Jaime Martínez Veloz
Pressing

¿Se convirtió el gobierno norteamericano en el mejor amigo de los pueblos indígenas de Chiapas?

Después de leer lo que la prensa asegura que dijo la secretaria de Estado de Clinton sobre Chiapas, es válido hacerse esa pregunta. En el caso de los organismos nacionales e internacionales de derechos humanos, su atención por las comunidades chiapanecas que viven en un ambiente de guerra es natural y hasta digna de reconocimiento, pero que Washington, a través de su ministra, manifieste preocupación suena como al lobo disfrazado de oveja. Lo que parece suceder es que nuevamente somos testigos de cómo la política interna de nuestros vecinos nos alcanza y, sin mayor cuidado, se emiten declaraciones para consumo de la clase política norteamericana, como si el revuelo causado por la operación Casablanca no hubiera ocurrido apenas hace unos cuantos días.

Admitamos que el interés de las autoridades norteamericanas es real, no en cuanto a las comunidades y los derechos humanos en sí mismos, sino por el carácter desestabilizador que tiene el conflicto chiapaneco de continuar como va, es decir, entre la provocación y el acoso a los zapatistas, sus bases sociales, simpatizantes y hasta contra las instancias de intermediación, ya desaparecida, y de coadyuvancia.

Es evidente que los representantes estadunidenses desean que el asunto Chiapas se resuelva discretamente, y están conscientes del desgaste y la inestabilidad que significa para un país un conflicto prolongado. En este sentido, es notable que los funcionarios norteamericanos estén siendo más sensibles, o realistas si se quiere, que algunos de sus pares mexicanos que, a juzgar por sus declaraciones y aclaraciones hasta de errores de traducción, parecen estar dedicados a jugar una ingeniosa partida de ajedrez, sin reparar que se juega algo más que pírricas victorias contra este o aquel contendiente.

Lo admitamos o no, hace buen rato que el conflicto en Chiapas es objeto de atención por parte de la llamada comunidad internacional, que sigue de cerca lo que sucede en aquella entidad. De esta forma, tanto por parte del Congreso de nuestro vecino del norte, como de varias instituciones internacionales dedicadas a la defensa de los derechos humanos, así como de una infinidad de organizaciones sociales en Estados Unidos y Europa, existe una genuina preocupación en torno a lo que pasa en Chiapas. Prueba de ello son las manifestaciones, protestas y peticiones que se han escenificado alrededor del globo. Suponer que todo esto es parte de una sofisticada maquinaria zapatista es un error político. En el pasado reciente, soslayar toda esta inconformidad se pagó con el desprestigio de nuestro gobierno en el extranjero entre un buen número de parlamentarios, ciudadanos y organizaciones.

Paradójicamente ha sido el gobierno mexicano el que más ha contribuido, aunque involuntariamente, a fomentar el interés internacional. Como bien lo dijo un miembro de una ONG canadiense, las expulsiones de observadores y sacerdotes extranjeros son el factor que más ha llamado la atención de los gobiernos de otros países acerca de lo ocurre en Chiapas. Hasta ahora éstos han sido cautelosos con su par mexicano, pero de seguir el conflicto como va es cuestión de tiempo para que algunos de ellos rompan esa diplomacia y hagan un fuerte llamado de atención al respecto. Como de costumbre, la excepción a esa cautela diplomática fue la opinión emitida por Madeleine Albrigth.

Todavía no se disipaba el humo producido por el asunto Casablanca en este subibaja en que se ha convertido la relación con Estados Unidos, cuando una nueva declaración de la titular del Departamento de Estado la tensa nuevamente y observamos que la primera respuesta oficial mexicana fue excusar y minimizar el asunto, en lugar de investigarlo. La declaración de Albrigth y lo dicho en el Congreso de aquel país será, seguramente, otro asunto para la reunión interparlamentaria México-USA.

Por lo demás, se pueden hacer todas las notas de protesta y aclaraciones que la Cancillería quiera, pero es obvio que la soberanía no es un escudo ni una licencia para que un gobierno permita o fomente el exterminio abierto o encubierto de parte de su población, ya sea que este exterminio se lleve a cabo por la fuerza de las balas o por el hambre y las enfermedades.

Para un gobierno que en algunas ocasiones parece prestar más atención a las críticas externas que a las internas, debería ser claro que la mejor forma de no ser objeto de señalamientos por parte de la comunidad internacional es resolver por medio del diálogo el conflicto chiapaneco, y no apostar a ganar por medio del desgaste.

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