Angel Guerra Cabrera
Che y un mundo mejor/II

La marcha del Che a otras tierras del mundo justo cuando ya la alianza cubano-soviética se había hecho irreversible ha servido para que algunos autores --con frecuencia ingenuamente-- atribuyan su partida a divergencias con Fidel y con la política cubana de entonces.

El socialismo genuino, para Guevara, estaba ligado al surgimiento de una nueva ética. No se diferenciaría del capitalismo si ponía el mayor énfasis en crear bienes materiales y olvidaba su objetivo principal de desalienar al ser humano. Este debía ser transformado hasta llegar a lo que llamó el hombre nuevo: culto, solidario, universal, rico espiritualmente. Su concepción chocaba con la prevaleciente en los países socialistas europeos, donde se aplicaban, de forma vulgar, los estímulos materiales, y se subestimaba el papel de los valores espirituales en la conducta humana. Consideraba decadente, copia me- cánica de la realidad, al llamado realismo socialista.

Opinaba que los países socialistas debían brindar solidaridad generosa e incondicional a los movimientos y estados revolucionarios y del Tercer Mundo. Lo contrario equivaldría a hacerse cómplices, tácitamente, del sistema capitalista.

En cuanto a América Latina, veía la lucha en términos continentales, apreciaba --en aquella epoca-- que la vía fundamental de las transformaciones revolucionarias sería la armada. Los partidos comunistas no tenían el derecho a proclamarse vanguardias per se.

Sus concepciones surgían de la práctica de la revolución cubana y, de hecho, estaban presentes, con ligeras diferencias de matices, en los pronunciamientos del gobierno, y, en particular, de Fidel. Formaban parte de un debate con los soviéticos, sus aliados europeos y los partidos comunistas, que, curiosamente, utilizaron contra Guevara argumentos semejantes a los de sus actuales detractores.

El Che, junto a Fidel, era autor señero de las posiciones cubanas. Podía expresarse con más libertad que el otro, que tenía la responsabilidad máxima de la revolución y llegaba a excederse, en ocasiones más allá de lo políticamente conveniente, en sus manifestaciones públicas. Pero comprendía como pocos las adversas condiciones en que su patria adoptiva, bloqueada y amenazada, privada de cuadros por el subdesarrollo y el éxodo alentado por Estados Unidos, debía consolidar su revolución. Y que era imposible lograrlo sin el apoyo de la Unión Soviética y la solidaridad internacional.

Por eso, y porque era un revolucionario auténtico -no un político al uso-- llegó a la conclusión de que sería mucho más útil a la revolución cubana si lograba abrir en otra región un nuevo frente contra sus enemigos. Le quitaría a Cuba y a Vietnam presión de encima, y, eventualmente, podría crear un balance de fuerzas más favorable a los pueblos en lucha. Con esa convicción fue a la selva africana. Más tarde a Bolivia. Allí su derrota momentánea. No es casual que la CIA guardara con tanto celo el secreto de su diario boliviano, hasta que una copia llegó a Cuba y se difundió en el mundo.

Guevara fue símbolo y factor desencadenante, que le dio la vuelta al planeta, de la rebelión juvenil de los sesenta, que buscaba con urgencia, como él, la revolución de todo y en todas partes. Reconciliar el socialismo con los nobles ideales humanistas que le dieron origen, menospreciados por el marxismo oficial. Repudiar, por igual, el capitalismo y el socialismo realmente existente; la civilización industrial y su alienación. No logró la revolución social, pero desencadenó la revolución cultural más trascendente de la época contemporánea .

¿Cómo explicarse los espacios legales hoy existentes en América Latina sin el holocausto de la Quebrada del Yuro y sin el martirologio de miles de latinoamericanos anónimos en calles, selvas y montañas? ¿Sin la inmolación de Allende con la banda presidencial al pecho? ¿Sin la brega de los panameños por la soberanía sobre el canal?¿Sin las guerrillas en Nicaragua, Guatemala y El Salvador? ¿Sin las comunidades eclesiales de base del Brasil de los militares? ¿Sin el movimiento estudiantil de México en sesentaiocho?

Nuevas circunstancias exigen métodos nuevos, pero lo que no varía es la voluntad, el optimismo y la fe en la posibilidad y la necesidad de un mundo mejor, como requisitos para alcanzarlo.

El Che había cincelado en su propia carne y conciencia el hombre nuevo que reclamara. Su trayectoria estelar y su heroica caída lo ungieron como un mito popular de nuestra América. Hasta la detestable comercialización de su imagen nos recuerda su presencia. No consiguió lo que se proponía en su momento. Tampoco Espartaco, ni los comuneros de París, ni Hidalgo y Morelos, ni Bolívar, ni Martí. ƒl, como ellos, creía en el deber de luchar por lo imposible, por la utopía, por devolver a la condición humana la levadura poética de sus escalones más elevados.

Me pregunto si sería posible poner fin de otra manera al hambre, a la ignorancia, la insalubridad y la concentración de la riqueza, hoy mayores aún que las que laceraron al Che; al marasmo de banalidad, egoísmo, afán de lucro y mediocridad que nos desnaturalizan; a la degradación ecológica que amenaza a la existencia misma de la especie humana.