El sonido de El Recodo, una fusión de Benny Goodman y José Alfredo Jiménez
Alfonso Morales, enviado, Mazatlán, Sin. Ť Ayer 17 de junio se cumplieron tres años de que Cruz Lizárraga, Crucito para los incontables amigos y conocidos, dejara de existir en un hospital de la ciudad de México. El deceso del más ilustre ciudadano de El Recodo, un pueblo cercano a Mazatlán, Sinaloa, por donde curvea un afluente del río Presidio, sucedió mientras la banda que él fundó en 1938 se daba a conocer, con éxito, en Francia, Holanda, Inglaterra, Bélgica y Dinamarca; gira con la que, sin saberlo o buscarlo, sus miembros cerraban un círculo: el sonido que en algo contribuyeron a formar las pequeñas orquestas que bajaron de los barcos en el puerto mazatleco, fue de regreso a Europa con el escándalo de la tambora ranchera y los metales campesinos.
Entre la placa que informa que allí, en esa modesta casa de El Recodo, nació Crucito, un 1o. de julio de 1918, y la lápida que señala su lugar entre quienes reposan en el panteón Renacimiento de Mazatlán, que este miércoles estuvo llena de flashes y flores, se extendió una vida de la que ya se han hecho corridos y hasta una película dirigida por Alfredo B. Crevenna; historia de la cual medio Sinaloa da verídico testimonio, porque muchos de estos informantes son en realidad ramales de un árbol que fue tan pródigo en discos como en amores: el muchacho alegre y luchón, dicen por allá, que desde plebillo se entercó con el gusto por la música, a pesar de que su padre veía en ella un sinónimo de la vagancia y un despeñadero hacia la parranda, y quien antes de profesionalizarse como animador de bailes repegaditos fue agricultor, arriero y peluquero. La leyenda afirma que en el principio de la decana de las bandas musicales y trashumantes, La Banda Sinaloense de El Recodo, estuvo una pequeña transacción: la venta de una puerca para que Cruz pudiera comprar el primero de sus clarinetes, el instrumento con el que luego consiguió las nupcias de Benny Goodman con José Alfredo Jiménez.
Alfonso Morales, enviado, Mazatlán, Sin. Ť Ayer 17 de junio se cumplieron tres años de que Cruz Lizárraga, Crucito para los incontables amigos y conocidos, dejara de existir en un hospital de la ciudad de México. El deceso del más ilustre ciudadano de El Recodo, un pueblo cercano a Mazatlán, Sinaloa, por donde curvea un afluente del río Presidio, sucedió mientras la banda que él fundó en 1938 se daba a conocer, con éxito, en Francia, Holanda, Inglaterra, Bélgica y Dinamarca; gira con la que, sin saberlo o buscarlo, sus miembros cerraban un círculo: el sonido que en algo contribuyeron a formar las pequeñas orquestas que bajaron de los barcos en el puerto mazatleco, fue de regreso a Europa con el escándalo de la tambora ranchera y los metales campesinos.
Entre la placa que informa que allí, en esa modesta casa de El Recodo, nació Crucito, un 1o. de julio de 1918, y la lápida que señala su lugar entre quienes reposan en el panteón Renacimiento de Mazatlán, que este miércoles estuvo llena de flashes y flores, se extendió una vida de la que ya se han hecho corridos y hasta una película dirigida por Alfredo B. Crevenna; historia de la cual medio Sinaloa da verídico testimonio, porque muchos de estos informantes son en realidad ramales de un árbol que fue tan pródigo en discos como en amores: el muchacho alegre y luchón, dicen por allá, que desde plebillo se entercó con el gusto por la música, a pesar de que su padre veía en ella un sinónimo de la vagancia y un despeñadero hacia la parranda, y quien antes de profesionalizarse como animador de bailes repegaditos fue agricultor, arriero y peluquero. La leyenda afirma que en el principio de la decana de las bandas musicales y trashumantes, La Banda Sinaloense de El Recodo, estuvo una pequeña transacción: la venta de una puerca para que Cruz pudiera comprar el primero de sus clarinetes, el instrumento con el que luego consiguió las nupcias de Benny Goodman con José Alfredo Jiménez.
A partir de 1951, año en que la RCA-Víctor, por la intermediación de Mariano Rivera Conde, grabara el primer disco de larga duración de la banda, El Recodo ha recorrido un buen kilometraje de cintas, acetatos y giras como máximo representante del sonido Sinaloa, una música regional que el movimiento de los migrantes que suben y bajan por la frontera de México y Estados Unidos ha extendido a un territorio que, por elegir unos límites, se inicia en Parácuaro, Guanajuato, y se acaba en La Aurora, Illinois.
Cuando a principios de esta década se desató con toda su voracidad comercial la llamada onda grupera (uno de los modos en que la industria del espectáculo creó compartimentos e hizo negocio con las multitudes del México Peregrino), ``El Sauce y la palma'', ``El Sinaloense'' y ``Mi gusto es'' ya llevaban años de haber adquirido la categoría de himnos y señas idiosincráticas en las versiones de la banda de Cruz Lizárraga. La proliferación indiscriminada de tubas, trompetas, trombones, cantantes anchos y bigotudos, flecos sintéticos y cow boys de rodeo mecánico, obligó, sin embargo, a que la banda modernizara su repertorio y a que invirtiera, como las caravanas traileras de la competencia, en los equipos que ahora la han convertido en un espectáculo pirotécnico y multimedia.
Estas tensiones entre la facha moderna y la savia tradicional se hicieron presentes en el tercer aniversario luctuoso del fundador de la Banda de El Recodo. En la mañana de antier, a la tumba que decoran unas notas musicales y el perfil de un clarinete, acudieron los familiares y amigos de Cruz Lizárraga para recordar su condición de ídolo popular, es decir, alguien para quien la fama no significó ni la traición ni el olvido de sus orígenes. A eso se refirió el corrido que le dedicara La banda Santa Rosa de Guamúchil; sobre eso versó la pieza memorizada por un joven tribuno y en eso hizo hincapié el poema que de sus musas extrajo el compositor Gilberto Valenzuela: la tambora es tierra y raíz, y sus sonar es vuelo de palomas, dijo emocionado el también locutor de la XERJ, ``La Ranchera''.
Por la tarde, el recuerdo de Crucito implicó la organización de un festival artístico que llenó las gradas, el diamante y los jardines del estadio de beisbol Teodoro Mariscal, la casa de los Venados de Mazatlán. Entre las cuatro de la tarde y la medianoche, para un público que obtuvo sus boletos como cortesía de las estaciones de radio y de la organización de El Recodo, actuaron, entre otros, además de la banda anfitriona, Los Hermanos Vega, el grupo Mojado, Ezequiel Cheque Peña y Ana Bárbara, la mujer que canta para las cortinillas del Canal 9 de Televisa y quien fungió como la madrina de un acto, como ella, más bien desangelado.
Cuando llegó el turno de El Recodo, la efigie de Cruz Lizárraga ocupó la superficie de una pantalla gigante mientras se escuchaba la nueva rúbrica que antecede a la presentación de los miembros de su banda, quienes aparecieron con sus rostros incrustados en estrellas de cinco picos como si fueran jugadores de futbol americano. Acordes de la pista sonora de la superproducción fílmica Titanic fueron el fondo para que una voz de profeta hablara del fundador de la dinastía musical Lizárraga como el constructor de un barco que está hecho para imponerse a mares, naufragios y aguas malas.
La banda que en sus comienzos aporreaba platillos chuecos y alguna vez fue avituallada por un presidente municipal apodado El Chacas, entretenimiento que lo mismo cumple con fiestas patronales que con tocadas en antros, a cielo abierto o bajo techo, con todo su despliegue escénico sigue siendo una empresa familiar que desde su escritorio de la colonia Lomas de Mazatlán administra Chuyita Lizárraga, la viuda de Don Cruz, y dirige, por dondequiera que se le contrate, Germán Lizárraga, el hijo mayor.
Son ahora artistas exclusivos de Fonovisa, relación que, a causa de su empuje publicitario, los ha puesto al alcance de un público masivo. Ahora que comienzan a amainar los vientos gruperos, no es fácil prever el futuro y la suerte de una banda que, a la par que está disfrutando de su merecida fama, ganada a pulso en la legua anterior a las grandes candilejas, tiene que enfrentar un proceso de reajuste (su cantante Julio Preciado, quien dejará la banda para liderear la suya propia --La Perla del Pacífico--, será sustituido por dos voces jóvenes).
Sólo cuando uno ve y participa de los repentinos Méxicos que la tambora funda por las contadas horas de un baile, en los ranchos, pueblos y ciudades de Estados Unidos que han sido colonizados por nuestros paisanos, puede entender la fuerza congregante e identificatoria de este sonido orgullosamente sinaloense. Ese espíritu no se inventa ni tampoco requiere para expresarse de grandes luces y estrafalarios ropajes, novedades que como los coches último modelo, tarde que temprano, acabarán en las montañas de los yonkes. Don Cruz Lizárraga bien sabía que para que tal conjunción de las almas vernáculas se diera no eran necesarios ni siquiera los micrófonos. No mucho más que un suelo pelón se necesita para que lo tallen las parejas entrepiernadas. Cualquier dolor, cualquier alegría, son buenas para darle gusto al gusto.
De que esta banda tan añeja todavía sopla y resopla no tiene ninguna duda su fundador. De otra forma no luciría tan tranquilo y risueño en las fotografías que presidieron su tercer homenaje fúnebre. Parecía estar diciendo:
``Viejos el sauce y la palma, y todavía reverdecen. ¿O qué, por tan poca cosa se me van a agüitar mis compadres?''