Las maniobras de guerra de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en la frontera serbia, con bombardeos y concentración de tropas de invasión tiene, como objetivo declarado, presionar al presidente de la Federación Yugoslava y líder serbio, Slobodan Milosevic, para que cese la acción militar en la provincia de Kosovo, donde los serbios buscarían una limpieza étnica como la que ocurrió en Croacia o en Bosnia Herzegovina. Pero es por demás probable que esta guerra simulada busque en realidad derribar a Milosevic, quien en estos momentos se encuentra en Moscú para consultas con el presidente ruso, Boris Yeltsin, el cual, a su vez, no está de acuerdo con esta política de la alianza militar dirigida por Estados Unidos. La paz en la explosiva península de los Balcanes pende de un hilo, tenue y frágil, como la credibilidad de Moscú y como la economía y la política de la agitada Serbia y de la misma Federación Yugoslava, pues en Montenegro -el otro componente, junto con Serbia de dicha federación- acaba de triunfar un enemigo de Milosevic y sospechoso de tener fuertes lazos con la mafia y el narcotráfico ítalo-albaneses. Como el ex dictador albanés Sali Berisha ha movilizado sus tropas, lo mismo que el gobierno actual de Albania y Macedonia -donde hay una importante minoría albanesa-, una guerra por Kosovo podría abarcar a Albania, Macedonia e incluso Grecia, y dar origen a una nueva guerra de los Balcanes.
Yugoslavia es hoy un obstáculo para la OTAN. Milosevic, que cabalga el peligroso corcel del nacionalismo serbio y ha reducido la autonomía de Kosovo, dando alas al independentismo y al movimiento en pro de una Gran Albania, no es ni siquiera el principal culpable de lo que sucede en esa provincia. En realidad da sólo el pretexto para una política de Estados Unidos que busca obstaculizar la unión política europea, no pudiendo impedir la económica y, para eso, golpea en la región donde hay más conflictos de influencia intereuropeos, como los que se oponen a los proestadunidenses, de Turquía a Grecia, Rusia e incluso Francia.
A eso se agrega el papel de la mafia de Kosovo, aliada ahora con la Sacra Corona Unita italiana, que contrabandea armas y heroína turca. Esta corporación delictiva ha movido decenas de miles de millones de dólares, o sea, más que el producto nacional serbio, a través de esa agitada provincia desde que la disgregación de la ex Yugoslavia cerró el tradicional camino Ankara-Belgrado-Zagreb-Zurich. Los fares, grupos de delincuentes de Kosovo y Albania, se han unido de ambos lados de la frontera. Ahora esas sumas, que lo ligan con la mafia italiana -la cual controla Albania y el sur de Macedonia- pasan por las manos de Berisha, que ya contrabandeaba armas y heroína a Bosnia durante la última guerra en esa región.
De esta manera, a la guerra indirecta entre las grandes potencias por el control del vientre blando balcánico de Europa se suman los intereses del narcotráfico turco-italiano-albanés, que tiene fuertes conexiones en Estados Unidos y en las grandes finanzas mundiales.
Es absurdo, por lo tanto, promover una nueva disgregación de las entidades nacionales en una región como los Balcanes, llena de minorías y de conflictos de todo tipo, y es además cínico pretender condenar un solo nacionalismo -el serbio- mientras se alientan las reivindicaciones granalbanesas y turcas y el rearme bosnio y se oculta el papel de la delincuencia, que pesca a río revuelto. El máximo de cautela y de flexibilidad democrática se impone, por el contrario y, si se quiere debilitar el chovinismo serbio y proteger a los albaneses de Kosovo de las atroces agresiones de Belgrado, habría que tomar en cuenta que un ataque de la OTAN contra Serbia alimentaría la popularidad de Milosevic y podría desencadenar en la zona nuevos horrores y nuevos sufrimientos.