La Jornada Semanal, 21 de junio de 1998
Dice Alejandro Pescador que ``A Santa Cruz Quartet'' reúne, ``como en un microcosmos, los fundamentos del universo poético de Walcott''. Esta notable traducción capta la atmósfera de un poema en el cual lo que importa son ``estos médanos tan suaves como la voz de tu hija, mientras los dioses se disuelven como el trueno en el fragor de las montañas''.
Al final de esta línea hay una puerta abierta
que da a un balcón
azul donde se posará la gaviota
de enganchados dedos, luego, como
la imagen que deja una idea,
ritma en lentos versos a través del
metal amartillado
del mar vespertino, mi mano derecha gobierna una
escota:
una breve vela zarpa con rumbo a Martinica o a
Sicilia.
En la distancia de tonos lilas, los mismos promontorios se
aherrumbran
con casas como lejanos puntos arrastrados por la espuma
entre las olas,
y el eco de gaviotas donde la sombra de la gaviota
corre
entre los mares iluminados por el sol. Ningún grito expresa
la
exultación
de mi agradecimiento, de mi corazón que sus
goznes abre de golpe
y dobla mis costillas con luz. Al final, una
sombra
más lenta que la gaviota sobre el agua se alarga, por
pulgadas,
y cubre el césped. Hay el mismo elevado ardor
en los
retóricos atardeceres de Sicilia y en los de Martinica,
y el mismo
horizonte subraya su ausencia refulgente,
el muy amado resplandor
que, tal vez, no habla
de un deleite inefable, pues el lenguaje es
para los mortales,
pues al final de cada oración está una tumba
o la puerta azul del cielo o, una vez, el ancho portal
de nuestra
sublimidad despojada. La única luz que todavía
tenemos brilla en un
chapitel o en una concha al caer
y doblarse esta página con una ola
blanca.
Nunca con una trama, nunca provistas del metro adecuado:
las
narraciones en la oscuridad, en los últimos anaqueles del
cerebro.
``Cabalgaban dentro de las nubes...'' No
importa
dónde. No. Así lo sitúa. La rima: España.
``Cabalgaban
dentro de una página en blanco rozada ahora por un eco
de pinos
aserrados y un manantial que murmura al fondo de los
barrancos''
y se diluye en silencio. Los sacrifico a los
pinos
por siempre interesantes. Nada resulta de esto.
Había allí
una muchacha, otra María, pero las líneas
impulsan la narrativa,
así que ella ha partido. Se ha apagado en una prosa
que ignora el
movimiento, que es la trama, y todos sus designios.
``La luz rompe
la lluvia en Vieuxfort y los caballos
pacen, con la piel mojada'',
por las olas que arrojan espuma de la
página.
Y me detengo al
borde de lo inexpresado, de la metamorfosis,
extenuado como un
monje por los rezos o un actor sobre el escenario.
Había nubes en
las montañas, y caballos que tal vez
existieron más allá de
cualquier historia escrita sobre ellos; había un manantial
y otra
María, y en Vieuxfort incesantes olas de espuma
que no son
imaginadas, como no lo es el Atlántico, pero nada
es tan fresco
como el viento salado que emerge de sus versos.
En la tardía luz vespertina las hojas altas del árbol del pan
lucen
amarillas y las hojas bajas son de un verde ceroso
con sombras
verde oscuro impresas sobre los aleros
en las tiendas y las cercas
cubiertas de herrumbre rojo indio,
sepia, y a menudo naranja; pero
para entonces la luz ha
madurado y el pasto y los costados de las
casas y hasta un
gallo que cruza el patio resplandece como un
sátrapa; el Faro
ya está encendido, y tubérculos, y rezan la
novena
en la catedral y conscientemente los pescadores se
vuelven
siluetas en la postal de un atardecer: esto sucede cuando
flota un
poderoso aroma de pan horneado y cuando el zumbido
de
los mosquitos se vuelve tangible, cuando el sendero
se ahonda y los
rostros que amo más cada año se vuelven
hacia el crepúsculo y
también se ahondan bajo los cocoteros.
Ahora es azul añil y el mar
seguirá ardiendo
hasta que el último avión con las luces verdes y
rojas
de sus alas cruce hacia el norte, y ahora
definitivamente
es ya de noche y las estrellas vienen adonde les
ordenaron
para prolongar al infinito la idea de las formas
y la
arena exhala y ahí al borde del mar
verdes y rojas luces zumban
donde las estrellas y los cocuyos se aparean.
Tras la plaga, el muro de la ciudad apelmazado con moscas, el humo de
la amnesia,
aprende, viajero, a no ir a lugar alguno como las
piedras pues
tu nariz y tus ojos son ahora la mano de tu
hija;
ve adonde la repetición de las olas se puede soportar
más
fácilmente, sin padre que asesinar, sin ciudadanos que convencer,
y
ya no fuerces tu memoria para tratar de entender
si los muertos
eligen a su propio gobierno
bajo la jurisdicción de las almendras
marinas;
ciertas estipulaciones de conducta los lacran con un
silencio
que nadie se atreve a romper, y un sustantivo los hace
transparentes,
ahí donde viven más allá de las conjugaciones de los
tiempos verbales
en su propia ciudad blanca. Cuán fácilmente nos
repudian,
y todo lo demás que aquí socava nuestro afán.
Reposa
en tu plinto en la última luz de Colonus,
deja que tus agobiados
dedos echen raíces hondas en su propio suelo.
Una mariposa
desciende en silencio sobre la rodilla de un tirano;
siéntate en
los peñascos carcomidos por el mar y
deja que el viento de la noche
barra las terrazas del océano.
Esta es la luz adecuada, este brillo
de peltre en el agua,
no la mortandad de las nubes, no la esperada
maravilla
de la verdad que arde en sí misma y las lluvias
oraculares,
sino estos médanos tan suaves como la voz de tu
hija,
mientras los dioses se disuelven como el trueno en el fragor
de las montañas.