Héctor Aguilar Camín
La ley y la violencia
La existencia de 32 municipios autónomos, creados por el EZLN, es una de las expresiones de la ilegalidad que priva en Chiapas. Son municipios que las comunidades zapatistas crean por sí y ante sí, asumiendo funciones de gobierno que de inmediato pueden tipificarse como el delito de usurpación de funciones. Cuando esas autoridades autónomas encarcelan a alguien, incurren en el delito de secuestro, pues no tienen facultad legal para privar de la libertad a nadie. Si expiden un título de propiedad que afecta a terceros, pueden ser acusados de despojo. Si cobran impuestos, de robo. Etcétera.
Para someter esa ilegalidad, el gobierno local ha emprendido abrumadoras acciones de fuerza pública, la última de las cuales provocó un tiroteo, nueve muertos y decenas de heridos en el municipio autónomo de El Bosque, algunas de cuyas comunidades fueron ocupadas y desbandadas por el Ejército. El Ejército apoyaba la acción policiaca de la Procuraduría local para ejecutar órdenes de aprehensión por diversos delitos. Un sector de la prensa nacional e internacional registró el hecho como una masacre. El gobierno local, el gobierno federal y el presidente Zedillo lo presentan como costos de la aplicación de la ley en Chiapas.
El hecho es que, dada la ilegalidad acumulada en Chiapas, y la persistencia de una organización armada con dominio territorial efectivo en la zona, parece imposible hacer cumplir la ley sin usar la fuerza, sin que asome el rostro de la violencia oficial que, por lo menos desde la matanza de Tlatelolco en 1968, repugna a la sociedad mexicana. El presidente Zedillo refrendó la decisión de gobierno de ``hacer valer la ley'', como dijo el viernes pasado en Las Margaritas, ``para evitar mayor violencia''. Agregó: ``Por un tiempo muy corto la violación de la ley puede simular una forma de paz, pero no lo es... La violación sistemática de la ley no puede dar seguridad, no puede dar certidumbre, no puede dar confianza a nadie''. Mientras el Presidente decía esto, una pancarta en el mismo mitin resumía la opinión de los zapatistas: ``Basta de asesinar a indígenas inocentes. Alto al genocidio en Chiapas''.
Puede augurarse que el gobierno perderá la partida en la opinión pública, la cual quiere una solución del conflicto pero rechaza cualquier salida violenta, incluso si es legal. Tiende a ponerse del lado del débil, aun si es el lado de la ilegalidad. Es un viejo reflejo de la cultura política de México: el ejercicio de la fuerza por el gobierno tiende a verse como un abuso de autoridad, como una forma desnuda de represión. El compromiso con la legalidad es endeble tanto en la sociedad como en el gobierno. Todo mundo dice desearla pero nadie está realmente dispuesto a pagar sus costos.
El argumento gubernamental de que aplicará la ley suena discrecional en un país donde la ilegalidad es parte de la vida cotidiana en casi todos los órdenes. Suena doblemente discrecional en Chiapas, donde la tolerancia a la ilegalidad ha sido norma de acción de las autoridades y exigencia de la opinión pública. Desde el principio de la revuelta chiapaneca, en enero de 1994, la decisión gubernamental y el clamor público fue negociar la legalidad, negociar por encima de la ley. Así reapareció en Chiapas una vieja tradición de las revueltas mexicanas: rebelarse contra el gobierno como una forma de negociar con el gobierno. Reapareció también una vieja tradición de los gobiernos: negociar con los rebeldes para no tener que emplear a fondo recursos represivos que pueden echarle al público encima y deteriorar su endeble legitimidad política.
Aplicar la ley sin cortapisas en el conflicto chiapaneco hubiera llevado simplemente a reprimir la rebelión. Al no reprimir la rebelión ni resolver sus demandas por la vía negociadora, el gobierno quedó en una situación ambigua de la que no ha podido salir: debe tolerar la actividad política y la presencia en su territorio de una fuerza armada que le ha declarado la guerra y al mismo tiempo tiene que someterla a la negociación. No ha podido tolerarla del todo ni ha podido encauzarla a la negociación. Tampoco ha podido reprimirla. El gobierno ha empleado erráticamente la fuerza desde que se produjo la rebelión chiapaneca y el EZLN le declaró la guerra. Ha usado la fuerza a trechos y ha dejado de usarla la mayor parte del tiempo para confiar en la negociación interminable o en la autoconsunción del conflicto.
Durante cuatro años, la negociación en Chiapas ha sido una forma de tolerancia a la ilegalidad. Ahora, en defensa de la legalidad, el gobierno se decide a usar la fuerza y a pagar el costo de emplear la violencia si es necesario para restablecer el estado de derecho en Chiapas. El gobierno local que trata de aplicar la ley en Chiapas reduciendo la ilegalidad de los municipios autónomos no tiene credibilidad pública ni legitimidad para emplear la fuerza, aun si lo hace con la ley en la mano. El gobierno federal que lo apoya tendrá que sostenerlo y sostenerse mucho tiempo en esa posición y pagar un precio muy alto para convencer a todos de sus intenciones y para empezar a cosechar la seguridad, la certidumbre y la confianza que, en efecto, como dice el presidente Zedillo, sólo pueden sembrarse duraderamente con el cumplimiento de la ley. El precio político de implantar la legalidad es impagable en el México de hoy. Si lleva la ley hasta sus últimas consecuencias en Chiapas, el gobierno tendrá que pagar completo el precio que está pagando ya, el precio de aparecer como un represor sangriento.