Andrés Ruiz
Manuel Blanco*

Aunque de alguna manera ya lo sabía, me resistí a creerlo, no podía ni siquiera imaginar que lo que nos fue anunciando a lo largo de los años se volviera realidad, pero así fue, la dura mordida de la muerte lo venció finalmente.

Por qué, me he preguntado todos estos días, por qué un hombre como él resultaba tan paradójico. Una de sus partes, sin duda la mejor, estaba insoslayable, amorosa y pasionalmente pegada a la piel de la vida. Ahí residía su espacio profesional, su siempre generosa faceta de maestro, su apasionado conocimiento de la danza, su intachable sentido de la amistad y la solidaridad. Del otro lado estaba su incomprensible vocación por el autosacrificio, por la autodestrucción. Pero así fue, así quiso ser, cual fiel discípulo de Plotino: nada de lo humano le era ajeno, y en el claroscuro de la vida supo estar en ambas orillas.

Lo quise mucho, nunca lo negué; lo respeté siempre, y siempre lo expresé abiertamente, porque veía en él a un ser fáustico, a alguien que escanciaba su conocimiento de la vida hasta las mieses.

De que nació para escribir no cabe duda, lo hacía con gran talento, con enorme rapidez, con envidiable facilidad y profundidad: era un profesional. Hace años, en alguna ocasión en que lo fui a visitar al Naci me preguntaba cómo hacían los tipógrafos para entenderlo. Cuando enviaba un fajo de cuartillas ya corregidas, me resultaba un auténtico misterio saber cómo lo hacían aquellos aguerridos obreros de la tecla, convertidos en oficiantes de la paleografía, para leer y entender los emborronamientos, las indicaciones tipográficas, las flechas que cruzaban el papel en uno y otro sentido sin concierto aparente, sobre todo en el caso de su letra, que de tan incomprensible resultaba como un discurso aparte, como una danza acrobática de líneas.

Llegué a presenciar algunos cierres en El Palacio, cuando Víctor Ronquillo y Eduardo Cruz le llevaban hasta su mesa la cosecha del día. Ahí, a pesar de los pesares, respetaba los espacios y se abría el suyo propio para corregir, cambiar, sugerir y emborronar cuartillas que regresaban, no se puede decir que indemnes, pero sí a salvo de veleidades y de maquinazos pedestres.

Fue, asimismo, un generoso maestro, de esos que como en el Renacimiento enseñaban de y desde el oficio, sin tachaduras ni melindres, volcaba su vasta experiencia, su conocimiento a fondo de las cosas, del que muchos, realmente muchos, fueron beneficiarios.

Me acuerdo mucho, por ejemplo, de la ocasión en que Jorge Meléndez nos invitó a él, a Víctor Roura y a mí, a dar un breve pero sustancioso taller de periodismo cultural a Chiapas. Ahí lo vi explicar, una y otra vez, ante los asombrados colegas de aquel sureste preinsurreccional, un esquema para la elaboración de una sección cultural. Con su voz rasposa, con una timidez que le desconocía pero que disfrazaba con salidas de ingenio, con la seriedad que lo caracterizaba cuando hablaba del oficio, dictó una verdadera cátedra de buen periodismo. Más tarde, recuerdo perfectamente cómo hizo que me desternillara con la anécdota aquella, increíble pero verídica, del colega chiapaneco que no sabía leer ni escribir, pero que resolvía su labor mediante y gracias a una grabadora y una secretaria.

Ciertamente, el periodismo cultural tuvo en él a un creador, a un renovador que cuestionaba siempre, que interrogaba incesantemente, que ponía en verdaderos aprietos, aun desde el periódico oficial, a funcionarios malandrines y ganapanes. Le dio vena y nervio periodístico a las llamadas ``páginas culturales'', que eran un dechado de buenas maneras y cortesía, pero carecían de periodismo, y en ese tráfago formó, sin aspavientos ni facturas, a una generación de profesionales.

Hace unos días, en un hermoso texto de semblanza, Víctor Roura recordaba las vicisitudes por las que atravesó en su carrera, pero creo que a pesar de las insondables penas que tuvo al verso alejado atrabiliariamente de las redacciones, su estatura profesional siempre estuvo más allá de las mezquindades y las miserias de la industria periodística. Me quedo siempre, con aquella imagen de su sonrisa de satisfacción cuando concluía un artículo, con su alegría de ser, de estar entre sus pares, de decir su palabra a pesar de la desdicha, a pesar de la amargura que llegó a tocarlo, pero que nunca permeó sus textos.

De entre toda su obra, yo me quedo con sus crónicas de la madrugada, porque ahí estaba él plenamente, con todo su corazón y toda su cabeza, con toda su experiencia y su cultura, con toda la vida que apuró en un derroche. La ciudad que él vivió intensamente está delineada en esos textos: sus personajes, su atmósfera, sus sitios de culto, sus infinitas anécdotas que hacían los delicias de sus contertulios, sus mujeres, sus niños, sus perros callejeros como él, su infinita compasión por los dolientes y el agudo filo de su crítica.

No creo mentir si digo que fue, por mérito propio, uno de los más apasionados habitantes de esta multifacética ciudad, de la que él escribió como pocos, que él vivió y conoció como nadie en la intensidad de sus contradicciones.

Así fue, así era, así seguirá siendo en su ejemplo imborrable nuestro querido Manuel Blanco.

* Texto leído durante el acto para recordar al periodista * recientemente fallecido que se realizó el pasado martes, en el salón * El Generalito, del Antiguo Colegio de San Ildefonso