Hace cinco años se presentó en el Centro Cultural Universitario y en el Cinematógrafo del Chopo un ciclo casi completo de la obra fílmica del escritor, pintor, decorador y cineasta británico Derek Jarman. En ese momento el artista acababa de estrenar su película Blue, una experiencia límite, donde la pantalla siempre azul es el fondo para una confidencia personal, la del director evocando la pérdida de amantes y amigos, por causa del sida, el deterioro de su propio cuerpo, también flagelado por la enfermedad, su ceguera, su descubrimiento del color azul como color de la agonía, su presentimiento de la muerte, y la afirmación en ese instante de sus posturas políticas y estéticas, siempre más radicales y orgullosas.
Un año después de esa retrospectiva, y del estreno neoyorquino de Blue, el cineasta falleció. La televisión, por Canal 22, rescató en México algunas de sus películas --Edward II, Wittgenstein, Caravaggio--, el CNCA lanzó a la venta el video de esta última en su colección ``Lo mejor del cine contemporáneo'', y Cinemanía proyectaba con regularidad la cinta sobre el filósofo austriaco. Luego vino cierto desentendimiento con la figura de Derek Jarman, con su cine, uno de los más sólidos en Inglaterra --a la altura de Greenaway, de Loach, de Leigh, iconos culturales que le sobrevivieron--, con su pintura, presentada con éxito en Berlín, Londres y Nueva York, y finalmente con sus libros Dancing Ledge, At your own risk, Modern Nature (aún sin traducción al español), notable trilogía autobiográfica, con reflexiones sobre el cine, la vida artística en los años ochenta, el neovictorianismo y la homofobia, y sobre su batalla personal contra el sida. Al ser diagnosticado en 1986 con este padecimiento, Jarman se fijó una sola meta: hacer pública su condición de seropositivo y sobrevivir a Margaret Thatcher.
Aquella estupenda retrospectiva presentada en 1993, gracias al Consejo Británico y a la Dirección General de Actividades Cinematográficas de la UNAM, se proyecta nuevamente en el Cinematógrafo del Chopo, del 11 al 20 de este mes, por iniciativa de la XII Semana Cultural Lésbica Gay, dedicada este año al artista desaparecido. El ciclo incluye esta vez In the shadow of the sun (1972/80), cinta experimental que reúne material casero filmado en super 8, ampliado luego a 16 mm, sin mayor interés que el de ofrecer, en estado muy primitivo, búsquedas estéticas, temas y obsesiones que el cineasta desarrollaría después con mayor fuerza.
Hay también varios cortos de esa misma década y nueve largometrajes: Sebastiane (1976), Jubilee (1978), The Tempest (1979), The Angelic Conversation (1985), Caravaggio (1986), The Last of England (1987), The Garden (1990), Edward II (1991), y Wittgenstein (1993). Dos ausencias notables: War Requiem (1988), basada en el oratorio del compositor británico Benjamin Britten, y la ya mencionada Blue.
Sebastiane, una cinta hablada totalmente en latín, con subtítulos en inglés, inicia con una festividad dionisiaca a cargo de Lindsay Kemp, para luego desarrollar una versión muy libre de la leyenda católica de Sebastián, el soldado cristiano que se enamora de su verdugo romano y en un doble arrebato de misticismo y deseo pagano se transforma en mártir y santo. En Jubilee, Jarman elabora algo muy distinto, una fantasía punk, con la reina Isabel I rompiendo la barrera del tiempo y aterrizando cuatro siglos más tarde en las calles de un Londres thatcheriano, con skinheads, sexo, violencia, muerte y happenings milenaristas. La Tempestad es una aproximación delirante a la obra de Shakespeare, con decorados góticos y música de cabaret (Elizabeth Welch cantando Stormy weather), y personajes que combinan el drama y la comedia en un divertimento camp bajo las carcajadas y estridencias de un Calibán memorable.
The Last of England es, a su manera, un retorno a la anarquía expresiva de Jubilee, a la experimentación formal de los primeros cortometrajes, a las sobreimpresiones y a las disolvencias, a las rupturas violentas en la banda sonora, a la manía de las mutaciones cromáticas, y al ritmo frenético que de golpe se detiene en paisajes desolados, en la vasta tierra baldía fin de siglo que recorre temerosa Tilda Swinton en un largo vestido de gasa.
La guerra de las Malvinas, el holocausto, la bomba nuclear, el odio racista, el desprecio sexual que emponzoña el comercio afectivo entre las personas, Derek Jarman no abandona esa visión apocalíptica que es rabia apenas contenida frente a la intolerancia. En Edward II, el rey homosexual termina sus días ajusticiado con un hierro candente en el recto, mientras --estupendo anacronismo-- policías londinenses vigilan a un grupo radical que en la calle denuncia la homofobia. Al confundir así las épocas, de Christopher Marlowe a Margaret Thatcher, el director subraya la persistencia del desprecio social a las minorías sexuales. Incluso una película tan sobria como Caravaggio, transforma el drama pasional del pintor y su modelo masculino en un hecho brutal de nota roja, no sin antes describir las relaciones de poder en la relación amorosa, y la dialéctica feroz de la prepotencia y el sometimiento voluntario. Wittgenstein señala otro itinerario, esta vez por la geografía mental de un filósofo. Con un estilo minimalista, Jarman describe al paria romántico, al disidente sexual, su desdén por el ``veneno'' de la discusión filosófica, su elogio de las clases populares y del trabajo manual, posición por la que se le acusa, en los círculos académicos, de ser un ``corruptor de la juventud''.
El personaje de Wittgenstein es, indudablemente, una proyección del propio cineasta británico, quien en una cinta anterior, The Garden, había elegido colocarse en primer plano en su confidencia moral y artística. El hombre condenado a la muerte había imaginado un jardín donde el fanatismo y el odio mordían el polvo, y donde Cristo moría por las minorías despreciadas.
En su lecho de hospital, situado ya en medio de la naturaleza, un ángel guardián permanecía a su lado, abrazándolo tiernamente. Con todo, el artista seguía intranquilo y lleno de rabia.
De Jarman podría decirse lo que de Wittgenstein decía el guionista Terry Eagleton: ``Algo en él delataba la nostalgia del hielo, donde todo es radiante, absoluto e inexorable. Y aunque se complacía en la idea de una superficie ruda, no podía decidirse a vivir en ella. Naufragaba así entre el hielo y la tierra, y no hallaba reposo en lugar alguno, y allí radicaba el motivo de su pena''.