MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Pata-Pata
Apenas da vuelta en la esquina, Porfirio descubre el envase metálico. Es como si alguien lo hubiera dejado allí, entre los montones de basura, para que él ejercite su puntería y descargue su enojo. Sin alterar el ritmo de sus pasos, hace un movimiento de péndulo con la pierna derecha y lanza una patada. El tiro fallido levanta una nube de polvo y alborota a los perros callejeros.
Finge no darle importancia al desatino y sonríe. Antes de seguir adelante se inclina, toma una piedra y la arroja contra la manada que se dispersa. La calle vuelve a quedar tranquila y el hombre tiene la impresión de que nadie habita las casas de tabique, desnudas y blancas como osamentas en medio del desierto.
``Adiós, Pata''. En vez de responder al saludo, Porfirio acelera el paso y se mira la muñeca izquierda, como si aún la adornara el reloj que malbarató hace ocho días. ``Cincuenta varos. ¡Qué méndigo!''. El recuerdo de la venta lo remite a la discusión que hace unos minutos tuvo con su esposa. La imagen de Estela gimiendo le provoca dolor en el pecho. Sabe que contra esa sensación no hay más alivio que caminar de prisa, alejarse de la casa donde su mujer seguirá llorando y maldiciendo el calor, las hileras de hormigas que anuncian la lluvia que no llega y la mugrosa televisión.
``¿Qué culpa tengo de que se haya descompuesto? Yo ni la veo. A qué horas, si vivo trabajando como burra''. Eso fue lo que gritó Estela y lo que Porfirio interpretó como una reclamación indirecta. El también pudo decir: ``¿Qué culpa tengo yo de no encontrar empleo cuando lo busco?'', pero se concretó a tirar manotazos por todas partes, hasta que logró cimbrar el cuerpo de Estela que rebotó contra la pared, dio de lado sobre el altero de huacales y cayó al suelo.
Allí, Porfirio siguió acosándola con la punta del pié derecho hasta que Irene, su hija, pidió clemencia. --``No le pegues a mi mamá''-- y juró que nadie había descompuesto la tele. ``Entonces qué: ¿se chingó sola?'' El grito de Porfirio estremeció a la niña, quien enseguida, como siempre que tiene miedo, cayó en otro periodo de tartamudeos y convulsiones.
``¿Ya ves lo que hiciste?'', dijo Estela mientras se levantaba y corría para masajear los brazos de Irene. La niña siguió pronunciando la versión deformada, incomprensible, de la súplica: ``No le pegues a mi mamá''. Confuso, Porfirio se metió las manos en los bolsillos y giró en busca de otro objeto sobre el cual descargar su furia, siempre enroscada en la punta de su pie derecho. ``Apenas puedo creer que te pongas así nomás porque la tele se descompuso. Si es por el cochino futbol, vete a verlo a la cantina o donde sea, ¡pero lárgate, lárgate. No quiero que te quedes aquí, loco desgraciado; sí, eso es lo que eres: un loco!''
Al oír esas palabras, la expresión de Porfirio se alteró. Eran las mismas que le decía su padre cuando, de niño, le confesaba su anhelo: convertirse en un campeón goleador. En aquellas ocasiones, ante la mirada escéptica de su padre, Porfirio adelantaba el paso --esforzándose por disminuir el rengueo originado en quién sabe qué genes-- para golpear con la fuerza de su pie izquierdo los envases y las bolsas de basura dejadas en el arroyo. El objeto salía disparado unos cuantos metros y el niño transformaba los elogios de su padre --más condescendiente que entusiasta-- en una ovación imaginaria destinada a él, Porfirio, mejor conocido en el barrio como Pata-Pata.
La perversidad de sus compañeros de escuela había inventado el sobrenombre para subrayar la desigualdad de las piernas --la derecha más corta que la izquierda-- que Porfirio intentó desvanecer sometiendo la extremidad defectuosa a un entrenamiento constante que convertía todo objeto en blanco para su ansía de campeón goleador. ``Estás loco, Pata''.
Eso fue lo último que Porfirio escuchó hace unos minutos, antes de salir de la casa huyendo y perseguido por las miradas rencorosas de las vecinas. Una se atrevió a decirle: ``Pata, no seas así'', pero él siguió adelante, envenenado por la furia que no logró descargar sobre el envase metálico. El recuerdo de ese objeto le inspira el deseo de volver al punto donde quedó y abatirlo con su puntería. El temor de un segundo fracaso lo mueve a seguir adelante.
Aturdido por el bochorno, cegado por la luz blanquísima, apenas se da cuenta de que llegó al paradero de las combis. El sitio le agrada porque le recuerda la portería de la cancha escolar: era toda suya después de las dos de la tarde. A esa hora, en el patio desierto, no había testigos de sus intentos por hundir el balón en la red desprotegida. Algunas hazañas solitarias inspiraron en él la decisión de exigirles a sus compañeros una oportunidad de sumarse al equipo y entrenar con ellos en la Ciudad Deportiva.
Porfirio lo consiguió en tres ocasiones y siempre gracias a la intervención del maestro Julio: él ordenó que lo incluyeran en el juego, verificó que el equipo de Los Juanes realmente lo pusiera al tanto de sus estrategias, y fue quien más aplaudió la mañana del jueves que Pata logró meter su primer gol. El esfuerzo por conseguir ese triunfo pareció agotarlo, porque después de aquel día cometió un error tras otro hasta que al fin fue el mismo maestro Julio quien, ante la exigencia de Los Juanes, lo llamó aparte y le dijo: ``Te estás presionando demasiado. No tienes por qué jugar futbol. Los goles no son lo único importante en la vida y además hay otros deportes. Piénsalo.'' Porfirio no preguntó cuáles. Como siempre, en el trayecto a su casa fue golpeando todos los pequeños obstáculos --bolsas, latas, envoltorios-- sin fallar un solo tiro, oyendo la ovación que nunca volvió a oír: ``Mucho por Pata, mucho por el campeón''.
Muy poco tiempo después su padre lo sacó de la escuela. Porfirio no protestó. A partir de ese día su vida comenzó a rodar como un balón en la cancha, sin que él intentara detenerlo:
Aceptó recorrer con su padre los tianguis del municipio, casarse con Estela cuando su mamá descubrió que la muchacha tenía el vientre inflamado como un balón, la asesoría de un compadre cuando se puso a construir las cuatro paredes del cuarto donde vive, que Dios le mandara una hija en vez de un niño, que Estela decidiera llamar Irene a la recién nacida, la enfermedad incurable de la niña, limitarse a ver en el puesto de periódicos las publicaciones deportivas, la mirada burlona de su esposa cuando lo descubre mirando embelesado los partidos de futbol en la tele, los gastos del entierro cuando murió su padre, que le prohibieran seguir vendiendo ropa usada en el mercado, el rechazo en las fábricas y almacenes donde se presentó a buscar trabajo, que sus 30 años sean un obstáculo insalvable, entrevistarse con un pollero, que Estela se ocupara de sirvienta, quedarse cuidando a Irene hasta la noche, quitar la ropa de los tendederos cuando amenaza lluvia, perseguir al camión del gas, los préstamos de sus amigos, vender su reloj de dos metales, salirse de la casa luego de que su esposa lo llamó ``loco desgraciado''.
Al concluir el rápido balance de su vida, Porfirio reconoce que, después de aceptarlo todo, por lo menos tiene derecho de protestar por la descompostura de la tele. Ve como otra injusticia el desperfecto que apareció cuando se acerca lo mejor del mundial. El razonamiento lo reconcilia consigo mismo y le produce una sensación muy placentera, idéntica a la que experimentó aquel jueves, hace muchos años, cuando logró anotar un gol.
Lo aparta del recuerdo el estruendo del autobús que se aproxima. Ruta 7: Ciudad Deportiva. Porfirio le hace la parada, dichoso de saber que pronto recorrerá otra vez la cancha polvorienta y desigual: el terreno de su único triunfo.