Cuauhtémoc Sáenz y Fernando Carrillo
Incendios forestales
Los numerosos e intensos incendios forestales de la primavera de 1998 podrían ser, en muchos casos, una respuesta natural de algunos ecosistemas forestales, tendente al restablecimiento parcial de equilibrios ecológicos. Ello equivale a una medida natural autocorrectiva de los bosques. Al menos en el caso de bosques templados de pino y encino, en las montañas del centro de México, es muy probable que la política de supresión de incendios forestales, vigente desde hace 50 años y noblemente impulsada en sus orígenes por Miguel Angel de Quevedo, sea paradójicamente una de las causas de fondo de los incendios catastróficos que estamos viviendo.
En los bosques templados los árboles usualmente producen más hojarasca (nos referimos tanto a ramas como a hojas secas) que la que se puede descomponer de manera natural en el suelo, creando una acumulación de la misma con el tiempo. De manera natural ocurren incendios a ras del suelo, a intervalos de aproximadamente 10 años y usualmente iniciados por rayos (no estamos considerando los provocados para inducir pasto para el ganado). Esos incendios naturales pequeños tienen el importante papel ecológico de convertir la hojarasca en nutrientes (en forma de cenizas), que son inmediatamente disponibles para las plantas.
A intervalos mucho más largos de probablemente 120 años, pueden ocurrir, también de manera natural, grandes incendios que incluyen las copas de los árboles, los cuales cambian completamente la composición de especies del bosque, reiniciando un ciclo natural de sucesión ecológica. Esos incendios de gran escala, llamados catastróficos, ocurren cuando se combinan varias condiciones como la acumulación de hojarasca, árboles muertos y una sequía particularmente severa... como la de este año.
¿Qué papel ecológico ha jugado la política de supresión de incendios forestales?
Esa política también ha significado la cancelación, en gran medida, del mecanismo natural de reciclamiento de hojarasca y, en consecuencia, ha promovido su acumulación. En algunas áreas de los bosques de pino y encino de la Sierra Nevada (faldas del volcán Iztaccíhuatl) se han acumulado, muy probablemente debido a la supresión de incendios, un promedio de mil 31 metros cúbicos por hectárea de hojarasca no degradada o en estados iniciales de descomposición, con sitios de máxima acumulación de 4 mil metros cúbicos por hectárea (datos no publicados, parte de la tesis doctoral del segundo autor). Esa cantidad inusualmente elevada de hojarasca, normalmente húmeda bajo la superficie, se puede convertir en material flamable en un año particularmente seco y caluroso. Entonces, sólo falta la chispa, que es lo de menos: un rayo, una quema agrícola en una parcela cercana, un cerillo intencional o un cigarro accidental.
En otras palabras, muy probablemente la supresión de incendios pequeños redujo el intervalo natural de tiempo entre fuegos de tipo catastrófico. Los actuales 4 mil metros cúbicos por hectárea de combustible son muchos como para detener una conflagración, sea cual fuere el raquítico presupuesto de la Secretaría de Medio Ambiente, Recursos Naturales y Pesca (Semarnap) y los mejores esfuerzos de Julia Carabias y sus colaboradores.
¿Se equivocó Miguel Angel de Quevedo? Sí y no. Hace 50 años se sabía mucho menos de ecología forestal que ahora. La prueba irrefutable del efecto dañino de la supresión de incendios ocurrió en 1988, en el famoso y antiguo Parque Nacional de Yellowstone, en Wyoming, Estados Unidos. Allí ocurrieron inmensos incendios de tipo catastrófico, propiciados por un año particularmente seco y caluroso. Se llegaron a concentrar 10 mil bomberos y voluntarios, y todo los aviones y helicópteros imaginables para esos casos. Al final, los fuegos fueron imparables y los recursos, tanto humanos como logísticos, sólo se concentraron en salvar vidas humanas y propiedades.
¿Es entonces correcto plantearse como meta en México detener los incendios forestales? Salvar vidas, propiedades y, si se puede, proteger áreas con regeneración natural es una meta razonable. Sin embargo, querer apagar los incendios a toda costa es inadecuado en muchos casos, en términos de manejo ecológico. Exponer a los brigadistas sin el equipo necesario es un error grave, si no, cómo explicar la trágica muerte de 15 ejidatarios en un solo incendio en Texocuispán, Ixtacamaxtitlán, Puebla, el pasado 4 de mayo.
A mediano plazo (uno a cinco años), los incendios crearán una ventana de oportunidad para reforestar. En muchos sitios habrá una inmensa cantidad de nutrientes rápidamente disponibles para las plantas, que podría ser aprovechada plantando árboles.
A largo plazo, debe considerarse seriamente sustituir la política indiscriminada de supresión de incendios forestales por una política mixta, que combine por ejemplo la lucha contra el fuego en sitios reforestados con la realización de una serie de quemas controladas en sitios con arbolado adulto, los cuales se beneficiarían con la quema de la hojarasca acumulada.
¿Por qué no se había modificado en México la política indiscriminada de supresión de incendios forestales? ¿Por que no se reaccionó ante la catástrofe de Yellowstone? Creemos que en gran medida la explicación es la insuficiente investigación que se realiza en México en materia de recursos forestales en general. Y aquí cabe una última pregunta: ¿no sería mejor impulsar la investigación en materia forestal en vez de destinar 14.4 por ciento del producto interno bruto en el Fondo Bancario de Protección al Ahorro? Sobre todo si consideramos que el Fobaproa se utilizó para salvar instituciones que, en palabras del gobernador del Banco de México, Guillermo Ortiz, ``se entregaron a unos pillos''.
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