Ni tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre

Calcular para comer

Marco Antonio Sánchez Ramos

Los consejos sabios abundan alrededor de alguien que ha ``regado el tepache'' o, dicho de otro modo, de quien no ha tenido la fortuna de calcular en forma correcta alguna de sus actividades, como por ejemplo beber o comer. A pesar de ver al pobre tipo caído, rematan diciéndole: ``Deberías moderarte, porque si sigues así no llegarás a viejo''. Aunque nadie nos dice con precisión cómo moderarnos, lo cierto es que nuestro organismo nos da los límites y nos evita tener que hacer cálculos engorroso para planear cada una de nuestras actividades.

Sólo imagínense que estamos sentados en un restaurante a la hora de la comida, con un mesero impaciente a un lado en espera de que terminemos de hacer el cálculo de cuánta energía hemos gastado desde que salimos de nuestra casa, hasta que llegamos a comer, incluyendo el gasto que hacemos al estar haciendo los mismos cálculos; todo con el fin de poder decidir cuál de los platillos tenemos que pedir.

En principio, tendríamos que saber cuánta energía se usa por cada contracción muscular, para hacer una relación entre los movimientos que hemos realizado durante el día y la cantidad de calorías consumidas. Si en la mañana nos dieron un susto porque estuvimos a punto de chocar o tuvimos que correr para alcanzar el camión, habrá que aumentarle a nuestros cálculos un gasto de energía extra que dependerá del grado de estrés al que fuimos sometidos, o la distancia y velocidad a la que corrimos. En nuestro trabajo, deberíamos apuntar en nuestra libreta el tiempo que hemos pasado sentados, parados, hablando, riéndonos, dormitando y, por qué no, hasta pensando.

Deberíamos ser expertos biofísicos para saber cuánta energía gastamos cada vez que nuestras neuronas se comunican para permitirnos pensar, decidir, recordar, actuar o calcular. También tendríamos que ser excelentes nutriólogos para saber la cantidad de calorías que nos proveen 50 gramos de galletas de animalitos, dos cucharadas de azúcar en el café o una tortota de tamal con champurrado, consumidos a la mitad de la mañana.

Por supuesto que nos volveríamos locos y serían tantos los datos que tomaríamos en cuenta, que con frecuencia fallaríamos en los cálculos y obligaríamos a los restauranteros a poner un letrero en la entrada que dijera: ``Evítenos la pena de negarle el servicio si no trae su título de matemático, físico, nutriólogo o áreas afines''. Afortunadamente, tenemos todos los expertos que nos podamos imaginar dentro de nuestro propio organismo.

Contamos con un excelente nutriólogo llamado hígado. Este órgano es la alacena de nuestro cuerpo que nos permite almacenar la glucosa, un combustible indispensable para que cada una de nuestras células puedan seguir haciendo las actividades que les corresponde. Cuando la glucosa en la sangre baja, el hígado suministra la cantidad necesaria para que el nivel se mantenga en sus límites, por lo que no nos debería preocupar tanto si hoy en la mañana gastamos más energía de lo que acostumbramos porque corrimos para evitar el asalto tempranero o, por el contrario, nos la pasamos cabeceando y calentando el asiento en nuestro trabajo. En ambos casos, el hígado hará un cálculo casi perfecto para liberar su preciado tesoro a la sangre en la cantidad justa para compensar la energía gastada sin ``pasarse de la raya''.

Hambre y saciedad

Pero cualquier almacén de energía se acaba si no lo reponemos periódicamente, por lo que nuestro organismo debe echar mano de su gerente de compras, que nos impulsará a alimentarnos. Este experto se encuentra en la base del cerebro, en una estructura denominada núcleo lateral del hipotálamo, comúnmente llamado por los cuates núcleo del hambre.

Esa zona cerebral empieza a alterarse cuando el nivel de glucosa desciende, dando como consecuencia la necesidad de comer. Aquellos animales del laboratorio a los que se les quita esa región no comen por la simple y sencilla razón de que no sienten hambre. El núcleo del hambre tiene una estrecha relación con las áreas que controlan las emociones, por lo que no es casual que cuando nuestra reserva de energía se agota, la sonrisa se apaga, se esfuma nuestro gusto por leer y filosofar, incrementa nuestro enojo y la atención se centra sólo en la manera de conseguir aunque sea un taco.

Cuando ya tenemos la oportunidad de comer, tanto la manera como lo hacemos como la cantidad que consumimos dependerá del hambre que traigamos; dicho en palabras de un experto en termodinámica, estaremos buscando nuestro balance energético. Si existe demasiado desbalance, con seguridad comeremos como ``pelón de hospicio''; si no tenemos tanta hambre, comeremos con moderación o incluso con cierto desgano.

¿Cómo calcula nuestro organismo cuánto comer? Existe otra región cerebral que le llaman núcleo ventromedial del hipotálamo, y cuyos cuates simplemente le dicen el núcleo de la saciedad. Esa región se altera cuando la cantidad de alimento que estamos consumiendo es la necesaria para cubrir los requerimientos energéticos de nuestro cuerpo. La forma como detecta la cantidad exacta es por medio de sensores que tenemos en boca, esófago y estómago. Cuando decimos ``ya me llené'' y nos agarramos en forma automática el estómago, es la señal inequívoca de que nuestro sistema de la saciedad funciona, porque entre más inflado está el estómago, el núcleo de la saciedad estará más activo y, si no somos glotones, empezaremos a dejar de comer. Los animales de laboratorio a los cuales se les lesiona ese núcleo comen sin moderación hasta que sobreviene la muerte.

Si sólo comemos cosas que nos inflen el estómago (como esos ``ricos pastelitos'' que todos debemos recordar), estaremos engañando a nuestro cerebro, quien detectará que ya estamos alimentándonos y encenderá el mecanismo de la saciedad. Por supuesto, no es fácil engañarlo por mucho tiempo, y constantemente el núcleo del hambre nos recomendará que dejemos por la paz la comida chatarra.

Si al estar comiendo no le hacemos caso a los gritos de nuestro núcleo de la saciedad, las consecuencias pueden ser desastrozas. La sobrestimulación nerviosa que resulta de un estómago distendido llegará a oídos de otra región de nuestro sistema nervioso, cuyo funcionamiento lo podemos constatar al viajar en una carretera sinuosa después de haber comido. El mecanismo del vómito es una salida urgente que tenemos para evitar que de un solo golpe entre una cantidad exagerada de comida.

Por último, el gusto y el olor de lo que comimos se guardan por un momento en una zona del cerebro encargada del aprendizaje. Si esta recibe una mala noticia del núcleo del vómito, lo más seguro es que el platillo que comimos ese día pase de ser nuestro favorito a algo que ni en nuestras peores crisis de hambre querremos recordar. Esto, aunque es desagradable, nos permite ir aprendiendo que para comer debemos seguir la regla simple que nos dice ``ni tanto que queme al santo ni tanto que no lo alumbre'', o como diría mi amigo Aguayo: ``Ni tan tan ni muy muy''.

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