El origen del hermoso inmueble del que vamos a hablar el día de hoy se inició en Coahuila en el siglo XVIII, en los sueños de una jovencita heredera de cuantiosa fortuna que forjó su tatarabuelo, un audaz navarro que conquistó en el XVI a indios bravísimos en el norte del país, por lo que recibió como premio vastos territorios y el título de capitán general de la Nueva Vizcaya y familiar del Santo Oficio.
Dos centurias más tarde, su devota descendiente María Ignacia de Azlor y Echeverz, decidió que ella quería utilizar su riqueza para fundar un convento en la ciudad de México, dedicado a la enseñanza de niñas. Para lograrlo emprendió una dificultosa trayectoria; primero tomar los hábitos, después ir personalmente a España a hacer los trámites ante el rey y la burocracia española --igual de lenta e ineficiente que las actuales--; todo el procedimiento le llevó 15 años.
Finalmente, de regreso en la capital mexicana se alojó con las primeras monjas y novicias en el convento de Regina Coeli. Desde allí comenzó otra nueva batalla, que consistió en comprar las casas en donde habría de edificar el templo y convento, buscar arquitecto y conseguir la simpatía de las autoridades eclesiásticas locales y de los linajudos que siempre apoyaban con dinero y bienes este tipo de proyectos tan costosos, pues no hay que olvidar que los decoraban con altares tallados en maderas muy finas, recubiertos de hojas de oro, cuadros pintados por los mejores artistas, santos estofados, candelabros y custodias de plata con joyas incrustadas; en fin, el lujo de lujos. La fortuna de doña Ignacia había menguado.
Así se fue erigiendo el que habría de llamarse Convento de la Enseñanza Antigua y su impresionante templo. La fundadora falleció antes de su conclusión, pero su obra cimentada con tanto amor, esfuerzo y dinero habría de consolidarse, logrando además que sus instalaciones fueran de las más bellas y elegantes de la ciudad.
Ubicadas en las calles de Donceles, Argentina y Luis González Obregón, tras la aplicación de las Leyes de Desamortización de los Bienes Eclesiásticos, las instalaciones tuvieron más suerte que la mayoría de sus congéneres, pues se salvó la iglesia totalmente y el convento, aunque con alteraciones por los distintos usos a los que se le destinó, se conservó básicamente con su planta y dimensiones originales.
La descripción del pequeño templo llevaría una crónica completa, pues son muchas las joyas que lo adornan. En lo que se refiere al convento, lo mencionamos porque acaba de concluirse una restauración más, que ordenó la Secretaría de Educación Pública, actual custodia del edificio.
Como resultado de estos trabajos que coordinó el arquitecto Javier Villalobos, parte del antiguo convento (otra la tiene El Colegio Nacional) recuperó su hermosura, permitiendo apreciar su generoso patio, los originales marcos de las puertas y ventanas, que difieren en diseño en cada uno de los tres pisos.
Se rehabilitó buena parte de las puertas de maderas finas, la vidriería y los salones con yesería rococó, seguramente de alguna remodelación de principios de siglo.
Hay que recordar que aquí estuvo la Suprema Corte de Justicia, el Tribunal Superior de Distrito y los juzgados de lo civil y menores. Una parte la ocupó un tiempo la escuela de ciegos y finalmente alojó al Archivo de Notarías. Ahora la Secretaría de Educación lo reestrena con las Direcciones de Asuntos Jurídicos y de Internacionales, enriqueciendo así el acervo de inmuebles maravillosos del siglo XVIII que integran el patrimonio arquitectónico de la dependencia.
Todos ellos tienen la suerte adicional de tener a tiro de piedra excelentes restaurantes, como la Hostería de Santo Domingo, a unos pasos de la soberbia plaza que lo bautiza. Su dueño, Salvador Orozco, mantiene la tradición culinaria mexicana con los platillos de las abuelas, sea puchero, mole de ola, pechuga en nata y lo de temporada, ya huauzontles o escamoles, ya romeritos; y para los postres calabaza en tacha, chilacayote, tejocotes o capulines en almíbar.