubicación estilística y contradictoria en sus tensiones internas.
En ``Coro de brujas'', más que las otras historias de una superstición, logra el autor acercarse a una literatura que despega muy alto. Don Carpio -don Policarpo-, atormentado noche tras noche por brujas que resistían hasta remedios tan eficaces como enterrar el Calendario del más antiguo Galván acompañado de una oración a san Antonio Abad -seguramente por su experiencia con los demonios en el desierto, y por lo terrible que a éstos les resultaba su nombre- y otra a san Isidro Labrador, mientras la víctima rezaba entre dientes credos y salves y hacía cruces con la mano hacia los cuatro puntos cardinales, debe recurrir a tata Prisco, el único en la región en condiciones de enfrentar con éxito la fuerza terrible de las poderosas brujas. ¿Por qué debería poder tata Prisco conjurar el maleficio? Que responda el personaje: ``¡Pues a qué ha de ser! Nada menos a que tiene un pedacito de la reata con que se ahorcó Judas Iscariote, el cochino apóstol que vendió a Nuestro Señor.'' La razón, sea como sea, es preciosa. Pero el narrador -o el narrador-autor-, que no se deja amedrentar por el romanticismo en pleno porfiriato -¡faltaba más!- presta un servicio invaluable: ir a enfrentar el problema armado con un palillo de dientes: sí, con un palillo de dientes que -le miente a don Carpio- es una astilla de la cruz en que murió san Dimas, el buen ladrón. Entre cuerda de Judas Iscariote y cruz de san Dimas puede más esta segunda. De hecho entroncaba la idea con el viejo deseo cristiano de contar en cada iglesia importante con un fragmento de la cruz de Cristo, una cruz salvadora en sí misma porque, entre otras cosas, según informaba una leyenda medieval -reporta Mircea Eliade en su clásico Tratado de historia de las religiones-, estaba confeccionada con el árbol de la vida plantado por Dios en el centro del Paraíso del Génesis. La idea era notable y puede, ella sí, poner en tensión los hilos de un gótico auténtico en Manuel José Othón. Pero el romanticismo que se va a historias tan lejanas es abruptamente quebrantado por el positivismo empirista. Lástima. Y aunque no es tema de esta historia, queda el deseo de saber qué habría pasado con esta breve literatura othoniana si no hubiera caído el autor en tentación cientifizante.
Othón, el melancólico Othón, el que siempre siguió su vida por los derroteros que nunca hubiera querido, nos dejó también en esta prosa su dolorosa dialéctica: la certeza de una habilidad literaria privilegiada frente a la zancadilla autoimpuesta de dar paso al deber ser. Estética frente a ética. Podemos nosotros, ya que Manuel José Basilio se manifestó en las dos, quedarnos básicamente con la primera.