La Jornada viernes 19 de junio de 1998

IMPUNIDAD, O CASI, DE CUELLO BLANCO

Entre las muchas distorsiones que afectan el funcionamiento de la procuración e impartición de justicia en México, una de las más evidentes e indignantes es la benevolencia que, por lo general, encuentran los llamados delincuentes de cuello blanco en ministerios públicos, juzgados y prisiones. Sea por incapacidad, por venalidad o por el poder económico del acusado o sentenciado, la persecución, la consignación, el proceso y, en su caso, el encarcelamiento de esta clase de infractores suelen arrojar resultados insatisfactorios de cara a una sociedad profundamente agraviada, en lo moral y en lo material, por la apropiación indebida de recursos públicos o privados.

Como botones de muestra de esta situación, baste recordar los casos de Angel Isidoro Rodríguez, El Divino, quien hasta el momento no ha pisado la cárcel en territorio nacional a pesar de que se le imputa un daño patrimonial por cientos de millones de dólares contra la institución bancaria que presidía, con el agravante de que, si se llegara a aprobar la absorción pública de la deuda del Fobaproa, la suma defraudada pasaría a ser parte de la deuda nacional; el de Tomás Sánchez Pizzini y José Peñaloza Web, ex funcionarios del Seguro Social, quienes causaron a esa institución daños patrimoniales también multimillonarios; el del empresario Gerardo de Prevoisin y el de Carlos Cabal Peniche, ambos prófugos, y el de Jorge Lankenau, quien podría salir libre en un breve.

De acuerdo con las leyes vigentes, la defraudación millonaria, por sus propias características, es una actividad ilícita que permite albergar, a quien la comete, la expectativa de mantenerse al margen del castigo, de lograr la absolución o la libertad bajo fianza y, en el peor de los casos, de permanecer unos cuantos meses o años en prisión en condiciones privilegiadas y de lujo. En efecto, quien roba al erario o a una institución privada decenas o centenas de millones de dólares posee recursos de sobra para contratar equipos de abogados, depositar fianzas, negociar reparaciones parciales, sobornar policías y jueces, viajar al extranjero, pasar largos periodos en la clandestinidad o, si las cosas salen mal, crearse condiciones principescas en una fugaz estancia en un reclusorio, y aun así disponer de dinero a manos llenas para el resto de su vida.

En esta lógica perversa, los altos ejecutivos, empresarios y funcionarios malversadores y defraudadores se arriesgan menos al castigo legal que el campesino arruinado que hurta una gallina o el marginado urbano que roba una autoparte. Esta desproporción no sólo habla de una procuración y aplicación de la justicia por demás clasistas y discriminatorias, sino que constituye un verdadero aliciente para el robo a gran escala.

Corregir tal distorsión constituye un deber para los legisladores. En lo inmediato, por lo que se refiere a los casos referidos, cabe exigir un desempeño más eficiente y probo por parte de las procuradurías y los tribunales, porque cada historia de defraudación millonaria que desemboca en la impunidad de los delincuentes o en sanciones insignificantes, funciona como una invitación al robo de cuello blanco.